Los créditos iniciales y la primera escena de Caperucita roja (2019) plantean dentro y fuera del plano simultaneidades temáticas y estéticas. Mientras aparecen los logos del INCAA y de la productora Antes Muerto Cine, oímos una voz pueril en son de juego. Al fondo se oyen varias mujeres hablando.
Su madre la quería con locura, y su abuela aún la quería más. “Caperucita roja”, Charles Perrault
Segundos luego vemos a la niña sentada en el piso mientras todavía se oyen las voces fuera de escena hablando de algo roto. Ella peina su caballo de juguete y la cámara la contempla a media altura. Esta perspectiva y las diagonales en el plano formadas por el espejo y el armario de la casa advierten que la obra será no un cuento inocente sino más bien una reflexión sobre la infancia y la juventud desde las épocas vitales posteriores.
Por esto surge una tierna y pícara complicidad cuando vemos de dónde provienen las voces de esa primera escena. Los distintos tonos de voz integran a un grupo familiar reunido en torno a la memoriosa abuela que recita, entre olvidos y aciertos, “Barba Azul” y “Blanca Nieves”. Sus hijas y nietas leen en voz alta los ajados y remendados ejemplares. Entre ellas se cuenta Tatiana Mazú, la directora.
En ese plano secuencia de casi cinco minutos también habrá voces por fuera de la imagen. Esta y otra escena al final serán las únicas con una duración tan prolongada. Así brindan pistas para prepararnos a una obra plena de detalles en general.
Además acá todas las versiones están reflejadas a nivel técnico. Para esto la cámara de Joaquín Maito, con quien ya ha trabajado Mazú antes, hace movimientos puntuales y, en algún instante de los casi cinco minutos, incluye los rostros de las cinco mujeres en escena. Esto nos indica que cada voz tendrá su valor momentáneo, si bien el centro de todo el documental será Juliana, la abuela, sentada aquí en una esquina.
Tatiana la aprovecha en sintonía con las figuras ambivalentes que fueron Caperucita y el lobo en las versiones clásicas de Perrault y los hermanos Grimm. Sus recuerdos narran una infancia apenas rearticulada en esta obra por lugares y objetos en escena mientras su voz cuenta y susurra los excesos familiares del entorno.
La emigración, su trabajo como costurera y finalmente la relación con su nieta presentan posturas contrastantes. Porque la abuela también fue y es lobo, y hay un plano general donde visualmente ella lo parece mientras camina colina abajo.
La escena a semioscuras casi al final se puede hilar con aquel plano secuencia. En la penumbra de un apagón, la abuela y Tatiana conversan sobre las costumbres actuales y tocan el tema del aborto. Así como la escena está cortada en varios planos y ya no comprende un solo corte como la primera, el tema llenará de silencios su conversación y el encuadre de sus cuerpos se cerrará cada vez más.
El casco vestido por la también artista visual brinda la iluminación y también nos indica múltiples sentidos. Tatiana ilumina por cuestiones prácticas para distinguir el espacio y a la vez ahonda con preguntas y anécdotas en una incomodidad crucial con respecto a su abuela.
El problema vendrá luego, cuando la realizadora quiera forcejear sus inquietudes políticas y partidistas en un relato que prometía ser sobre la memoria y la dificultad de las versiones.
Que la realizadora opte por incluir sus posturas puede ser una válida y valiosa reacción frente a aquella incomodidad de su abuela. Pero este radicalismo quiebra la agudeza de aquella primera secuencia y la fiereza cómplice en la complejidad de los vínculos.
“Había una vez una adorable niña que era querida por todo aquél que la conociera, pero sobre todo por su abuelita, y no quedaba nada que no le hubiera dado a la abuelita” (“Caperucita roja”, Wilhelm y Jacob Grimm)
Así, las cabezas cortadas por el encuadre, los tonos rojizos, las narraciones, los videos caseros, los susurros, los cantos y cuadernos nos preparan emocionalmente con el montaje de Josefina Llobet.
Las sobreimpresiones posteriores constatarán de a poco que en cada perspectiva del relato está lo intuido y no dicho. Pero el final casi sabotea el íntimo activismo femenino de la obra cuando Tatiana viste una caperuza roja frente a un exangüe lobo partidista como el macrismo.