La maestría de Capitán América y el soldado del invierno consiste en la forma en que la película se concibe a sí misma como una tragedia discreta que, a diferencia de los Batman de Nolan o el Superman de Snyder, nunca se presenta como tal. No debe ser nada sencillo encarar un relato trágico y al mismo tiempo renunciar a sus signos más reconocibles, pero de alguna manera, los directores Anthony y Joe Russo lo consiguen y el resultado se percibe sobre todo al comienzo, en la escena en que Steve Rogers, un hombre fuera de su tiempo, criatura trágica por excelencia, recorre el museo dedicado a Capitán América, es decir a él mismo. El cuadro es conmovedor, tan patético como pocas películas de superhéroes (ese género desparejo, con pocas entradas recordables en su haber) pudieron llegar a imaginar: Rogers asiste al relato de su propia vida y busca algo de calma en la descripción de su infancia, su breve paso por el ejército como pésimo recluta, su adhesión al experimento que habrá de convertirlo en un super soldado, la pérdida de su amigo mejor Bucky. La escena dosifica la información necesaria para cualquier espectador que no haya visto la primera Capitán America, al tiempo que retrata al que quizás sea el más melancólico y desolado de los superhéroes: Steve Rogers no tiene nada, todos sus amigos y seres queridos murieron o agonizan; el gran héroe estadounidense solo encuentra consuelo recorriendo sus recuerdos amplificados por un gigantesco museo de alta tecnología, como si asistir una y otra vez a la dramatización de su propio pasado fuera el único vínculo posible que se puede entablar con un mundo desconocido.
Esa desajuste fundamental con su entorno pareciera ser la causa de que Steve Rogers adopte un estilo de vida casi monacal: no tiene citas, no se acuesta con mujeres, no sale a divertirse, no tiene amigos con los que compartir sus penas. Solo cuenta con su misión de superhéroe, una tarea noble pero que, como muestra la primera secuencia, tampoco parece representar un gran desafío: el Cap puede infiltrarse en un barco, acabar con sus rápida y sigilosamente enemigos y rescatar a los rehenes sin demasiados problemas. Por eso, si algo podía acrecentar el destino solitario de Rogers, su extranjeridad suprema, es que SHIELD, la organización no gubernamental capaz de darle un sentido a su existencia, esté cooptada por los mismos villanos de su era (los nazis de HYDRA) y que ahora sea perseguido por sus brazos y sus recursos inagotables. Este súper hombre, cuya única fortaleza es fruto de un experimento militar, fue arrancado de su pacífico sueño de hielo y devuelto a un mundo convulsionado por la guerra y los conflictos internacionales; ahora SHIELD, el único espacio que le resulta vagamente familiar, donde puede contar quizás dos o tres amigos, se transforma en su principal adversario y trata de darle caza como a un perro, como si fuera el pasado mismo el que se sale del cauce del tiempo para atormentarlo. La paranoia que corroe el universo de la película es menos un comentario político que el síntoma más palpable de la precariedad emocional del protagonista. No hubo ni habrá un superhéroe tan desamparado como Steve Rogers.
La película sabe aprovechar la acción: el montaje es vertiginoso pero deja entender lo que pasa, y en los mejores momentos de los combates y las persecuciones los directores dejan de lado la música y se sirven al máximo del sonido, como en el primer encuentro con el soldado del invierno, una máquina de matar a la que nuestro héroe intenta en vano hacer entrar en razón. Los personajes secundarios que tironean en varias direcciones distintas al Capitán está bien delineados y nunca pierden interés, en especial Black Widow y Nick Fury, verdaderos pilares del relato. La historia trata de darle un poco de espacio al soldado del invierno pero el personaje no cobra el peso dramático esperado: lo suyo parece más una línea narrativa agregada a la fuerza que nunca termina de tomar forma. El final incluye un plan para exterminar a veinte millones de personas que un algoritmo informático desarrollado por HYDRA señala como posibles escollos a futuro para la conquista mundial; la premisa es lo suficientemente ridícula como para que algunos temas de moda (como la vigilancia y la recabación de datos) nunca lleguen a conformar una denuncia sobre los peligros de la sociedad globalizada. Frente a a la amenaza del exterminio, Steve Rogers (con apenas un puñado de aliados) lucha para corregir el presente tanto como para enmendar un oscuro episodio de su pasado que los personajes le recriminan en más de una ocasión; si alguna carga le faltaba al héroe más trágico de todos, eso era una mancha en su conciencia que no se lava ni con el mayor de los sacrificios.