Si hubo un personaje que al menos a quien les habla, le daba bastante miedo de chico, era Candyman. Los films del señor este que utilizaba los espejos para hacerse presente, así como la patente tentación que un chico podía tener en decir su nombre cinco veces para corroborar el mito; era un cóctel que ningún niño podía olvidar. Por eso fue una pena que la saga del Caramelero fuera quedando en el olvido con el paso de los años. Hasta su nueva secuela.
La historia nos sitúa bastante tiempo después de los acontecimientos vistos en la primera película. Conocemos la vida de Anthony, un pintor de Nueva York, que, buscando inspiración para su trabajo, da de frente con la historia de Candyman. A medida que se obsesiona con la leyenda urbana, su vida y la de todas las personas que lo rodean, empiezan a entrar en un círculo de locura.
Al igual que la última iteración de Halloween, esta nueva Candyman, ignora todas las secuelas y solo toma en cuenta la primera parte, estableciendo un nuevo canon en la línea temporal. Pero quizás lo que más llamaba la atención, es que el film es producido y co escrito por Jordan Pelee, con todo lo que eso conlleva.
Esto lo decimos porque todas las películas donde Pelee está involucrado (ya sea como director, guionista, o productor que mete bastante mano) adolecen de lo mismo. Proyectos que a nivel cinematográfico distan bastante de ser malos, pero donde el mensaje y la bajada de línea se termina volviendo tan obvia, que, a la larga, parece que la película era una excusa para darnos un sermón, en lugar de una obra artística.
En el caso de Candyman, esto sucede gracias a que se meten con el lore del personaje que ya todos conocemos. Si, es bueno que intenten ampliar la mitología, pero al final se termina volviendo tan burdo, que nos olvidamos las cosas buenas que si tiene la película.
Una de ellas es la dirección de Nia DaCosta. La debutante directora (en la gran pantalla), tiene un estilo muy particular a la hora de contarnos la leyenda del Caramelero. Y no lo decimos por el buen uso que hace de los espejos, o el no mostrar demasiado, prefiriendo en su lugar, insinuar. Sino que casi todos los flashbacks que nos van poniendo, están hechos como si fueran marionetas de papel, dándole una distinción especial, al típico salto en el tiempo genérico que puebla en las cintas de terror.
En cuanto a la parte actoral, todos cumplen. Sabemos que Yahya Abdul-Mateen ll es alguien que divide bastante las aguas (más después de dar vergüenza ajena en la serie de Watchmen), pero acá el actor no lo hace nada mal, y es bastante creíble su descenso hacia la locura.
En conclusión, Candyman es una decente película de terror. Si no fuera porque a Jordan Pelee le gana su afán de dar discursos obvios en lugar de hacerlo de forma sutil, priorizando la propia película; quizás hubiéramos estado ante una de las mejores cintas de horror del año. Pero por desgracia, no fue el caso.