Década de los ’90: se instaura un nuevo orden mundial y Cuba sufre un bloqueo que la priva de combustibles y electricidad. Las cosas allí cambiaron para peor. Ese es el contexto que el director colombiano utiliza en Candelaria para contar una peculiar historia de amor donde la tercera edad, sus deseos y sus incertidumbres frente a lo que se viene, son protagonistas.
El ambiente sesgado de esperanzas se ve reflejado en el devenir diario de los sexagenarios Candelaria (Verónica Lynn) y Víctor Hugo (Alden Knight). Ambos combaten la crisis con idénticas muestras de hidalguía y resignación. Ella trabaja como parte del plantel de limpieza de un hotel y canta por las noches en un bar, alistada con brillantes vestidos que alquila a compañeras abusivas. Él recorre las calles en su bicicleta, afectado por una tos seca que lo dobla, lo vuelve vulnerable, busca changas, trabaja en una fábrica donde apenas gana para llevar la comida a la mesa, revende tabaco que roba a sus superiores.
Hay en ellos un desgaste evidente, la ausencia de un horizonte positivo hace que el camino que recorren por la última etapa de la vida se vea colmado de una rutina cruel que los declara apenas sobrevivientes, que les arrebata posibilidades de soñar, de entenderse en ese mundo hostil y esa realidad violenta. Noches sin luz, sin gas, comiendo sobras, suspirando en las penumbras, olvidadas sus fuerzas de antaño mientras la triste madrugada se sucede día tras día, sin mayor encanto, entre calles donde la miseria se cobra juventudes desesperadas.
Candelaria y Víctor Hugo están solos, aunque la mujer cría unos pollos a los que trata como a sus hijos, dejando en evidencia un instinto maternal que la sobrevuela, como sobrevuela a Víctor Hugo un ostracismo que se nos muestra como producto de su culpa y su furia. Mal que le pese, no puede darle a Candelaria una vida mejor. Juegos de mesa que se repiten, goteras que se duplican, la conversación vuelta gruñidos, las pupilas que se escapan para no asumir que algunas cosas no salieron como esperábamos.
Todo cambia cuando por accidente Candelaria logra hacerse con una cámara Hi8. La primera opción es la más tentadora: venderla, hacerla dinero, sacarle provecho al suceso. Sin embargo, Víctor Hugo, al revisar las imágenes que hay en el cassette de la cámara, se encuentra de golpe con su vida puesta en perspectiva. El rectángulo que auspicia de mágica ventana le recuerda el candor de años donde las posibilidades eran infinitas, donde la vitalidad aún se alojaba en el espíritu. Rápido se convierte en director amateur y empieza a grabar a su mujer, concentrándose en detalles que había perdido la capacidad de ver. De pronto renace en él el ojo curioso, el ojo vivo, el germen para abrazar la pasión.
Poco a poco, Víctor Hugo y Candelaria surcarán la travesía de reencontrarse en el tiempo, de desmarañar las telarañas de todo un contexto que los reclama como mártires y víctimas. Cuando un extraño personaje, un extranjero de alta posición, les proponga un peculiar negocio luego de ver sus cintas, el drama adquirirá matices morales y ahondará en su punto más humano.
El extranjero es claro: si Candelaria y Víctor Hugo graban un video pornográfico puede darles una suma de dinero más que interesante. Es un mercado que crece, hay muchos fetichistas entre los que visitan la isla, hay público para todo. Sus justificaciones para proponer el trato se reducen a tomar por mercancía esos cuerpos, a tomar la necesidad para el goce propio. La clase baja, la humildad como ejercicio de safari para el inescrupuloso poder que analiza víctimas con desvergonzada lejanía y ausencia de empatía. Lo que en una cámara se imprime puede darle luz a una vida monótona o bien puede convertirse en un producto, en un mero motín, en materia oscura.
Hinostroza expone una época histórica, un momento en una vida, es claro en sus intenciones de realizar metáforas cruzadas entre una y otra, sin generar abruptos sobresaltos ni deteniéndose en tendenciosas reflexiones: su punto fuerte es la poesía simple con la que retrata la sexualidad y la vida de los cuerpos ya débiles, la irreverencia de los ideales, la resistencia como postura, como clave para que nuestros huesos y nuestras flácidas carnes no sigan alimentando a los que ya están llenos pero siempre van a querer más.
Lynn y Knight ejecutan una interpretación sólida, ajustados a personajes que por momentos coquetean con volverse una caricatura de sí mismos pero que logran salir airosos la mayor parte del tiempo gracias a un ejercicio que apuesta a las miradas y los silencios, cargando de calurosa verosimilitud la lúdica camaradería de dos que aprendieron a desnudarse frente al otro.