Hay muchas formas de destruir el cine. Candyman (2021) ha elegido la que está de moda: Bajar línea y construir alegorías políticas subrayadas dentro del género de terror. Esta secuela del film de 1992 dirigido por Bernard Rose arranca de cuajo cualquier posible disfrute cinematográfico y lo sepulta sobre una enorme pila de abono bien pensante. Si alguien se olvida de esto y por un momento logra disfrutar, aparece un cartel al final de los títulos que nos invita a saber más y a comprometernos con la causa. ¿Qué causa? No la del cine.
Jordan Peele, productor de la película, había encontrado una forma original de hacer terror político con su película Get Out (2017). Su film cayó en el momento adecuado y se convirtió en uno de los cineastas productores y guionistas más sobrevalorados de la actualidad. En cuatro años amenaza en convertirse en uno de los más insufribles. Al menos acá tiene la astucia de no dirigir, y dejar todo en manos de la directora Nia DaCosta. Una mujer negra haciendo un film con bajada de línea, nadie puede reclamarle nada sin arriesgarse a ser considerado un enemigo del pueblo.
El protagonista de esta secuela es un artista visual llamado Anthony (Yahya Abdul-Mateen) quien con su novia Brianna (Teyonah Parris), se mudan a un apartamento de lujo en un barrio nuevo construido donde antes había un barrio marginal y donde habían ocurrido los hechos del film anterior. La directora consigue por momentos construir grandes momentos de suspenso y resolver con inteligencia varias escenas, esquivando lugares comunes e incluso sorprendiendo con su estilo.
Pero desde el comienzo se adivina que están tratando de decirnos algo muy importante, así que el famoso personaje que da título al film tiene un significado muy importante, algo muy serio para decirnos sobre el racismo y la violencia policial. Todos temas que pueden ser tratados en cualquier film, incluso uno de terror, pero aquí lo hacen de forma torpe, contra el propio ritmo del film y su poderoso estilo visual. La bajada de línea se come a la película y la arruina. Por supuesto los personajes blancos se reducen al mínimo y solo están allí para generar daño. Hay un blanco bueno, como para evitar ser acusados de racistas. Nadie los acusaría de eso, solo se les puede reclamar su falta de fe en el lenguaje visual para contar historias.