La segunda película de Gabriel Medina viene a formar junto a su opera prima un especie de díptico no anunciado sobre la paranoia o los males de la modernidad. Su primera película, explícitamente titulada Los paranoicos (2008), contaba la historia de un aspirante a guionista de cine paralizado por la indecisión y el miedo. Ahora, con el estreno de La araña vampiro, Medina retoma, o mejor dicho continua, los temas con los que se había iniciado trasladando a sus personajes a un paisaje todavía más hostil que la ciudad. Para tratar de mejorar la situación psíquica del protagonista, su padre lo lleva a pasar unos días a una cabaña en medio de las sierras. Pero lo que pretende ser un lugar de descanso rodeado de naturaleza se vuelve una pesadilla para alguien que carga consigo sus fobias a cualquier lugar al que vaya. Podría haber sido la luz mala o una fruta venenosa, en el caso de Jerónimo es la picadura de una araña la que desata la suma de todos los miedos, que siempre da como resultado el miedo a la propia muerte. El terror paraliza, pero si la parálisis desemboca en la expiración no hace otra cosa que obligar a moverse. Por eso Jerónimo se mueve para alcanzar la cura, que como le dicen los lugareños, está en la cima de la montaña. Se mueve para sobrevivir. Como la historia está contada en todo momento desde la perspectiva del protagonista, nunca queda claro si la picadura es mortal, si los lugareños que se dedican a ayudarlo en su búsqueda son supersticiosos o conocen mejor el mundo de las sierras que cualquier médico de la ciudad. El guión de Medina y Gueilburt ubica al espectador a uno y a otro lado de la verdad y no decide. Lo vuelve paranoico al dejarlo pensar que todo puede ser una maquinación del protagonista mientras lo pone del lado de Jerónimo en ese arduo ascenso de la montaña. En su primera película también era difícil distinguir si el personaje que interpretaba Walter Jakob era un villano o un amigo que intentaba darle una mano. Todo pasaba en la cabeza de Gauna como ahora todo pasa en la cabeza de Jerónimo. Ambas son películas de aprendizaje en las que se representa el transito de un joven hacia la madurez. Como ocurre muchas veces en el cine y la literatura, en La araña vampiro ese recorrido toma la forma explicita de un ascenso peliagudo por una zona agreste. En Stromboli, tierra de Dios (1950) de Rossellini, el complejo personaje de Ingrid Bergman también necesita subir hasta la cumbre y atravesar los aires calientes del volcán para obtener su revelación. El Zarathustra de Nietzsche tiene que alejarse a la montaña para poder bajar más sabio a compartir sus descubrimientos. Jerónimo también asciende, pero no lo hace solo como estos dos personajes. Es acompañado por un Virgilio alcohólico y montaraz interpretado por Jorge Sesán (Pizza, birra, faso; Okupas) que va a ser a la vez salvación y amenaza. Jerónimo no necesita un maestro, apenas necesita un guía que lo lleve a encontrar el antídoto para la picadura. Pero lo que verdaderamente le hace falta es enfrentar sus miedos y tener a alguien ahí para confrontarse, para demostrarle que puede ser más valiente, para que tome la forma del otro, que es a lo que realmente le teme. Ya se notaba en Los paranoicos que Medina era un amante de los géneros. Ya se notaba que era un virtuoso de la técnica cuando componía los planos o usaba la luz junto al fotógrafo Lucio Bonelli. La araña vampiro puede ser una buddy movie, una road movie de a pie, western, cine de aventuras, de fantasía o todo junto y a la vez. El paisaje rústico de las sierras se vuelve central, rebalsa la pantalla con su verde y demuestra que Medina puede jugar en diferentes paños con las mismas cartas y ganar.
