El camino más simple y directo
Hay muchas películas que se enredan, que dan miles de vueltas, que van para un lado y luego para otro. Algunas lo hacen por torpes, por indecisas, porque no tienen claro qué contar. Otras simplemente porque pareciera que a sus realizadores les encanta complicarse la vida, hacerse los complejos de balde. Sin embargo, en ciertos casos tenemos películas que son lo opuesto: no dan demasiadas vueltas, rápidamente se plantean un rumbo y lo siguen sin vacilaciones. Y lo hacen porque tienen en claro determinados parámetros a seguir y porque nunca buscan ser más de lo que son. Eso no las convierte en conformistas o cobardes, sino todo lo contrario: simplemente son conscientes de su identidad y de lo que quieren contar, y son sumamente honestas para con el espectador. Camino a La Paz pertenece a este último grupo de films y a partir de ahí se va constituyendo en una experiencia tan sorpresiva como placentera.
El planteo de la ópera prima de Francisco Varone -desde ahora un director a tener en cuenta- es simple y hasta se podría decir que parece una mera excusa para el viaje propuesto por la historia: Sebastián es un hombre sin trabajo que de manera casi casual, aprovechando un malentendido con el teléfono de su casa, se convierte en remisero, y también casi de casualidad, aquejado por los problemas económicos a partir de que su esposa se queda sin trabajo, terminará aceptando la propuesta de un cliente, Jalil, de llevarlo a La Paz. Están todos los lugares comunes de las road movies: la pareja despareja que irá aprendiendo a conocerse, el paisaje y la ruta como personajes decisivos, los cambios en los protagonistas que se suceden a medida que aumenta el kilometraje, la confrontación de perspectivas entre el joven y el anciano, la constatación del crecimiento hacia el final. Pero esos lugares comunes funcionan a la perfección, ratificando la eterna vigencia del género y su capacidad para renovarse cuando hay un director con una mirada atenta a lo que filma y lo que está narrando.
En Camino a La Paz hay personajes con espesor, a los que contemplamos en un momento preciso y acaso decisivo de sus vidas, aprendiendo sobre lo que les pasa a partir del contacto con el otro. Todo lo que sucede en la película es escueto y directo, hasta predecible, pero hay una fluidez estética y narrativa, y un cuidado por los temas -como el descubrimiento de la religión musulmana- que llevan a que todo adquiera mayor complejidad. Varone parece decirnos en voz baja, sin grandes gestos, con lecciones de vida -que no bajadas de línea- que surgen en los momentos justos, que en las pequeñas acciones surge lo grandioso de los individuos comunes. Para eso cuenta con las inestimables ayudas de Rodrigo De La Serna -probablemente el actor argentino más humano junto a Ricardo Darín- y Ernesto Suárez, que están brillantes.
De a poquito, sin prisa pero sin pausa, Camino a La Paz va creciendo de la mano de sus personajes hasta llegar a ser un gran film. Lo hace con una seguridad llamativa, dándole una identidad al paisaje -que es también constitutivo de lo que les sucede a los protagonistas- y a los individuos que entran y salen de la trama. Lo que se impone es el respeto: por los conflictos, los aprendizajes, los miedos a ser superados, incluso los defectos de ese dúo conformado por Sebastián y Jalil. Y claro, la simpleza, la sencillez, evidenciando en cierto modo que hay decisiones que pueden ser fáciles pero que en verdad hay que saber tomarlas, porque no dejan de implicar riesgos. A su modo, Camino a La Paz, al igual que sus personajes, va afrontando unos cuantos desafíos y sale airosa, dándole un nuevo aire al género de las road movies y diciéndonos de manera sutil que cada viaje es único y distinto para cada persona.