Tarde para morir joven deja el hoy para ir hacia el ayer, hacia la obra anterior de la joven cineasta chilena –la película ha sido definida como una secuela espiritual de su ópera prima, De jueves a domingo–, y hacia su propia vida, con ciertos elementos de carácter autobiográfico. La acción del film transcurre en un espacio concreto y en un tiempo aún más determinado, pero remite a cualquier lugar y a cualquier época. Diciembre de 1989 y principios de 1990, por ejemplo. Aprieta el calor del verano austral. En la periferia rural de Santiago de Chile una comunidad de amigos o familiares parece ajena a los cambios que está experimentando su país… y aun así, todo está cambiando entre sus miembros. Unos meses antes, el pueblo censado votó en referéndum plebiscitario que Augusto Pinochet debía abandonar el poder. Un año antes, el mundo oía por primera vez los acordes del éxito pop Eternal Flame. Y resulta que una efeméride está directamente ligada a la otra. En este encuentro de mareas teóricamente irreconciliables se mueve la protagonista de esta historia, no una chica, sino más bien una juventud que está tomándole el gusto al aprendizaje vital. Ni niñas ni mujeres; ni nenes ni hombres. Los personajes centrales de esta historia llaman pero no atraviesan las puertas de la edad adulta. Un trayecto en moto, una pitada a un cigarrillo, una respuesta fuera de tono… Es el placer incomparable e irrepetible de las primeras veces.
Cualquier espectador un poco entrenado en el cine de acción de los últimos treinta años sentirá que el prólogo de Rascacielos: Rescate en las alturas -y probablemente también todo lo que viene después- le resulta familiar. El film comienza con un traumático operativo en una toma de rehenes que falla y le destroza media pierna a su protagonista, Will Sawyer (interpretado por el exitosísimo y omnipresente Dwayne Johnson), además de alejarlo para siempre de su trabajo en el FBI. Diez años después lo encontramos en Hong Kong, casado con una ex colega (interpretada por la noventosa Neve Campbell, quizás en camino a reconvertirse en heroína de acción), dos hijos, una pierna ortopédica y una pequeña empresa consultora en seguridad, a punto de intentar el negocio de su vida: asesorar al dueño de La Perla, el edificio más grande del mundo, una mole tecnológica autosustentable que está a punto de inaugurarse y de la cual los Sawyer son los primeros, experimentales habitantes. Por supuesto, pronto todo saldrá mal: un ataque terrorista de motivos misteriosos provocará un incendio en medio del edificio, la familia de Sawyer quedará atrapada en él y nuestro musculoso protagonista empezará una carrera descontrolada -con el fuego, las balas de un grupo de malos malísimos, su pierna y la fuerza de gravedad en su contra- para rescatarlos y, de paso, descubrir qué está pasando. Este es el punto de partida de la película y, con esta introducción, es obvio que nadie debería ir a verla esperando realismo. Esto no implica, por supuesto, nada malo: en el corazón del film, como en el de tantos otros, late un verosímil un poco absurdo, que no conoce de sutilezas, y que una vez puesto en marcha nos pide, como en cualquier ficción, que aceptemos sus reglas y sigamos adelante; en este caso, para concentrarnos en lo que verdaderamente importa: la acción. Y es ahí donde, incluso con sus lugares comunes, sus obviedades y su trama un poco delirante, Rascacielos: Rescate en las alturas funciona para el espectador que esté dispuesto a entrar en su lógica: en su colección de escenas vertiginosas -en el sentido más literal de la palabra “vértigo”-, de acrobacias imposibles y de efectos especiales puestos en función de la trama y sobre todo de la construcción de su coprotagonista: el edificio. Por la escalada incesante y los desafíos cada vez más extremos que le propone al personaje de Johnson, el film parece por momentos un viejo videojuego de plataformas. Pero uno de los buenos: uno de esos en los que hacemos fuerza cada vez que presionamos el botón de saltar, en los que sin darnos cuenta nos levantamos del sillón para darle un empujón extra al joystick y a nuestro personaje. Es fácil reconocer, incluso antes de verla, a qué familia de películas pertenece la de Rawson Marshall Thurber. Es muy probable que los títulos Duro de matar e Infierno en la torre se lean en todas las críticas habidas y por haber. Sin embargo, si hay algo que hay que reconocerle a este relato, es que lo suyo no es el pastiche irónico: Rascacielos: Rescate en las alturas abraza de corazón cierta tradición del cine de acción de los 80-90 y acepta su filiación sin necesidad de teñirla de esa pose posmo cool que mira de reojo a los géneros de los que se nutre y cree estar un par de escalones por encima de ello. Acá no interesa cuántas películas vio su director ni cuántos guiños puede reconocer el espectador: lo que importa es pegar el salto y entregarse a la ficción, por delirante que sea. Quizás el único momento de autoconciencia subrayada sea aquel en que el personaje de Johnson, ante el enésimo desafío que se le presenta, murmura: “Esto es estúpido”. Ese chiste y tal vez también la presencia constante de la masa de espectadores que, a los pies del edificio, siguen atentos sus saltos y caídas y le festejan absolutamente todo. Y quizás ambas cosas sean ciertas: es probable que el personaje de Johnson tenga un poco de razón, pero en algunos casos, insistimos, eso no tiene nada de malo.