Después del avance que tuvieron los estudios de los genes en las últimas décadas, si alguien se detiene un minuto a pensar en todos los futuros posibles hacia los que camina la humanidad, ese alguien no puede imaginar un futuro que no sea distópico. Andrew Niccol se detuvo dos veces. La primera vez se hizo conocido con Gattaca, esa película en la que el personaje de Ethan Hawke, destinado a la vida proletaria por no haber sido modificado genéticamente, tiene que demostrar su verdadero valor para poder cumplir su sueño de viajar al espacio, un lugar reservado a la elite diseñada en los laboratorios. La segunda, más de una década después, Niccol llega a los cines con otro futuro aterrador. En El precio del mañana Justin Timberlake (¿el Ethan Hawke de esta era?) también tiene un destino que torcer a puro golpe. Su personaje vive en un mundo donde gracias a los avances de la ciencia los seres humanos detienen su envejecimiento a los 25 años. Pero no se trata del País de Jauja: después de los 25 años cada minuto que vivan deberán pagarlo con trabajo y si no tienen con qué, deberán afrontar la deuda con su propia vida. Cada uno de los habitantes lleva en su muñeca un reloj que marca el tiempo que le queda. Si trabajan, venden o roban, ese reloj aumenta sus números. Si compran, regalan o están desempleados, la hora de la muerte se acerca segundo tras segundo. En esta película el refrán que dice que el tiempo es dinero es llevado a su máxima expresión. El precio del mañana, como todo el cine de ciencia ficción, es una película política y, en este caso particular, hasta se podría decir que es una película económica. Durante la primera mitad ?la parte que más se disfruta? asistimos a los constantes intercambios monetarios de los personajes, a las consecuencias de la inflación o a la subsistencia diaria a la que están sometidas las clases más bajas, que siempre andan con el tiempo justo. Will Salas (Justin Timberlake) es un obrero que vive con su madre (Olivia Wilde, sí, es gracioso, pero recuerden que todos tienen 25 años corporales) en la zona más pobre y que por un golpe de suerte, como si ganara la lotería, recibe de parte de un millonario 100 años para gastar. Con ese tiempo de sobra inicia su incursión en el barrio de los ricos, un lugar vedado a la gente de su clase. Y la película cambia de rumbo. Se transforma en una de persecuciones cuando un cronometrador (algo así como un policía de los segundos) lo acusa de haber robado esa fortuna que cuenta el reloj de su muñeca. Hay que decirlo, El precio del futuro es bastante obvia cuando emite su discurso político: este, por ejemplo, que el policía cumple su benemérito rol de guardián del statu quo a pesar de su magro salario. Mientras siguen las persecuciones la película empieza a buscar la manera de cerrar el relato. El eterno gran problema de las historias grandilocuentes, muchas veces, el problema de la ciencia ficción. Para eso Niccol encuentra una luz al final del túnel en la belleza anime de Amanda Seyfried, que se transforma en la compañera de aventuras de Justin (primero forzada y luego voluntaria) en la huída que emprende de sus cazadores. Juntos se convertirán en una especie de Bonnie y Clyde futuristas, hijos de Robin Hood y el Che Guevara que tendrán por objetivo destruir el sistema. Se trata de la parte menos feliz. Una buena resolución para ese gran comienzo parece a todas vistas una misión imposible. A esa altura sólo resta contentarse con las composiciones visuales de ese futuro minimalista, despojado de cualquier belleza fortuita, a las que Niccol les pone todo su empeño. Aunque hay en la película otro atractivo visual mucho más interesante para prestarle atención: los ojos japoneses de Amanda Seyfried lo valen. Esos sí que son buenos genes.
Antes de ver Pina no entendía nada de danza y era un ferviente opositor al 3D, algo así como una Lilita de la tercera dimensión. Ahora que ya la vi, sigo sin entender de danza, pero puedo decir que disfruté muchísimo con ese arte desconocido y con las creaciones de la coreógrafa alemana Pina Bausch. Y gran parte de la culpa es del 3D, de la forma en que los anteojitos negros convierten la pantalla en un escenario, no un escenario teatral, sino en uno nuevo. Durante mucho tiempo Wim Wenders anduvo pergeñando junto a Pina Bausch un documental sobre la manera que tenía ella de observar, pensar y presentar en escena los cuerpos y sus movimientos. Cuando este 3D, el último, el que irrumpió en el cine con más fuerza que sus predecesores, apenas se estaba instalando en las primeras salas, ellos ya tenían planeado filmarlo con esa tecnología. Pero Pina murió repentinamente en 2009 y el proyecto, lejos de quedar trunco, continuó a pedido de los bailarines de su compañía del Tanztheater de Wuppertal, en Alemania. Entonces la película se transformó en una evocación de su figura, de su particular concepto de la danza y, sobre todo, de la relación que mantuvo con sus discípulos. Para aquellos que temen aburrirse con tanto paso de baile, hay que decir que Wenders estructuró la película de manera tal que las secuencias impacten por su belleza pero no por su duración. A cada situación donde los bailarines representan alguna de las obras de Pina que se eligieron mostrar de su repertorio (Le Sacre du printemps, Kontakthof, Café Müller y Vollmond) o a cada momento donde se escenifica una enseñanza que les han dejado los años de trabajo compartidos, le sigue la voz y la imagen de algún integrante de su compañía que la recuerda en todas sus facetas. Todos son de diferentes nacionalidades, todos hablan en su lengua de origen, lo que le da a la compañía del Tanztheather un aire de epicentro mundial de la danza. Algunos logran contarnos algo acerca de esa mujer, otros suenan algo tontos cuando repiten algunas de las frases de Pina que parecen de autoayuda. Una bailarina le pide que se manifieste en sus sueños como ya lo ha hecho con otra compañera de elenco. Ninguno es determinante, ningún dato sirve para decir Pina fue así, sino para bosquejar su genio y su figura, y alimentar un misterio. En el medio de todo esto, a ella sólo se la puede ver en unas pocas imágenes de archivo un tanto deterioradas, que contrastan con la alta definición de las coreografías en 3D, como si recuperar a la persona fuera tan difícil que todo se vuelve bastante borroso. Lo que sí se puede apreciar con nitidez y con inteligencia es su trabajo, lo que queda de ella en este mundo. Y para eso Wenders aprovecha todas las posibilidades que le dan las tres dimensiones: simula escenarios, recorre las calles de Wuppertal, te acerca a los bailarines y te invita a bailar con ellos cuando mueve su cámara por las tablas. Sólo queda dejarse llevar por los pies.
