Una ópera prima más que atendible
La discreción expresiva resulta casi siempre una virtud. En su debut, Francisco Varone elige el camino de la austeridad afectiva y estética. Una buena decisión, algo arriesgada, y en cierta medida admirable: frente a los paisajes imponentes del norte argentino y el sur de Bolivia, y ante la curiosidad de inmiscuirse en la liturgia de una religión como la musulmana, el joven director elige mostrar lo justo. Ninguna postal, nada de proselitismo religioso; filmar lo necesario es suficiente.
Como su título lo indica, Camino a La Paz propone un relato de viaje. La promesa implícita de cualquier road movie es que el espectador viaje con el filme, y que en su trayecto, eventualmente, aprenda algo. Para que eso suceda es el personaje el que primero debe aprender, y nosotros, por consiguiente, aprendemos a través de él. Lo que él no ve es lo que sí puede percibir el espectador: los impedimentos iniciales para el aprendizaje, los imperceptibles descentramientos que facilitarán el entendimiento y la lenta toma de conciencia del viajero de que algo ha sucedido. Todo esto se cumple en este delicado filme de Varone. El improvisado remisero que interpreta Rodrigo De la Serna no será el mismo al final de su camino.
Sebastián no consigue trabajo y su compañera Jazmín está a punto de perderlo. Es evidente que se quieren, pero la fragilidad laboral de ambos comporta un riesgo. Por una interferencia telefónica reiterada en la que el número de Sebastián se confunde con una agencia de viajes, el joven decidirá fingir que es él efectivamente un chofer de esa compañía. Su única posesión es un auto, objeto que lo remite directamente a su padre. Así, cuando un cliente ocasional llamado Khalil lo contrate para un viaje peculiar, un periplo no exento de sorpresas y peligros, tal vez la economía del joven empiece a mejorar. Ese viaje será a Bolivia, aunque el verdadero destino final de su cliente es La Meca, pero lo que aquí importa es el camino, no el destino, y la relación de los viajeros.
Al estigmatizado seguidor de Alá le gustará encontrarse aquí con un retrato respetuoso de su fe. En pleno viaje a La Paz, Khalil visitará una comunidad musulmana en Córdoba. Las oraciones y las danzan sagradas de los fieles, la interacción entre los hombres y las mujeres allí reunidos, poco tienen que ver con la habitual representación cavernaria de fanáticos que viven escondidos en cuevas. La inesperada satisfacción de Sebastián participando del dhikr es uno de los placeres moderados que tiene la película. Hay otros.
Es que Varone supo dirigir este relato sin miedo alguno. No fue perezoso y trabajó conscientemente sobre los materiales, con suma eficacia y sensibilidad. Fue así que la película fue más importante que él. Lo que comprende su personaje involuntariamente es parte de una sabiduría adquirida que se duplica con elegancia en la puesta en escena.