No hay nada explícito acerca de por qué Agustín llega al pueblo serrano, y cuando la razón da a conocerse (la acusación de parricidio), la película ya naufraga en un remanso de sordidez. Es que no hay nada definitivo en Camino de campaña; se mueve a un ritmo propio y es una película sin acentos. Al inicio, tras una breve escena de cacería humana, Camino... se estanca en un morbo de morosidad, al estilo de los films de Lisandro Alonso. Pero pronto los breves intercambios entre el regresado Agustín y los lugareños dan una cuota de dulce indiferencia pueblerina. Es en ese realismo donde el film pisa firme y halla su propio idioma. A la figura del regresado se la emparda con Leila, una chica que, en modo inverso a Agustín, llega al pueblo sin conocer nada. Cada personaje tiene su propio camino y el hecho de que en alguna instancia se crucen parece más un producto de la inevitabilidad que de la atracción. Que la película no genere empatía no es algo que pueda calificarse como débito; parece, más bien, una estrategia del director Nicolás Grosso, cuya conciencia del punto de vista recuerda mucho a Juan José Saer.