Tres tipos con clase En Estados Unidos, cuando las cosas marchan bien, para qué hablar de problemáticas sociales aburridas con las que casi nadie se puede identificar. De eso se puede ocupar el Festival de Cine Malayo, que está allá lejos, en New York. Cuando las cosas marchan mal en Estados Unidos para qué hacerse mala sangre con dramones que nos refriegan en la cara lo miserable que es la vida del americano promedio, y seguramente la nuestra, que se le parece por añadidura. Para esas situaciones poco agradables existe un género llamado comedia, único pozo séptico donde está permitido evacuar la supuración comunitaria de aquellos que perdieron la capacidad de indignarse, pero que todavía pueden reír: estoy hablando de la clase media, claro. El guión de Quiero matar a mi jefe junta la crisis económica con tres protagonistas que pertenecen a esa misma clase. Así justifica lo injustificable. Tener jefes horribles (Horrible bosses, ese es su título en inglés) no es algo fuera de lo común, es más, se puede decir que lo extraño es tener de jefe a un buen tipo. ¿Cómo es, entonces, que este trío de cuarentones intenta llevar a cabo el asesinato de sus tres sádicos patrones? La respuesta la da un cuarto amigo que se les aparece por el bar, que desocupado desde hace un par de años sobrevive masturbando gente a cambio de unos dólares. Buscar otro trabajo no es una opción. En épocas de crisis cometer un asesinato está muy por encima del agujero sin fondo en el que cae el desempleado. Al asesino todavía le queda algo de dignidad. Quiero matar a mi jefe no sólo se toca con la sátira social, como lo hizo ¿Qué pasó ayer?, la comedia se va revistiendo de otras cosas. Aquella es de aventuras y policial detectivesco, ésta de aventuras y crimen. Ambas están llenas de excesos que otras películas no se permiten. La de Tod Phillips, se desboca con ayuda de drogas y personajes completamente enajenados como el de Zach Gallifianakis. En cambio, en la que nos atañe, la de Seth Gordon, el interés del espectador decae por la misma razón que el guión funciona y la historia se vuelve verosímil: si Gordon necesitaba tres hombres de clase media que tuvieran terror de perder lo que habían conseguido en su penoso ascenso social, cuidadosos con los pequeños logros, no se podía esperar que de ellos surgiera el mayor de los descaros. Los encargados de la locura son los jefes, los que sobrevuelan las miserias ajenas con la vaca atada. Colin Farrell es un cocainómano medio pelado que puede echar a un hombre sólo porque no le gusta el rechinar de su silla de ruedas; Kevin Spacey es un gerente completamente cínico y manipulador, cornudo y ególatra; Jennifer Aniston es una odontóloga caliente y perversa, una acosadora sexual de tiempo completo que en el cuerpo de Jennifer Aniston se vuelve una bomba neutrónica. Los tres están tan arriba, tan excitados, que los pobres protagonistas les hacen lugar, el lugar para que sean jefes, pero cuando los jefes empiezan a ocupar menos tiempo en pantalla, la película vuelve a los terrenos más tranquilos donde se narran los enredos de estos cuarentones que juegan a ser asesinos porque no pueden serlo. Como sus tres protagonistas, desde el principio la película deja al descubierto sus límites. Al igual que los tres muchachotes, sabe hasta donde dar rienda suelta a la demencia y no se deja llevar hacia ningún lugar desconocido. Quiero matar a mi jefe es una buena película que deja un mal sabor de boca porque queda la sensación de que podría haber sido mucho más, que tuvieron la oportunidad ahí adelante y lo desaprovecharon. Todo sea por el verosímil.
