Eduardo Elechiguerra Rodríguez (A Sala Llena):
La película trata sobre la crisis alimentaria en Venezuela puesta en perspectiva con los modos de alimentación en Argentina. Ya una primera selección de encuestados delata que la muestra venezolana tiende a la infancia, pero la muestra argentina tiende más hacia los adultos mayores de cincuenta años. Este primer desbalance, si no nos sugiere que el país natal de la directora y guionista es visto por la obra como un país infantil, sí evidencia una falta de rigor investigativo que se agravará después. Tal falta no es porque oponga muestras etarias, sino porque la pregunta por los desayunos de los niños venezolanos no menciona siquiera aquel dicho que se solía repetir no pocas veces: “desayuna como un rey, almuerza como un príncipe y cena como un mendigo”. La mendicidad aprovechada así en la obra habría permitido un alcance inimaginable a la situación actual de gran parte de los ciudadanos del país caribeño. Además no olvidemos un posible contraste gustoso con respecto a las rutinas alimentarias de los argentinos sin necesidad de cuestionar a unos y otros. Hay, por lo menos, atisbos de humor en lo que confiesan haber consumido algunos comensales del país albiceleste.
Por otra parte, las entrevistadas centrales contrastan por cómo son grabadas sus contexturas y, lo verdaderamente grave, su sedentarismo. Una sonriente candidata a Miss Venezuela habla en plano medio con la montaña El Ávila de fondo, uno de los hitos de belleza geográfica de la ciudad capital*. Esta obviedad disiente con descaro cuando Szeplaki graba a las entrevistadas de contextura gruesa, también con planos medios, ante edificios o en máquinas de ejercicio que no utilizan en escena. Queda evidenciado también que las segundas no tienen tanta fuerza de voluntad como la primera cuando no se muestra un cierre certero de su progreso de aceptación, sino apenas un asomo. Como si una dieta fuese una ilusión y no un estilo de vida en su sentido etimológico. La realizadora además cae al final en el egotismo de mostrarse a sí misma en un progreso efectivo porque -confiesa con una voz en off- ahora se siente mejor con respecto a su cuerpo. Además, cuando Alejandra aparece en escena está sola y no en un acto grupal, que es como tendría que ser la alimentación según las expertas consultadas en la obra. Así, las contradicciones dinamitan el documental en su nivel inconsciente.
La falta de rigor también está dada por el lado de la incoherencia en la cronología, aunque la narradora promete al comienzo que los resultados en la película son “cronológicos”. Salta de forma incongruente en la presentación de contrastes entre las grabaciones en Venezuela y en Argentina, y peor, en la selección inicial de los triunfos en los Miss Universo y Miss Mundo de distintas misses venezolanas a lo largo de la historia. Los saltos de ediciones parecerían un desliz menor, pero evidencian que Szeplaki está omitiendo un detalle mucho más profundo: el vínculo entre belleza y política. Las evidencias de la relación del Miss Venezuela con políticos chavistas y maduristas han siendo investigadas recientemente**. ¿Por qué, entonces, Alejandra desaprovecha la oportunidad de siquiera mencionar la paradoja de la nación con más misses (fuera de Estados Unidos) que no ha podido salir de una crisis fundada por mandatarios fisonómicamente feos y obesos?
Apenas bordear el gobierno de Nicolás Maduro es, a todas luces, sospechoso en un documental sobre la mala alimentación donde se reconoce la profunda crisis actual de uno de los países investigados. La película está enfocada en atacar las industrias de alimentos y colateralmente las farmacéuticas, como hicieron en su momento con torpeza Michael Moore con las armas y Morgan Spurlock con McDonald’s. Pero aquí la ideología está escurriendo tropiezos verdaderamente irresponsables. No olvidemos que el mismo Hugo Chávez fue engordando considerablemente en sus mandatos y esto Szeplaki ni lo menciona; por no hablar de las medidas económicas tomadas en sus períodos que exacerbaron los alcances alimentarios del Estado con expropiaciones. Que además la película silencie la gordura masculina en el poder pero acentúe la atención en la gordura femenina de las ‘ciudadanas de a pie’ podría estar insinuando que el problema de la obesidad es femenino e irregular. Nada más impreciso que esto.
Al final, no es ni la paradoja (un titular sobre guisos en la situación alimentaria venezolana contrasta con un chef diciendo que la gastronomía venezolana se basa en guisos***) ni la contradicción lo que sabotea la obra. Es la falta de ambigüedad en una realizadora con tres años de emigrada y varias ciudades a cuestas para alcanzar el nivel irónico de plantear un documental titulado Candy Bar. Aquí lo más edulcorado es su propia visión y no las golosinas que tanto vilipendia como si los espectadores fuésemos niños a los que hay que reprender. Incluso si lo fuésemos, la presencia tan marcada de planos fijos y entrevistadas en reposo se contradice con el sedentarismo de la población actual cuestionado varias veces por las especialistas consultadas.
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