"Esta relación con el pasado que comparten los personajes principales del film cuaja perfectamente con las obsesiones formales de Anderson, porque su cine siempre estuvo atrapado en la nostalgia, en la añoranza de un mundo que ya no existe más que en la imaginación. Puede que compartir esa nostalgia sea la clave que permita o no disfrutar de su obra, esa que sus detractores acusan de ser una cáscara vacía. Y sí, es cierto que la superficie de las películas de Anderson es bella, pero por debajo de esa superficie, o más bien a través de ella, se construye el sentimiento. En el momento casi imperceptible en que esa construcción milimétrica cobra vida ante nuestros ojos, en el placer de sentir que los seres que pueblan su universo dejan de ser juguetes para convertirse en personajes, es que reside su encanto". (Fragmento de la crítica publicada en HC 145)
Publicada en la edición impresa de la revista.
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El abismo del tiempo En los últimos meses llegaron a nuestras pantallas dos muestras de que el 3D es una herramienta de infinitas posibilidades. Primero fue Pina, de Wim Wenders, y ahora -después de su paso por el último BAFICI con funciones agotadísimas- la imperdible La cueva de los sueños olvidados, de Werner Herzog. En tiempos de piratería, hay que empezar diciendo que tanto Pina como esta película demandan ser vistas en el cine; no hacerlo sería casi como perdérselas. En ellas el 3D no es un simple truco, sino que está íntimamente ligado al tema de la película: la danza, en el caso de Wenders; las pinturas rupestres, en el caso de Herzog. En La cueva de los sueños olvidados, Herzog y su equipo son de los pocos privilegiados autorizados a adentrarse en la cueva de Chavuet, que alberga las pinturas rupestres más antiguas descubiertas hasta la fecha. Decíamos que la tridimensionalidad es aquí esencial: primero, porque aunque la pintura sea definida como un arte bidimensional, las pinturas rupestres están encarnadas en la piedra, con todos sus accidentes, y el 3D recupera –aunque sea en parte- esta materialidad. El 3D evidencia también su asombroso estado de conservación (asombroso al punto que se llegó a creer que podían ser falsas) de un modo que ningún testimonio habría logrado. Por otro lado, es una herramienta ideal para un cineasta que siempre le pone el cuerpo a sus películas, pero literalmente; el 3D permite compartir esto en cierto modo con el espectador, haciendo que la inmersión en la cueva se vuelva casi tangible. Relieve y profundidad: estas son las dos claves de la fotografía de la película. El acceso a la cueva es restringido desde un comienzo: pocos días, pocas horas, con un equipo reducido, sin posibilidad de ir más allá de un camino ya pautado. Las imágenes son, entonces, limitadas. Herzog rodea una y otra vez las mismas pinturas, hipotetizando sobre eso que a la vez nos une y nos distancia de quienes las realizaron, buscando la clave de ese momento en el que despertó el alma del hombre moderno. La película, estructurada a partir de la inconfundible voz del director y de los testimonios de los científicos que estudian la cueva, sería en otras manos poco más que un documental educativo, aunque su objeto sea fascinante. El documento sigue ahí, pero Herzog la convierte en mucho más que eso.Para empezar, a través de sus reflexiones. Con Herzog es imposible saber cuándo tomarse las cosas en serio; hay en él un extraño sentido del humor y una solemnidad extrema, que combinados dan como resultado una visión del mundo delirante y sobrecogedora a la vez (como ejemplo bastan las digresiones del epílogo). Pero además, gracias a su capacidad de construir los personajes más insólitos a partir de lo que en cualquier otro documental habría sido tan sólo un testimonio. Todos los personajes del film podrían ser el punto de partida para otra película de Herzog: el antropólogo que fue malabarista, el que recrea vestimenta e instrumentos musicales prehistóricos, el experto en perfumes que trata de descifrar el aroma de la cueva… Todos están tan poseídos por su tarea científica como lo estaba Fitzcarraldo por la idea de arrastrar un barco cuesta arriba a través de una montaña. Hay un vínculo indisoluble entre el cine de Herzog y las fuerzas naturales (el hombre, entre ellas). Quizás todo lo que nos cuenten sus películas sea el devenir de un paisaje interior: el hombre poseído por el mundo, el mundo como expresión del hombre; y siempre, al final, la naturaleza como un ente inconmensurable y superior a toda estrategia humana de conquista y conceptualización. Entre las pinturas rupestres y nosotros hay un abismo de tiempo infranqueable, que las hace inaccesibles a un nivel esencial. A esa distancia se suman las otras, las que impone la ciencia: para conservar la cueva hay que prohibir su acceso. Podemos proyectar sobre esas pinturas sólo lo que sabemos; la película nos las muestra bellísimas en su misterio, y delineadas por las múltiples miradas que intentan descifrarlas. Pero hay mucho que no sabemos, y que no se puede recuperar. Como dice Herzog sobre nuestros antepasados: “nosotros vivimos encerrados en la Historia, y ellos, no”. Frente a la infinita distancia que nos separa de las pinturas de la cueva de Chauvet, sólo quedan preguntas.