Corazón de tiza Hay un problema con el verosímil en Malas enseñanzas: a esta Cameron Díaz que luce toda su belleza nadie le puede creer que fracase como cazafortunas y no logre conseguir un millonario que la mantenga. Pero sólo es un verosímil que no funciona conmigo, que con gusto, si fuera millonario, no dudaría un instante en poner billete sobre billete para darle la vida que merece a esta profesora de high school medio pelo. Aunque creo que puede haber miles de potentados dispuestos a hacer lo mismo, Elizabeth Halsey, su personaje, se pasa toda la película elucubrando estrategias con alto grado de malevolencia para conseguir que Scott Delacorte (Justin Timberlake), nuevo profesor y heredero de un emporio relojero, le entregue su corazón, y su dinero, claro. La profesora Halsey cree que sólo una cosa (o mejor dicho dos: un par de tetas) puede hacer que Delacorte olvide un amor pasado para dedicarle toda su atención. Con eso establecido como meta, Malas enseñanzas se vuelve ese tipo clásico de comedias de aventuras con un objetivo concreto (siliconas y de las grandes) que en medio del camino y casi sin quererlo, le da a su protagonista una lección sobre las cosas importantes de la vida. ¿Qué hace que nos podamos encariñar con alguien tan interesado en el vil metal? ¿Qué hace que el espectador se pueda identificar con un ser que a simple vista parece despreciable? Podría ser en parte el carisma y la gracia de Cameron Díaz, pero en realidad Malas enseñanzas hace que le tomemos afecto y nos pongamos en su lugar rodeando a este personaje de otros mucho más mezquinos y, sobre todo, de habitantes de un mundo provinciano bastante opa del que cualquiera desearía escapar. Y que justificaría la peor brutalidad con tal de poder abandonar ese mundillo macabro que es la escuela pública de un pequeño pueblo americano. El inconveniente es que esta bad teacher no es tan mala como podría serlo si el guión hubiera dado rienda suelta a la locura. Los chistes no son muy divertidos y parecen demasiado concentrados en resaltar la figura de Cameron Díaz sin dejar que el descontrol se adueñe de la película por completo. Hay algunos momentos… pero, chicos de Hollywood: marihuana ya fuma hasta la nonna. Lo más interesante de esta película pasa por la representación de ese mundo abominable poblado de seres tan desagradables como “la profesora buena” que pretende “enseñar jugando”, el director del colegio medio bobote o la educadora gorda y tímida que vive la vida como dejándola pasar. Es decir, personajes que todos podemos reconocer hasta en una escuela pública de la provincia de Buenos Aires. No nos podemos olvidar del profesor de gimnasia que nunca pasa desapercibido; acá ese profesor es el buenazo de Jason Segel, que después de andar enseñando en la cancha de básquet es el encargado de la educación sentimental de la mala maestra. La química que hay entre los personajes es buena, lástima que la película no se dedique un poco más a ellos dos. Es que se trata de esas películas que homenajean a un actor. La pantalla de Malas enseñanzas es toda para Cameron Díaz, quizás por eso los planos son tan planos y no tienen más relleno que su propia figura. Lo único que importa es ella y su sonrisa. Y eso no está tan mal cuando muestra los dientes, pero a veces, a pesar de caer rendidos a sus pies, nos levantamos para pedir algo más. De lejos tiene barba y se parece a Judd Apatow, de cerca es una rubia increíble. El problema es que no siempre preferimos lo segundo.
