Yo, maniqueo.
Me gustan las películas maniqueas, esas en donde hay una línea divisoria entre buenos y malos tan clara y grosera que hasta un nene de un año y medio puede ubicar a los personajes de un lado o del otro. Me gusta porque muchas veces siento que ese maniqueísmo es uno de los últimos refugios de un tipo de narración anacrónica que sobrevive en lugares de la cultura muy específicos como el cine de género. Hay una especie de impostación de época que tiene que ver con contar historias cuyo color característico es el gris, la zona intermedia, ambigua, donde los atributos se deshacen y ya no es tan fácil colocar a los personajes de un bando o del otro, simplemente porque no hay una frontera bien delimitada entre ambos. Es, en gran medida, el signo del realismo actual: lo realista se construye sobre la creencia de que no hay nada impoluto y de que la corrupción carcome a toda la sociedad, haciendo imposible la existencia de héroes o villanos plenos. Mejor, en vez de hacerlo sobre una creencia, este realismo se erige en torno a una desconfianza crónica, un cinismo cómodo que mira el mundo de reojo pretendiendo descubrir lo que ya sabía de antemano: los héroes no existen y, si los hay, son falibles, gente común, como todos, con vicios y defectos. Entonces, se acusa de maniqueo el cine que todavía aspira a contemplar un universo con polos bien definidos, se lo denuncia como falso desde el paradigma de la época que es lo incierto, lo anfibio, lo sospechoso. Por suerte, una de las cosas valiosas que permite la posmodernidad es el retorno a esos relatos maniqueos por vía del revival, de la apropiación de los códigos de la ficción de otro tiempo. Una película como Capitán América: el primer vengador solo es posible en ese contexto, e incluso así representa una excepción al género de superhéroes, ya se trate de transposiciones de cómics o de historias originales.
Joe Johnston sabe que su película es débil, que le faltan los condimentos que volvieron exitosos otros exponentes del género, como tener un reparto de lujo (Batman: el caballero de la noche), un gran pulso cómico (las dos Iron Man), un trasfondo metafísico y complejo (la primera Hulk), una serie de problemas comunes ligados a la adolescencia y la discriminación (X-Men) o un protagonista que despierte pasiones en el público (Spiderman, Superman). Entonces, el director se apoya en una moral que se pretende cristalina y terminante, a contramano del presente, que ve el mundo a través de los anteojos de lo bueno y lo malo, todo en blanco o en negro. La fortaleza de Capitán América es esa, el contar con un protagonista que es éticamente intachable, perfecto en su concepción y ejercicio de la justicia, que se enfrenta a un villano carismático pero también óptimo en toda su vileza, un canalla insuperable que, en el marco de la Segunda Guerra Mundial en el que transcurre la historia, se revela más temible que Hitler y el poderío nazi. Se está de un lado o del otro, no hay puntos intermedios ni zonas de contacto: que un científico que trabaja para el nazi megalómano Calavera Roja tenga dudas sobre los planes malévolos de su amo no representa una transferencia posible de un polo a otro, sino un respetar una convención del género como es la existencia de un malo cobarde que tiene miedo por su vida. Así, bien definidos los contrincantes, el guión los hace subir al ring para que se batan a duelo y pongan en tensión sus respectivos credos: la pelea final entre Steve Rogers y Calavera Roja es más la colisión de dos morales excluyentes que un combate cuerpo a cuerpo entre hombres (o lo que queda de ellos, porque los dos personajes están alterados genéticamente).
Fuera del encanto que tiene una historia como la del Capitán América de Johnston, la película se muestra frágil constantemente, incapaz de hacer nada que no sea volver una y otra vez sobre el carácter inocente y puro de su protagonista, ya sea en su deseo de ir a la guerra y salvar vidas o en su falta de experiencia con las mujeres. El guión insiste sobre lo mismo hasta despojar el relato de cualquier doblez que no tenga que ver con el altruismo de Rogers, el sacrificio del ejército estadounidense y la infamia sin límites de Calavera Roja. La película se vuelve rutinaria, mecánica, una mera puesta a prueba del umbral de padecimiento ético de Rogers y su poder de reacción. Incluso las escenas de acción, clave siempre incuestionable hasta de la película de superhéroes más críptica como Hulk de Ang Lee, acá se perciben prolijas pero faltas de nervio, de adrenalina: toda la potencia que el nuevo y mejorado Steve Rogers exhibe en los campos de batalla jamás llega a alcanzarnos, a hacernos sentir algo de ese frenesí de pelea y victoria que tiene el personaje.
Sabiendo desde el título que Capitán América es un capítulo previo a Los Vengadores, tuve la sensación de que lo de Johnston no era más que un preludio, un precalentamiento para el evento de magnitudes gigantescas anunciado por la próxima película que, como el comic, reúne a Steve Rogers con Iron Man, Thor, Hulk y otros héroes de Marvel comandados por Nick Fury. Capitán América me pareció apenas el recorrido más rápido y simple a través de un mapa conocido, cuya única misión era presentar más o menos nítidamente al protagonista y dejar el terreno preparado para su aparición en Los Vengadores. Más allá del placer que me genera estar frente a una historia tan deliciosamente maniquea, lo de Johnston es una película tibia y corta de ideas que tiene poco y nada para decir sobre sus personajes.