Relato atípico para el típico pueblo
Apoyándose en las buenas actuaciones de Agustín Rittano y Valeria Blanc, el realizador construye un film arriesgado y frágil, que evita tanto el registro hiperrealista de tanto cine independiente contemporáneo como la tentación de la alegoría.
El segundo largometraje de Nicolás Grosso (La carrera del animal), presentado hace dos años en Competencia Oficial en el Festival de Mar del Plata, puede definirse tanto por los detalles específicos de su relato como por todo aquello que esconde, por lo que no aclara o deja transcurrir a través de un filtro opaco. Esa narración elíptica, llena de pequeños o grandes huecos (que parece, por momentos, deudora de algunos recursos de la gran cineasta francesa Claire Denis), hacen de Camino de campaña un film aparentemente misterioso, marcado por una necesidad de construir las idas y vueltas de los personajes no a partir de sus avatares sino por un universo que los contiene y moldea. Pero si en los primeros minutos esa sensación persiste y se potencia, la misma película se encarga de desmentirla: no hay tal misterio, apenas un registro mentirosamente frontal que elimina algunos de los placeres instantáneos del clasicismo narrativo y los reemplaza por puntos suspensivos que hacen de los personajes seres definidos por sus acciones, nunca por una psicología construida férreamente desde el guión. El perro que es matado a tiros en una de las primeras escenas instala el tono de una violencia usualmente fuera de campo –insinuada, intuida– que atravesará los casi noventa minutos de metraje.La historia es la de dos retornos paralelos y simultáneos a un pueblo del interior (aparentemente bonaerense): el de Agustín (Agustín Rittano), quien regresa luego de mucho tiempo al terruño para definir judicialmente una causa de aparente gravedad, y el de Leila (Valeria Blanc), una joven silenciosa y enigmática que esconde un pasado en ese sitio y un presente en algún otro lugar indefinido. El cruce y choque entre ambos –alejadísimo de cualquier idea de romance en ciernes, al menos en el sentido tradicional del término– tardará en llegar, empujado por el conocimiento mutuo de terceros, una galería de personajes que especifica aquello de “pueblo chico, infierno grande” no a partir de la caricatura o el costumbrismo, sino más bien por una sensación de agobio endogámico, de relaciones inconclusas, de rencores y heridas abiertas. Y de una ligera animalidad que puede sospecharse por la urgencia con la cual los cuerpos se enfrentan al goce o a la agresión. Familias disgregadas, hijos e hijas biológicos y putativos, relaciones laborales que se confunden con otras más personales, amistades que se definen no tanto por el conocimiento profundo y la confianza como por un fatalismo apenas cariñoso.La decisión de Grosso de acompañar esa opacidad narrativa con encuadres no siempre previsibles parece la más acertada: la cámara puede iniciar un prolijo y elegante travelling para terminar en una postal desequilibrada, de cuerpos amputados por los límites del cuadro. Algo similar ocurre con el uso del sonido (que en una escena climática se apaga hasta casi desaparecer) y los diálogos, que en varias ocasiones describen aquello que el espectador nunca llegará a conocer. Las constantes elipsis en tiempo presente eliminan de cuajo la posibilidad de la causa-consecuencia directa. Aunque no en todos los casos: cerca del final, el film provee la posibilidad de una clausura a algunos de los conflictos centrales, aunque abiertos a toda clase de posibilidades. La reconstrucción del hecho por el cual se encuentra imputado el protagonista masculino no ilumina hechos; por el contrario, esa ficción dentro de la ficción replica los elementos de luz y oscuridad, de verdad y mendacidad, que delinean y delimitan a los personajes.Durante el recorrido circular de Agustín y Leila por el pueblo –que el diseño de arte prefiere poblar de caminos de tierra, trenes abandonados y baldíos invadidos por la maleza– el tono de algunos de los actores secundarios parece estar en un problemático fuera de registro, introduciendo un elemento de falsedad que, por momentos, amenaza con romper el hechizo que el realizador intenta construir con denuedo. A pesar de ello, Camino de campaña es un mucho más que promisorio segundo esfuerzo, un film arriesgado y frágil que evita tanto el registro hiperrealista de tanto cine independiente contemporáneo como la tentación siempre presente de la alegoría.