Tan lejos y tan cerca de todo.
Médanos, en el suroeste de la provincia de Buenos Aires, es la capital nacional del ajo. Y uno de los pueblos más cercanos a las Salinas chicas de esa provincia. Hacia allí se dirigieron los realizadores Alejandro Cohen Arazi y José Binetti para realizar un film que es varios documentales en uno. Los primeros veinte minutos, durante los cuales no se escucha ninguna voz humana –con la excepción de un locutor en la radio–, la cámara registra algunas instancias de la somnolienta vida del poblado y se sube a un auto para llegar a las blancas planicies del salar (el subtítulo del film no es arbitrario: Postales de un desierto bonaerense). A partir de ese momento, la música electroacústica hace las veces de fondo sonoro de un montaje de imágenes que parece emular la cadencia de un Dziga Vertov y la extrañeza ante la presencia humana y mecánica en medio de la inmensidad del Herzog de Fata Morgana. Los artilugios rojos, amarillos y grises mueven, cargan y descargan la blanca sal y recién poco antes del final de la jornada laboral apagarán sus motores. Y sólo entonces los realizadores se sentarán entre los trabajadores para oír aquello que tienen para contar.
Cáncer de máquina –que parece tomar su título del desgaste que todo metal adquiere velozmente ante la presencia constante del cloruro de sodio en su forma natural, la halita– describe la vida del puñado de habitantes que vive, duerme y trabaja en el lugar. Apenas algunos empleados de las salinas; algunos de ellos solteros, otros con familias numerosas, muchos oriundos de otros pueblos y ciudades. La escuela permanece milagrosamente abierta, a pesar de contar con apenas dos alumnos. Dice uno de los operarios de grúas que antes, cuando era chico, ese paraje era un pueblo con luz, gas y hasta un médico; el ingeniero que hace las veces de gerente agregará que ya no conviene establecer colonias, que es más barato trasladar a la gente desde otros lugares. Otro empleado, que los realizadores registran luego de un asado seguramente regado con mucho alcohol, confiesa recuerdos y anhelos ante una cámara cómplice. Mientras tanto, la naturaleza continúa su ritmo, ajena a los dolores y placeres humanos: un pájaro muere y es devorado por hormigas, un grupo de sapos se hace un festín de insectos en medio de la noche.
Todos esos elementos están integrados a la narración de Cáncer de máquina, a veces de manera absolutamente fluida, otras no tanto: la de los sapos es una escena particularmente bella, aunque su aporte al conjunto no parezca del todo pertinente. De todas formas, la más evidente de las virtudes de este largometraje realizado de manera casi total por los dos realizadores (ver la ficha técnica para corroborar sus múltiples roles) es justamente la misma que logra hacerla resbalar en algunos pasajes: en lugar de adoptar una mirada estrictamente sociológica u observacional, Binetti y Cohen Arazi se dejan llevar por la particular –y, a veces, oculta– belleza del lugar y por la humanidad de los entrevistados. En ese vaivén entre ambiente y pobladores, entre máquinas y animales, entre la supervivencia y el amor por la tierra, la película encuentra una forma personal de transmitir las formas de la vida en ese lugar. Un paraje que no está geográficamente tan lejos del espectador, pero que por momentos puede parecer de otro planeta.