Una fórmula repetida y predecible
De acuerdo con el criterio de uno no sabe nunca bien quién, The Burning Plain (El llano ardiente) pasa a llamarse, en nuestro país, Camino a la redención. Podríamos desarrollar nuestra reseña en función del condicionante que significa la palabra "redención". Y entender cómo la protagonista buscará infructuosamente maneras que le permitan escapar de decisiones pasadas. Aún cuando la vida se bifurque, hay caminos trazados que resultan ineludibles.
Pero aquí se nos genera un inconveniente. Porque el famoso camino redentorio no aparece como posibilidad inmediata o buscada sino, como señalábamos, como consecuencia impostergable. Desde este lugar, entonces, la redención surgirá y, con ella, la tranquilidad y la posibilidad de superar una instancia de vida, de no volver a escapar.
Y señalamos el título elegido (aunque torpe y temáticamente acorde también desafortunado, ya que es el mismo título que recibiera la notable Reservation Road, estreno en DVD del año pasado, con Joaquin Phoenix y Jennifer Connelly) porque si pensamos en el original, nada hay en él que nos remita a una explicación inmediata sino, antes bien, a la primera de las imágenes con la que el film nos recibe: zarza gigante y ardiente, luego esqueleto oxidado donde, dicen, la pareja amante terminó carbonizada en un solo cuerpo, sólo posible de dividir con un cuchillo (esta imagen, sólo verbal, es más fuerte que cualquiera de las que se ocupe, explícitamente, el film).
A partir de esta instancia, entonces, el lugar icónico reconocible para el espectador. Los vaivenes temporales nos harán ir y venir, retroceder y adelantar, merced al parámetro infernal. A medida que avanzamos en el relato, habremos de saber dónde ocurre cada momento narrativo, qué porción de tiempo ocupan los personajes, cuáles parentescos los unen.
En otras palabras, armado el rompecabezas nos damos cuenta de que, otra vez, vimos la película repetida. Porque el realizador de Camino a la redención es Guillermo Arriaga, mismo guionista de, entre otras, Amores perros, 21 gramos y Babel, todas del también mexicano Alejandro González Iñárritu. Es decir, en el largometraje de Arriaga nos reencontramos con la misma arquitectura narrativa que ya supiera desplegar desde otros guiones. En este sentido, el film se nos vuelve bastante predecible por ser acorde a un mismo modo de contar, por supeditar su historia a una estructura reiterada y, digamos también, funcional a un mismo tipo de público.
No se restarán méritos aquí al planteo temático del film (que sabrá descubrir el espectador, no vale la pena develarlo) ni a su calidad interpretativa (Charlize Theron, para resaltar, con su belleza intacta y sin el brillo falso del neón). Sólo destacar una plasmación narrativa recurrente, que ya oficia como fórmula identificable. Eso sí, destaquemos, nada hay aquí de la pedantería sociológica, y endeble, de Babel. En este sentido, Camino a la perdición es más sincera, más creíble.