Aficcionado Hace unos meses escribí esta crónica sobre el encuentro de superochistas que se hace todos los años en el Centro Cultural Rojas. En ese post nombré algunos de los materiales que me resultaron más interesantes o extravagantes de los que se pudieron ver ese día. Uno de los que más me llamó la atención fue presentado por un tal Jorge Mario, un odontólogo que venía de Concordia a mostrar sus viejos rollos. Jorge Mario contó que es un aficionado al Super 8 que a principios de los 70s se juntó con unos amigos para filmar varias películas caseras, entre ellas un western, su género favorito. Esa vez, en el Home Movie Day, proyectaron Winchester Martín, una historia de amor y venganza que rodó en las afueras de Concordia. Sentado entre el público, con el micrófono en la mano, nos detalló cómo se hizo cada escena y representó en vivo algunos de los diálogos mientras mirábamos la película en la pantalla grande. El western podía resultar gracioso por ese intento de copia de las grandes producciones de Hollywood y de cada uno de los tics del género, pero lo que brillaba era el relato apasionado que hacía el Dr. Mario de sus aventuras con la cámara. Y parece que no sólo a mí me pareció un personaje singular: Néstor Frenkel (el mismo de Construcción de una ciudad) estaba ese mismo día registrando todo para está película, Amateur. (Me pueden ver en un par de planos, es mi primera aparición en cine). El Jorge Mario que escuché ese día no es muy diferente del que se puede ver en Amateur. Sigue siendo alguien que resalta por su entusiasmo para hacer cosas con la inocencia de otra era, pero suma otras actividades a las que asiste con el mismo ímpetu. No sólo es un fanático del western, también de todo el cine, y es conductor de un programa radial, líder de un grupo de boy scouts, jugador de paddle, filatelista y varias cosas más. La cámara de Frenkel lo acompaña a donde tenga una tarea por cumplir y escucha sus anécdotas. Lo espía en la plaza cuando quiere hacer firmar una petición para que conserven un álamo donde Jacques Tourneur filmó El camino del gaucho o lo deja hablar sobre planos, cortes, paneos y travellings. Al principio y por momentos puede parecer una película que está al borde de la burla, pero en seguida asume un camino in crescendo hacia los mecanismos y la puesta en escena de la ficción. Ese camino va haciendo de la persona un personaje, uno consciente que puede reírse de sí mismo y de sus obsesiones junto al público sin ningún tipo de culpa. El Dr. Mario es un hobbista empedernido, y en Amateur asume en cada hobbie un personaje, con su ropa y su actitud adecuada para cada labor. También puede ser actor aficionado. Al final le proponen hacer una remake de su película más querida, Winchester Martín. Y aunque Amateur ya llegó al punto en que su protagonista está interpretando el papel del pesado que recluta el equipo de filmación, que le pide al carnicero, a los amigos, a quien sea, que se unan a esta nueva aventura, cuando van a rodar la primera escena la ficción se desvanece y la felicidad que siente el Dr. se vuelve completamente real.
Visión nocturna En la literatura, salvo casos excepcionales (o particulares como el de mi amiga Yuszczuk, poeta dedicada en tres áreas: lectura, escritura e investigación), cuando los lectores pretendemos disfrutar de un texto solemos elegir un libro de prosa a uno de poesía. No son muchos los que tienen por hábito la práctica de la lírica. Ni van a ser sus libros los que se acomoden en la mesa de “los más vendidos”. Por muchas razones, algunas similares y otras diferentes, en el cine pasa algo parecido: el que podemos ver cada jueves de estreno sigue siendo un cine narrativo casi en el sentido clásico. Claro que como pasa en la literatura, cada tanto se cuela en el circuito un tipo de cine que prefiere otras estrategias, otros lenguajes. Es cierto que no habría sido posible que la última película de Apichatpong Weerasethakul llegara a las salas comerciales de Buenos Aires sin el aval que le da la Palma de Oro del último festival de Cannes. Pero tampoco hubiera sido posible la repercusión que tuvo su estreno entre la crítica si El hombre que podía recordar sus vidas pasadas no remontara un verdadero vuelo poético con su apuesta, o no fuera consistente en su inconsistencia y se quedara en la más crasa intención de desviarse del cine narrativo y racional (de prosa diría Pasolini) con el que estamos más familiarizados. Hay un argumento, obviamente: El tío Boonmee sabe que su problema en el riñón lo puede llevar a la muerte en poco tiempo. Vive en el noroeste de Tailandia, en una zona selvática, húmeda y montañosa. Mientras es cuidado por Huay, un inmigrante de Laos, llegan hasta su finca su sobrino y su cuñada para hacerle compañía en esos, sus últimos días. Como si fueran versos de un poema, o poemas de un poemario, Weerasethakul separa la película en seis episodios. Todos esos episodios juntos hacen sentido sobre ese camino que emprende Boonmee acompañado de diversos seres. Claro que ese sentido que conecta con el origen, con la vida, con la muerte, no es un sentido concreto. Es de esos que por un segundo te deja creer que lo tenés en el huequito que hiciste con las dos manos, pero cuando las separas sólo te deja la fragancia… y al segundo volvés a juntarlas pensando nuevamente que está ahí, para explicarte lo inexplicable. Por eso Weerasethakul encuentra en este cine de poesía la mejor forma de acercarse a lo misterioso y desconocido, que no sólo se queda a hablar de un deceso sino