Camino

Crítica de Martín Stefanelli - ¡Esto es un bingo!

La niña santa

208. Bendito sea el dolor. —Amado sea el dolor. —Santificado sea el dolor… ¡Glorificado sea el dolor! Aunque esta sentencia podría ser el lema de un grupo de sadomasoquistas entusiastas, en realidad, es uno de los 999 puntos de meditación que componen un libro llamado Camino escrito por Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei. La misión casi revolucionaria que esta institución tiene encomendada por la Iglesia Católica, es la de regar entre los fieles la enseñanza de que todas las personas –y no sólo los clérigos– están llamadas a ser santas. Ese camino al que se refiere el título del libro es el de la santidad, y cualquiera de nosotros puede transitarlo durante una vida ordinaria. Pero además de un libro y un proceso de canonización, Camino es también una película dirigida por el español Javier Fesser y el nombre de una preciosa nena madrileña de once años –protagonista de esa película– a la que de repente le toca encontrarse, al mismo tiempo, con el amor y con la muerte.

Camino (ahora me refiero a la película, por eso las itálicas) es la historia de esa nena, miembro de una ferviente familia del Opus Dei, que sufre un extraño cáncer en la columna vertebral que empieza por sacudirle puntadas en la espalda y termina dejándola inmóvil en la cama de un hospital. Durante el desarrollo de la película, a la vez que ese tumor se expande por su cuerpo, como si fueran en sincronía, también crece en ella el amor que siente por Jesús. Y tal como pasa con esa pluralidad de sentidos que se condensa acá en la palabra “camino”, en Camino, Jesús es Jesucristo y también es el nombre del hijo de la panadera, el niño del que se enamora Camino a primera vista cuando lo encuentra en una plaza de Madrid hojeando el libro infantil Mr. Meebles. En todo caso, como dice el sticker que tiene pegado un vecino en el vidrio de su camioneta, “Jesús es el camino”, tanto para los miembros del Opus Dei que asisten a la agonía de la protagonista como para la protagonista misma. La diferencia está en que mientras los primeros lo ven lejano, con barba, pelo largo y ojos tristes, Camino lo ve parado a su lado en el centro cultural donde preparan, junto a un grupo de niños, la obra de teatro de La Cenicienta.

Y no se trata, como leí en algunas críticas, de un equívoco que hace avanzar la narración timando al espectador, como podría pasar en La vida es bella o en las viejas comedias de enredos donde el doble sentido de las palabras es el motor excluyente de la historia. Acá Jesús es Jesús y Jesús, Viena es una ciudad de cuentos de hadas y una panadería, la obra es de teatro y es la Obra, como llaman sus integrantes al Opus Dei. La polisemia que adquieren las cosas en Camino trabaja sobre la variada interpretación que pueden hacer las personas y los personajes para alimentar sus fantasías. La dolorosa enfermedad de Camino es para su madre un regalo del cielo que encaja justo en ese desprecio del cuerpo que proponen sentencias como la que corona este post. Esa madre, con el regocijo que recibe la desgracia de su hija, puede ser el molde perfecto de villanía para las fantasías del espectador o una madre coraje, una heroína, para las del padre católico que le sirve de guía espiritual. Lo cierto, o de lo que habla la película de Fesser, es que la fantasía es un camino que puede ser de salvación pero también de alivio, alegría o placer, que se puede presentar en una inmensa catedral, en el castillo de Disney o en un cuento de hadas.

Puede que Camino sea una película atea, pero no por eso ejerce un desprecio de lo místico, sino todo lo contrario: baja a la religión de su pedestal y la ubica en el nivel de la imaginación, o dicho de otra manera, eleva la imaginación a los altares de la religión. Un ejemplo: Mr. Meebles, el personaje del pequeño cuento ilustrado de Jack Kent, obsesiona a Camino desde que lo ve en manos de Jesús. El personaje se cuela en sus sueños y en sus pesadillas como un amigo que responde a sus inquietudes. Mr. Meebles, según dice, es un hombre que todo lo sabe, que todo lo puede, pero tiene un problema: que no existe si Camino no piensa en él. Nada más claro. La crítica de Fesser no apunta contra lo religioso sino contra la burocracia eclesiástica y, sobre todo, es una afrenta a la manipulación y el control que se ejerce sobre los integrantes del Opus Dei, pero a la vez retoma la idea fundante de la institución –esa de que cualquiera puede ser santo– para agregar que la santidad puede alcanzarse de muchas maneras. Así, a partir de cierto momento, el peregrinaje que emprende la niña recorre un sendero paralelo al del dogma religioso que siguen fervorosas su madre y su hermana. Uno está lleno de vida y el otro pretende despojarse del cuerpo como si fuera un lastre, pero en ambos la meta es la misma.

Camino elige transitar hacia la muerte con la felicidad de la fe, el amor y la esperanza que pone en cosas de este mundo. Quizá porque es especial, quizá porque le es imposible a los hombres y a las instituciones encorsetar la imaginación de un niño. En consecuencia, y si seguimos en el terreno de ambigüedades que nos propone la película, cuando la madre le muestre un póster de Jesús, ella, que ya no puede ver a causa de la enfermedad, podría citar un fragmento del punto nro. 212 del libro de Josemaría Escrivá de Balaguer: Ese Cristo, que tú ves, no es Jesús. En homenaje a la infancia, a los espíritus rebeldes y a Alexia González Barros –esa niña, en la que se inspira la película que también es Camino– Fesser le va a regalar un cielo lleno de flores rojas en el que están Jesús y su padre, que no son Cristo ni el Padre, un cielo personal.

Lo que demanda Camino es respeto por la interpretación del mundo que pueden hacer los otros. Hasta por las dudas que habitan en el personaje del padre, que se pasa la película sin tomar una sola decisión mientras es avasallado por las certezas de su mujer. Su rol parece relegado a mantener una relación secreta con su hija y a registrar con su cámara de Súper 8 los cumpleaños, bailes, regalos, risas de la niña, los momentos felices. Por eso se sorprende cuando Camino le pide que la filme agonizando en la cama del hospital, y también, después de encender la cámara, cuando ella indica que en el sofá está sentado Dios. Al final, después de la muerte de la niña y del accidente fatal que sufre el padre –digno paso de comedia de El milagro de P. Tinto– Fesser nos va a dejar ver esa cinta y cuando el padre empiece a girar de a poco la cámara hacia ese sillón y lo encontremos vacío, en el último fotograma, como si fuera un defecto del celuloide, se va a colar un triangulo, símbolo del Dios que todo lo ve. Ese triangulo está ahí a disposición de la madre, que es quien encuentra el rollo en un sobre, pero sobre todo, está ahí para que nosotros podamos elegir.