Tontas canciones de amor
Canciones de amor luce ante todo como un gesto de astucia, un esmerado truco de esgrimista bajo cuya violenta elegancia no alcanza a disimularse del todo, como esos formidables haces de luz que en verano insisten en anunciarse detrás de la persiana americana, su carácter eminentemente estratégico. El estatuto de anacronismo viviente de la película de Honoré le provee una coartada irresistible de lectura al tiempo que contribuye a delimitar con alguna precisión los contornos de su ambición: hacer como que se empieza de nuevo, inventarse una frescura y un corazón flamantes, recién salidos de una cinefilia desbocada, pero con la conciencia a flor de piel de que esa empresa ya no es posible. El resultado se ve con un dejo de desconfianza al principio y después con una embriaguez resignada.
Los actores Louis Garrel y Clotilde Esme (importados directamente de Les amants reguliers, de Phillipe Garrel, padre del primero) forman una pareja cinematográfica que es heredera directa de la Nouvelle Vague. El director hace cantar a los personajes un pop estandarizado que ya no puede remitir a los musicales venerables de la MGM sino que reenvía a los protagonistas a un universo cuya aparente irrealidad exhibe siempre un sedimento contemporáneo, como un recordatorio a la vez melancólico y ligero de la propia confección de la película, que traza un linaje que ya no puede ser del todo propio y al que se observa como a un pariente misterioso y poco sociable.
Los ecos más o menos recientes de Conozco la canción se hacen presentes también, como huellas de un procedimiento que coloca la película en un limbo de imágenes, una zona esencialmente ambigua donde la originalidad cede el paso al intento de restitución laboriosa de un mundo perdido: detrás del tono liviano y de la amabilidad constante de sus planos, Canciones de amor parece guardarse, como si fuera una pasión vergonzante, el regusto agridulce de un réquiem por un cine que no existe más.