que se dispara desde ese argumento chiquito hacia cualquier lado, hasta poder alcanzar el futuro. Para eso retoma relatos y formas de mundos diferentes y los pone a todos en un mismo lugar, sin escalafones ni horizontes. En El hombre…lo sobrenatural, lo mitológico, lo popular y lo religioso no sufren distinciones; como el hijo-mono de Boonmee y su esposa fantasma, pueden sentarse todos en la misma mesa sin provocar conflictos ni perturbaciones. Cuando en uno de los episodios Boonmee se da cuenta de que se le está acabando el tiempo decide partir junto a su familia hacia una cueva. Mientras los personajes la exploraban, esa cueva me hizo acordar a otra que es protagonista en Cave of Forgotten Dreams, la última de Herzog. En las dos películas el ingreso a ese lugar oscuro, de paredes milenarias, aparece como un viaje en el tiempo que conecta con el pasado. En el documental de Herzog todo lo que pretende conocer un grupo de científicos acerca de los hombres que miles de años atrás fijaron sus sueños a esos muros (es decir, todo lo que pretenden conocer sobre nosotros mismos) se vuelve un tanto ridículo cuando racionalizan cada imagen, cada huella, a través de métodos y teorías. En cambio cuando la cámara del documental muestra cada pintura con paciencia, sin que la interrumpa una explicación racional, el espectador queda mucho más cerca de aquellos hombres y de sus sueños. De la misma manera El hombre…decide aproximarse a lo intangible para aceptar el misterio. Quizás este tipo de cine no sea el de todos los días, pero si lo dejamos pasar sólo nos pide una cosa, una que la propia película hace explícita: adentro de esa cueva, en medio de las penumbras, un personaje pregunta qué le pasa a sus ojos (“están abiertos pero no puedo ver nada”, dice) y otro le contesta que tal vez necesite más tiempo para que sus ojos se acostumbren a la oscuridad. Se trata de que el espectador, habituado a las luces de otro tipo de cine, pueda dilatar la pupila para ver, de alguna manera, lo que ocurre en la noche.
El cine de Darín Lo primero que aparece en la película es un paisaje al otro lado del mundo. La imagen muestra un bote flotando tranquilo sobre un lago de la China, pero los colores y las texturas digitales saltan a la vista de tal manera que enseguida el espectador se traslada a un estudio de postproducción, quizás, en el barrio de Palermo. Sin embargo, no es sólo un descuido de la factura técnica, o una falta de habilidad para el uso de las imágenes digitales; cuando la película abandona esa introducción china y viene hacia la ciudad de Buenos Aires, hay un primer plano de la vidriera de la ferretería De Cesare, que sin computadoras de por medio, también resulta visiblemente falso. La ferretería de Roberto De Cesare (Ricardo Darín) tiene el caos más ordenado del universo. Cada tornillo, cada pinza o frasquito tiene un lugar pensado para la maraña con mucha cautela. Incluso el cartel que anuncia el negocio sobre la calle está pintado con cuidado, limpio, como si se lo hubiera dibujado esa misma mañana. Esa pulcritud simétrica que tienen muchos de los planos de Un cuento chino, que degrada las locaciones a decorados, le da a la película esa textura chata de la mayoría de los productos televisivos. ¿Y el cine? El cine lo pone Darín. Quién sabe qué habría sido de este proyecto si no contara con su presencia. Se puede suponer que la película naufragaría al primer “boludo” o “pelotudo” que le toca pronunciar a ese ferretero amargado, gris y obsesivo que tiene de protagonista. Roberto De Cesare es un hombre metódico y acostumbrado a la soledad que se topa con Jun, un inmigrante recién llegado que no habla una palabra de castellano y no tiene donde pasar la noche. La convivencia forzada, que Roberto toma más como una obligación moral que como un acto de caridad, va a dar lugar a situaciones cómicas que de a poco van a ir desestructurando su vida para que pueda encontrar el amor en Mari (Muriel Santa Ana). Es difícil pensar en otro actor que pueda trabajar con cautela los gestos y las miradas, o los silencios, en medio de pasos de comedia que funcionan como sketches un tanto repetitivos, o que tienen como centro a las diferencias idiomáticas y culturales que hay entre chinos y argentinos. Sin embargo y a pesar de todo Darín sale más que indemne. Incluso puede sortear los diferentes obstáculos que le pone el guión, como la relación insulsa que mantiene su personaje con el de Muriel Santa Ana. Debe ser por eso que repiten todas las críticas desde hace unos años cuando hablan de él, eso de que Darín tiene la cara del cine. Quiere decir que tiene la cara de la verdad, que puede recitar la locura o la estupidez más grande que se haya escrito en un guión y de cualquier forma, sonar con la toda la fuerza de lo real. Por ese contraste que hay entre el fondo y el personaje, Un cuento chino sirve para ver claramente cómo el cine se opone a la televisión. La película deambula todo el tiempo por ese camino donde se confrontan las dos pantallas. Claro que Sebastián Borensztein es un hijo de la TV local, se nota en cada plano que es un director educado en su lenguaje (me acuerdo que me gustaba mucho El garante, allá por los 90s). Quizás esta sea una de las causas de su terrible éxito ?a cuatro días de su estreno ya vendió cerca de 200.000 entradas. La otra causa es con seguridad Ricardo Darín. Y por las carcajadas del público en la función del jueves pasado, en la sala del Abasto, parece que juntos son los dos ingredientes de la formula de la Coca-Cola.
