Las lecciones de vida desde la frontera
La primera película como director del guionista mexicano Guillermo Arriaga es una ambiciosa narración que enhebra historias de mujeres entre el pasado y el presente. Previsible y redundante, se evidencia como vehículo para un discurso reaccionario.
Algunos cineastas parecen convencidos de que sólo se puede hablar de cosas importantes de la vida a través de gente que está mal y dice cosas graves. Como si el hecho de que un personaje sonría, de que se le caiga algo sin querer o se cuele un diálogo con olor a espontáneo pudiera amenazar la acorazada construcción previa, su discurso. No vaya a ser que los tomen por frívolos, de esos que quieren entretener, en lugar de recibirlos como autores con un mensaje (sobre la vida, claro: esa porquería). En su debut como director, el guionista y escritor mexicano Guillermo Arriaga intriga con una narración cuya complejidad aparente es la estrella principal. Pero antes de representar –si se quiere, cuestiones referidas al alma humana– elige posicionar cada una de sus escenas como si fueran piezas de un memotest.
Camino a la redención se despliega desde el presente hacia el pasado, desovillando una historia que tiene como centro a la pobre Sylvia (Charlize Theron), mánager de un restaurante que balconea los acantilados de Portland. Sylvia es hermosa y torturada, con tendencia a la autoflagelación y a la promiscuidad, o mejor: tiene una adicción al sexo triste. En un tiempo anterior, estalla en llamas una casa rodante situada en medio de una gran planicie desértica; lo del título. Y así se irán desdoblando los fragmentos de información, con los vistazos al pasado dando forma a las causas del presente, esta vida castigadora del personaje. El dispositivo funciona como un juego a lo largo del cual, con mayor o menor velocidad para la respuesta, el espectador se irá preguntando ¿qué viene a ser esta señora adúltera –Kim Basinger, reincidente– de Sylvia?, ¿y este mexicano que la persigue en silencio?, ¿será acaso esta niña ella misma, un tiempo atrás? El problema es que, ¡ay!, lo que empuja la historia es justamente eso, un dispositivo: los personajes que se van sumando, desde el pasado y el presente, están ahí para cumplir con el mecanismo narrativo impuesto. Son sólo por el efecto que sus acciones causan en otro, según el plan maestro de Arriaga.
Y, a falta de carnadura, esto del efecto pasa a ser central: toda la película se apoya en golpes de resolución –¡ah, claro, era eso!- mientras se cierra una historia con el espesor dramático de una telenovela. La puesta en escena, gemela de Babel, 21 Gramos y Amores Perros, incluye los mismos punteos de guitarra sobre imágenes de caminos semidesérticos y polvorientos de la frontera entre México y Estados Unidos sólo que en lugar del premiado Gustavo Santaolalla firma los papeles Hans Zimmer.
También como en esos films, que Arriaga pergeñó junto al director Alejandro González Iñárritu, Camino a la redención enhebra historias de varios personajes, aquí cuatro mujeres que son tres, o algo así. Es curioso que, por oposición a todos los personajes masculinos del film, semejante cáscara narrativa termine por dejar en evidencia un núcleo hecho de prejuicios y machismo, del básico y universal. Uno tan prosaico y tan movilizante que requiere de toda una armadura retórica para intentar disfrazarse. Los hombres en esta película son sin excepción tipos enamorados, engañados en su buena fe, humillados y abandonados. Por las mujeres manipuladoras, claro.
No hace falta, ni mucho menos, atravesar los 106 minutos de Camino a la redención para captar que aquí lo único profundo es la sorprendente obviedad de lo que quiere presentarse como un vistoso mecanismo narrativo, con clímax en un desenlace sobre explicativo que apabulla. Claro que ya antes había quedado desnudo el conservadurismo de la propuesta. Arriaga condena las decisiones de sus personajes. Afirma que quienes sueñan muy alto, tarde o temprano, caerán; que los que escapan a su destino terminan por descubrir, en plan gran verdad universal, que no hay mejor lugar en el mundo que su lugar. Sólo el compromiso y la belleza de Charlize Theron, sumados a la convicción de la joven Jennifer Lawrence, logran imprimir algo de nervio a esta “llanura ardiente” producida por nuestro Eduardo Costantini. Llama la atención –o no– que un film tan preñado de importancia y de gravedad sea tan incapaz de generar emociones. Aunque lo epidérmico le basta, al parecer, para ser celebrado en festivales, como si hubiera nacido para eso. Lo cual, claro está, no es ningún pecado irredimible. Pero tampoco permite que la cosa arda como un buen fuego.