Candyman a través del espejo
Un personaje “disfraza” a otro de Candyman y, mientras lo hace, explica que, si bien la suya es una reinterpretación del asesino del tapado y garfio, es necesario que algunos de esos elementos que formaron parte de su caracterización original, devenida icónica, persistan para otorgarle una cierta consistencia, validez, a este nuevo acercamiento.
Ese diálogo tal vez demasiado explícito constituye un buen punto de partida para leer esta secuela/reboot de Nia DaCosta que, a la manera de Halloween (2018), se presenta como una continuación directa del clásico que la originó, pero acaba siendo más bien una actualización de aquél y un borrón y cuenta nueva para la saga que propició. Otra pista posible para entender las intenciones de la película reside en los minutos iniciales, particularmente en su secuencia de títulos: mientras que los de Candyman (1992) se desarrollaban sobre un plano cenital de la ciudad de Chicago, los de Candyman (2021) lo hacen, por el contrario, sobre varios planos contrapicados —e invertidos— de las cimas de esos mismos edificios.
En efecto, la nueva Candyman busca ser el reverso perfecto de su antecesora y, al mismo tiempo, una reapropiación de ella “para las nuevas generaciones” (ay, esa frase vacía usada para encubrir los fines netamente económicos detrás de la resurrección de viejas y conocidas propiedades intelectuales). Irónicamente, siendo una película plagada de dobles y dualidades, la última producción de Jordan Peele acaba siendo perjudicada por su propia e inherente dualidad, por esa ambivalencia constante que, por un lado, la hace apelar al legado del slasher de Bernard Rose, abrazarlo y homenajearlo, y que, por el otro, la lleva a tirarlo por la borda y reescribirlo en pos de aquello que verdaderamente la motiva: vociferar lo que ya se había dicho, pero con el subrayado y la urgencia que demandan los tiempos que corren.
En consecuencia, tal como las hormigas negras devoran el cadáver de una abeja (insecto inmediatamente asociado al personaje del título), la película de DaCosta hace suyo al villano encarnado por Tony Todd, lo separa de su mito originario y lo vuelve una máscara atemporal, una figura anónima y simbólica (“Candyman ain’t a he. Candyman is the whole damn hive”), una suerte de protector al que la comunidad negra debe acudir, invocar, para lidiar con la injusticia social y escudarse contra la violencia institucional. Lejos ya quedaron los días del asesino sobrenatural que vanidosa y aterradoramente volvía para recuperar aquello que una mujer blanca, nada menos, le había quitado al desmitificar su leyenda. Entonces, ¿cuál es la amenaza que ahora motiva su regreso? El riesgo del olvido colectivo, la impotencia ante los atropellos que dicha comunidad históricamente sufrió y la voluntad de evitar que, como la historia de Candyman, se sigan repitiendo una y otra y otra vez.
De este modo, lo que empezó como una película de terror que, con audacia, buscaba allanar su propio camino y que, simultáneamente y con respeto, seguía los pasos de su progenitora, paulatinamente comienza a separarse de aquella y a descuidar el pulso que el género requiere (la proliferación de líneas narrativas en el segundo acto afecta sobremanera a su fluidez). Eventualmente, Candyman (2021) acaba desnudándose por completo y develándonos su torso sangriento, su verdadero ser: un film de denuncia que busca ser celebrado con igual o incluso mayor ahínco que Get Out, por los sectores más progres de la industria y gracias a “su mensaje” de trazos gruesos y sobreexplicada conclusión. De hecho, si bien ésta prueba ser más que correcta para el camino que la película eligió tomar, ello no quita que también resulte un tanto superficial, bastante arbitraria (la pérdida del punto de vista del protagonista durante casi todo el tercer acto probablemente sea la principal causa) y hasta incongruente, teniendo en cuenta el lugar desde donde partió.
En cualquier caso, si el visionado de Candyman (2021) resulta una experiencia dentro de todo gratificante, ello se debe —entre otras cosas— a su directora, quien no sólo demuestra saber dirigir a sus actores (aplausos para Vanessa Williams, quien, como Candyman, también debe ser inmortal, dado que en 30 años no parece haber envejecido un día), sino que también ostenta la suficiente confianza detrás de cámara como para emprender una serie de logradas escenas de suspenso con múltiples juegos de espejos y reflejos, sin caer en el agotamiento del recurso. En este sentido, cabe destacar también la vital contribución del compositor Robert A. A. Lowe, quien logra una hazaña verdaderamente notable: que no extrañemos —mucho— la melancólica y memorable banda sonora de Phillip Glass.
Lo que sí se extraña es algo que brilla por su ausencia en Candyman (2021), pero que sí estaba presente en el cortometraje homónimo que Nia DaCosta dirigió y lanzó hace poco más de un año, a modo de teaser, y que puede verse casi completo en los créditos finales del film. Su inclusión resulta sumamente curiosa ya que, puestos uno al lado del otro, en su inevitable comparación, en ese involuntario reflejo, el corto acaba poniendo en evidencia al largo, demostrando que la misma historia que éste contó podía ser narrada con gracia, sin declamaciones forzadas y confiando en la elocuencia de sus imágenes.