Los molinos sí eran gigantes En mi último post escribí sobre un film noir que pertenece al subgénero del procedimiento policial. La contracara de ese tipo de películas, que son algo así como un manual sobre el funcionamiento de la ley y el orden, debería ser un subgénero que se llame de procedimiento criminal (si no es que ya existe bajo otro nombre que desconozco). Ahí entrarían las películas que se denominan de planes perfectos, o casi perfectos. Por lo general, y a diferencia del police procedural, estas películas no intentan mostrar el movimiento de cada engranaje del sistema sino todo lo contrario: los protagonistas son hombres solos que corren de un lado al otro con una llave francesa en la mano para desmontarlo. Pueden tratar de robar un banco, cometer un magnicidio o escapar de la cárcel. Son los genios del mal, y por eso siempre son atractivos, incluso cuando Russell Crowe recuerda al John Nash de Una mente brillante. En Sólo tres días lo que tiene que hacer su personaje, John Brennan, es un poco diferente a lo habitual de este subgénero. Su mujer fue condenada por homicidio, y a pesar de que todas las pruebas indiquen que se trata de la verdadera culpable, él confía con firmeza en su inocencia. Entonces no tiene que escapar de prisión como pasa la mayoría de las veces: tiene que liberar a su esposa y huir junto al hijo de ambos a un ignoto país adonde la justicia norteamericana no los pueda encontrar. La planificación del delito se hace lejos de una celda, en medio de la vida cotidiana de un profesor de literatura, una profesión que le asigna al personaje las virtudes de soñador necesarias para confiar en su desmesurada estrategia, o para creer que su esposa no cometió el asesinato por el que está condenada cuando todo indica lo contrario. Él mismo lo dice en una de sus clases cuando habla de Don Quijote: ¿cuál es el problema si uno elige vivir en la ficción? ¿Qué pasa si él elije creer que Lara Brennan (Elizabeth Banks) no mató a nadie? En este caso el protagonista es un hombre solo por obligación, un hombre solo que desea volver a estar acompañado. Lo que mueve al personaje de Russell Crowe no es el amor a la libertad o al dinero, es el amor a secas, como reivindicación del más sagrado acto irracional. Aunque para verbalizar la tesis de la película se use la novela de Cervantes de una forma bastante ñoña, por ese lado pasa una de las cosas más atractivas que ofrece Sólo tres días. Durante toda la película, mientras John planea el rescate como un obseso, se va sembrando en el espectador la duda acerca de la inocencia de Lara. Es una duda que va y viene y se trabaja con cuidado para sostener en ese juego lo que se intenta narrar como una intriga que puede no tener resolución. Pero como ya se sabe Hollywood es más amigo de las certezas que de las vacilaciones y Paul Haggis habla en su contra cuando al final deja las cosas claras con unos flashbacks innecesarios, cuando la película ya prácticamente había terminado. El resto está dedicado a la preparación de la fuga. Haggis maneja el ritmo con cuidado, se toma el tiempo necesario para mostrar cómo hace John Brennan para educarse en el arte del escapismo, para pasar del aula de clases a la acción más dura. Y oculta unos trucos para sorprender al final, cuando John empiece a ejecutar cada paso pensado con minuciosidad. Sólo tres días no es un film de procedimiento al estilo de Jean-Pierre Melville, ni Crowe es Delon, ni se toma cinco minutos para probar un manojo de llaves como hacían en El samurai, pero siendo la remake de una película ?que no vi? llamada Pour elle, algo de ese acento que tiene el policial francés se debe haber filtrado por alguna hendija. Lo demás, eso de que al final haya que confirmar que los molinos de viento eran gigantes de verdad, seguramente es una nueva idea que surgió al cruzar el Atlántico. Ya mismo me voy a bajar Pour elle, para confirmar mi teoría y porque acabo de descubrir que Diane Kruger es Elizabeth Banks.
