Música para tus ojos
Hay cierto cine de difícil clasificación que transita los límites entre lo documental y lo experimental, y es en esa zona difusa donde podríamos ubicar a Canción de amor, de Karin Idelson.
Esas canciones que no escuchamos pero que todos sabemos, que pueblan lo cotidiano de manera casi imperceptible y surgen en el sitio menos esperado, constituyen el eje que vertebra una película que tiene mucho de azar y de asociación libre, pero que sabe detenerse, observar y descubrir puntos de vista inesperados. La estructura del film -que podríamos llamar a-narrativa, más allá de las mínimas unidades esbozadas- está compuesta de pequeños fragmentos, cada uno de ellos enmarcado por una de las canciones del título que surgen en medio de situaciones más o menos cotidianas, más o menos esperables, pero siempre resignificadas a partir de esa irrupción de la música en el mundo. Así, desfilan por la banda sonora Bryan Adams, Gilda, Queen, boleros clásicos y reggaetones hiteros, y hasta un Elvis nacional, inundando situaciones y espacios tan disímiles como un hotel alojamiento, un geriátrico, un vagón de la línea B del subte de Buenos Aires, un ensayo del Coro Kennedy, un show de strippers o un viaje en taxi.
Lejos del vértigo del videoclip, la cámara funciona como un ojo atento que se detiene en detalles que muchas veces van más allá, o se quedan más acá, de lo esperable (paradigmático resulta, por ejemplo, el anti-erotismo de la escena del show de strippers). Tampoco se busca que las canciones se ubiquen “por encima” del mundo, sino más bien mostrar que están justo en el medio: el sonido no es “limpio”; la cercanía o lejanía de la fuente y la fuerza del sonido ambiente se evidencian y, lejos de la idealización sonora de MTV, nos recuerdan que en la experiencia de la escucha la música no es más que un “ruido”, entre otros.
Siempre es difícil dar cuenta de un film que se aleja del territorio de lo narrativo. Pero si tuviéramos que llegar a una conclusión, podríamos decir que, de algún modo, Canción de amor busca dar cuenta -a su manera- de eso que hace la música con nosotros y con el mundo: transformar nuestra mirada y teñir lo más banal de otro color.