Publicada en la edición impresa de la revista.
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Ultimas imágenes de la (vieja) cinefilia La vida útil es un homenaje a una cinefilia en peligro de extinción, aquella nacida y criada en las cinematecas y los cineclubes, entre butacas estrechas y copias en 35mm provenientes de países lejanos. Pero, al contrario de lo que se podría suponer, este segundo film de Federico Veiroj no es una elegía frente a la (supuesta) muerte del cine, sino más bien una apuesta fuerte -también cinéfila, como no podía ser de otra manera- a favor de la potencia de la imagen y el sonido. Jorge (el crítico uruguayo Jorge Jellinek) trabaja en la Cinemateca Uruguaya, y quien haya frecuentado alguna vez esos mundos reconocerá el personaje como espejo, apenas deformante, de los sujetos que pueblan las sombras de los archivos y las cabinas de proyección. No sabemos mucho sobre su vida: apenas que tiene 45 años, que hace 25 que trabaja en la Cinemateca, que vive con sus padres, y que no sabe cómo acercarse a una mujer que frecuenta “sus” salas. Lo suficiente como para entender que para él no existe casi nada más allá de esos pasillos; de hecho, la primera parte de la película construye -más allá de la ternura que pueda despertar ese universo en los espectadores- un clima opresivo y claustrofóbico. El monótono equilibrio representado por pequeños rituales (probar una por una las butacas, grabar mensajes publicitarios que son más bien pedidos de auxilio) se rompe a partir de un punto de giro que se anuncia desde el comienzo: la Cinemateca, como dice algún personaje, “no es rentable”, y la falta de presupuesto, apoyo y espectadores deja a Jorge sin trabajo. Este hecho desestabilizador para el personaje también parte al medio la estructura y el tono de la película. El quiebre, subrayado por una potente secuencia musical hilvanada por Los caballos perdidos, de Leo Maslíah, obliga al personaje a un cambio radical que lo va acercando, de a poquito, a la vida. Y, junto con Jorge, la película encuentra en este segundo tramo su libertad y va dejando entrever, casi sin que lo notemos, la inmensa distancia que la separa del registro realista. La fotografía en contrastado blanco y negro es el primer elemento distanciador en evidenciarse, pero también en esa dirección funciona el uso de la música. Lo que en un comienzo aparenta ser un simple acompañamiento incidental va construyendo relaciones de contrapunto y complemento con las imágenes, disparando nuevos sentidos, abriendo el camino hacia la subjetividad del personaje. La obra del compositor uruguayo Eduardo Fabini resulta una elección justa, pero además -porque Jorge podrá salir del cine, pero el cine nunca podrá salir de su vida- el film está plagada de una infinidad de citas y referencias que son, más que simples guiños al espectador, la banda de sonido de una vida en la que Jorge asumirá, de a poco, su papel de protagonista. La vida útil es puro cine dentro del cine, pero literalmente: es un film que se ocupa de esa otra clase de amor cinéfilo que late bien lejos del brillo de las estrellas y de los festivales, en los recovecos de las cabinas y las salas. Un homenaje a un mundo en el que las discusiones no pasan sólo por lo que ocurre en pantalla sino por los proyectores, y en el que una platea con cinco espectadores puede valer tanto o más que una llena. Pero, como decíamos en un comienzo, en este homenaje no hay nada de elegía. La vida útil es, por el contrario, una apuesta a favor de la libertad. Y en cuanto a nuestro querido Jorge, el derrumbe de ese mundo mágico que bien podría ser una cárcel le obligará a salir del encierro para descubrir que, sí, ¡hay vida más allá del cine! O, más bien, que una película también puede ser ni más ni menos que la mejor excusa para conquistar a una chica.