Triángulo amoroso en una París amigable
Mezcla de comedia frívolamente juvenil y melodrama de lágrimas, el film de Honoré recupera la tradición de la nouvelle vague. Marcada por un clima de canciones pop, la película respira espíritu lúdico, ganas de jugar con el cine y el espectador.
El no sabe si la ama por su lindo par de nalgas, por miedo a la soledad, por azar, por pereza o por tratarse de “una mala costumbre”. Bien en la tradición de la nouvelle vague, Ismael manifiesta sus dudas en plena calle y de madrugada, mientras camina por una París eternamente amigable junto a su amada Julie. No lo piensa para adentro, sino en voz alta. Bien alta, afinando y acompañado por energéticos guitarra, bajo, piano y batería. Desde Una mujer es una mujer hasta Conozco la canción, Gotas de agua sobre rocas calientes, 8 mujeres y Corazones, pasando obviamente por Los paraguas de Cherburgo, la comedia dramática-musical es –por más que no se la haya reconocido debidamente como tal– todo un clásico del cine francés de la nouvelle vague & descendientes. Ejercicio de restauración nouvellevaguista, tras haber cerrado Cannes 2007 y el Bafici 2008, la entusiasta Les chansons d’amour se estrena, en Argentina, en medio del de-sierto cinematográfico de entrefiestas, con cuatro años de demora y en ese sistema poco amigo de definiciones visuales que es la proyección en DVD.
Ismael es Louis Garrel, icono de la nouvelle vague desde que protagonizó Los amantes regulares, bajo la dirección de su papá Philippe. De allí viene también Clotilde Hesmé, reina de la fotogenia que aquí no hace de Julie sino de Alice, tercera punta del triángulo amoroso que forma con los otros dos. Julie es la rubia Ludivine Sagnier (Gotas de agua..., La piscina) y Chiara Mastroianni hace de su hermana, tal vez como cita indirecta al superclásico de Jacques Démy, por vía materna (Mastroianni es, como se sabe, hija de Catherine Deneuve). Como el Jean-Pierre Léaud de los comienzos, Louis Garrel pasa de la alelada circunspección a la mímica exagerada. Como en Una mujer es una mujer y tantos otros Godard, siempre hay un libro a mano para taparse la cara y asomar los ojos. Toda pared sirve para colgar la tapa de un disco o el afiche de alguna película, aunque ninguno de ambos tenga nada que ver con la película en la que están colgados. En este caso, News of the World, de Queen, y Nobody Knows, de Hirokazu Kore-eda. Para seguir con Godard, la secuencia de títulos es un desfile de puros apellidos, en un tipo de letra bien grande: Branco (por Paolo Branco, el legendario productor portugués que supo estar detrás de tantos Oliveira, Ruiz & Cía.), Honoré (Christophe, director de la película), Garrel, Sagnier, etcétera. En las dudas cantadas de Ismael resuena el que peut je faire, je ne sais pas quoi faire de Anna Karina en Pierrot le fou, y así siguiendo.
Respetando también la tradición que se honra, Canciones de amor mezcla la comedia frívolamente juvenil con el melodrama de lágrimas (recordar Los paraguas de Cherburgo, Lola, Vivir su vida), a partir del momento en que algo trágico sucede, sin el menor preaviso. Escritas y compuestas por Alex Beaupain, las canciones son tan pop a la hora de expresar alegría, vacilación, ensimismamiento o la más desoladora tristeza. No se sabe bien si es así o se trata de pura predisposición personal, pero a este cronista se le hacen mejores las de la última variante. No por nada Beaupain quiere decir “bello dolor”. Bello dolor expresan los ojos tristes de Chiara Mastroianni, que desde un secundario logra generar en el espectador emociones primarias. Producto, seguramente, de esa suerte de condena a la soledad que su Jeanne parece arrastrar. El otro secundario que logra saltar a primera fila es Grégoire Leprince-Ringuet, adolescente que a fuerza de obstinación amorosa logrará sacar al protagonista de su heterosexualidad y su duelo.
¿Es Canciones de amor lo que suele llamarse “un mero ejercicio”? Ejercicio sí, posiblemente. Pero no tan mero, en tanto logra recuperar –no sin algún esfuerzo o sobreactuación, que en algún momento la hacen más parecida a El exilio de Gardel que a Rozier o Rohmer– aquello que la nouvelle vague tuvo en sus comienzos, y después nunca más (hasta llegar al último Resnais, al menos): espíritu lúdico, ganas de jugar con el cine y el espectador, energía que da la juventud. Juventud que no es de edad: monsieur Honoré, que es del ’70, tenía 37 cuando la filmó. Ni hablar de la edad de Rohmer a la altura de Cuentos de otoño o la de Resnais ayer mismo, cuando abordó esa insolencia de Las hierbas salvajes.