Gente de teatro El discurso del rey era de las esperadas, de ésas que se estrenan un rato antes de los Oscars dentro de un paquete de películas “serias” que tienen todo para ganar. Era de ésas que en Rotten Tomatoes consiguen un consenso arrollador entre los críticos profesionales y amateurs. De ésas que llegan a la cartelera porteña y logran lo mismo: veredictos muy favorables en diarios y blogs. Era, era, era. Y por fin pude ver qué es, qué es lo que tiene esta película para recibir tantos elogios si en su medianía de todo orden no hace, no dice, no cuenta nada que vaya más allá del manual reglamentario. Los que la celebran dicen que es una gran película de actores. La última parte es verdad: Helena Bonham Carter, Geoffrey Rush y sobre todo Colin Firth hacen un buen trabajo. Ya se sabe; como en Mi pie izquierdo o Claroscuro, cualquier tipo de incapacidad física o psíquica que sufra el protagonista es tomada como el desafío más grande que puede imponer la profesión. En ese sentido, Firth tiene medio Oscar en el bolsillo: trastabilla su lengua con agilidad, se pone rojo de incomodidad y revolea los ojos cuando no le salen las palabras como a un tartamudo perfecto. A su personaje el problema en el habla no le habría impedido sentarse en el trono si no hubiera aparecido un medio de comunicación como la radio. Esa nueva forma de relacionarse con el súbdito podría ser algo para descubrir en la película, pero no hace falta; antes de que su padre le transfiera el reinado con su muerte todo queda dicho en los diálogos: “Ahora debemos invadir los hogares de la gente y amigarnos con ellos. Esta familia ha sido reducida a lo más bajo de todas las criaturas… nos hemos vuelto actores”. Un discurso así, además de anticiparse a cualquier exégesis que pueda hacer el espectador, deja en claro que esta es una película de, por y para actores, del mundo de las tablas y la interpretación bien entonada. Entonces se propone contar que en el siglo de las masas ya no alcanza con saludar desde el balcón; ahora, a la vieja figura lejana del gobernante hay que agregarle un cuerpo y más que nada, una voz. Los tiempos cambian: la familia Real queda abrumada al ver en un noticiero cómo Hitler gesticula, revolea los brazos, eleva y baja la voz como un performer experimentado. Ahora en cada acto o inauguración aparece junto al púlpito la figura amenazante del micrófono. Por eso quien se va a encargar de educar la pronunciación del Rey Jorge VI, el que lo va a hacer descender hasta el pueblo de la manera en que el pueblo lo quiere ver, no es un médico ni un fonoaudiólogo, sino un simple actor aficionado. Secuencia de entrenamiento: relajarse, saltar, gritar como loco, mover la lengua de acá para allá y hacer sonidos extraños con la boca. Los ejercicios que enseña cualquier profe de teatro le ayudan al Rey a enfrentar al público sin hacer chocar una palabra con otra. En medio del tratamiento se va generando fría una amistad entre el personaje de Firth y Rush que nunca llega a derribar las barreras de clase que existen entre un hombre de la nobleza y un humilde australiano apasionado por la actuación. Al final, esa relación de amistad, y cualquier efecto que esa relación pueda mover en el espectador, queda en términos medios. Y si lo importante no pasaba por ahí sino por el discurso que el Rey tenía que leer por radio para declarar la guerra, la misma emoción habría provocado que leyera la lista de compras del supermercado. Porque después de todo, si puede pronunciar el libreto de corrido puede ser un gran actor, su majestad de las tablas. Habría sido interesante que la tartamudez del Rey Jorge VI tuviera alguna relación formal con la película. Pero la película misma no duda, no vacila como un tartamudo, va directo a lo que quiere por el camino más fácil y aburrido. Si hay algo en la psicología de ese personaje que interpreta Colin Firth que se transfiere a la forma de las imágenes, quizás sean esos planos tomados con gran angular que desfiguran los cuerpos y los escenarios. Sólo que no se sabe por qué; ¿así ve el mundo un tarta, deforme y atormentado? ¿O no será más que una pincelada de color para tapar el gris? Lo más probable es que esos planos extraños que retratan la tibia amistad que une al Rey y a su maestro de dicción no sirvan para otra cosa que para alejar un poco a la película del teatro, para darle un toque de cine. Pero, ¿es tan mala El discurso del rey? No, no lo es. Sólo que su incapacidad para arrancarme algún tipo de emoción ni siquiera me hace enojar, y al fin y al cabo eso es mucho peor.