"Candyman": alegorías que matan
La nueva "Candyman" deja la sensación de que podría haber sido mucho mejor, más abierta e inquietante, si no hubiera estado dispuesta a dejarse deglutir por su alegoría.
Hay una escena en esta nueva versión de Candyman que define a la perfección su espíritu. En ella se ve a una crítica de arte recorriendo una muestra que, ante un cuadro y frente al artista que expone, afirma que expresa ideas bastante trilladas sobre los procesos de gentrificación que vienen desarrollándose hace unos cuantos años en el barrio Cabrini Green. Las ideas trilladas sobre la situación sociopolítica estadounidense son moneda corriente en esta remake del film de 1992, dirigida en esta ocasión por Nia DaCosta y con guion de Jordan Peele, que desde aquella alegoría esclavista revestida de película de terror que fue ¡Huye! se ha ganado el mote de "artista comprometido con su tiempo". Y comprometerse con su tiempo en el Hollywood contemporáneo significa, básicamente, denunciar que todos los males de los afroamericanos son consecuencia pura y exclusiva de la hegemonía blanca, reduciendo los matices de doscientos años y pico de historia a una visión maniquea, tan oportunista que duele. Porque la nueva Candyman deja la sensación de que podría haber sido mucho mejor, más abierta e inquietante, si no hubiera estado dispuesta a dejarse deglutir por su alegoría.
La acción transcurre en el mismo barrio donde comenzó la leyenda del hombre que ofrecía caramelos a los niños y cuyo origen se remonta –al igual que en la original– a la brutal tortura sufrida por un hombre en 1890. Pero el barrio es distinto: aquella clase baja de antaño fue desplazada por nuevos emprendimientos inmobiliarios que encarecieron la zona, obligándola a emigrar hacia zonas más baratas para dejarle lugar a nuevos vecinos con billeteras más abultadas. Entre ellos están Brianna Cartwright (Teyonah Parris) y su pareja artista Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II), que como todos los recién llegados desconoce la mitología vecinal. Hasta que el hermano de ella les cuenta que, según la leyenda, diciendo “Candyman” cinco veces frente a un espejo aparece el hombre con gancho en lugar de mano para despachurrar a quienes se le pongan delante. Y los que se lo ponen delante son ricos. Es cierto que ese el desplazamiento de las clases bajas sobrevolaba la Candyman original, pero aquí se erige como el eslabón más importante de toda la cadena que configura una película.
Sorprendido por la leyenda, Anthony decide realizar una obra, llamada “Di mi nombre”, que escenifica a aquella criatura. Lo hace sin saber que traerá de vuelta los horrores del pasado, desatando la inevitable carnicería. Candyman funciona mejor cuando, durante breves lapsos, olvida el peso de lo alegórico de lo que está narrando. A diferencia de la mayoría de las películas de terror contemporáneas, DaCosta elude los sustos fáciles, los hectolitros de sangre gratuitos y los golpes de efecto sonoro para, a cambio, entregar varias escenas donde lo inquietante y lo terrorífico proviene del uso del fuera de campo. Pero siempre vuelve a la misma idea revanchista, llegando al extremo incluir a algunos personajes que celebran los asesinatos, en tanto para ellos significa una forma de recuperar lo suyo. Lo reaccionario, parece, no es potestad exclusiva de los blancos.