A Capitán Phillips se la juzga con el mismo criterio pero desde lugares opuestos: a la crítica a su excesivo realismo se le opone la de no ser fidedigna respecto de los hechos y, sobre todo, en relación a la construcción de personajes. Esto último es lo que sostienen los marineros que protagonizaron los sucesos verídicos sobre los que está basado el film, y que ven al heroísmo con que se retrata la figura del Capitán Phillips como una gran exageración. Lo cierto es que a la película de Paul Greengrass le preocupa mucho menos el realismo que lo humano dentro de los límites de su mundo; límites demarcados no tanto por la moral y la cultura como por el mar y sus (no) reglas. El gran cuidado de la continuidad de espacio y de tiempo no es, entonces, un fetiche realista sino la manera de llegar a ese núcleo de humanidad que, por cierto, poco tiene que ver con lo heroico.
El Capitán Richard Phillips (un Tom Hanks inmejorable) y su tripulación viajan a bordo del Maesrk Alabama, un barco carguero estadounidense que al bordear la costa somalí es secuestrado por piratas. Greengrass aprovecha la idea del secuestro para narrar no tanto la tensión como el tedio y la angustia, y encara el género con una especie de frescura que se sostiene sobre la laxitud corporal y moral a la que son sometidos sus protagonistas en el mar. Así es que la lenta saturación de los personajes coincide a su vez con la de los tiempos y espacios en pantalla (las escenas en el bote salvavidas que comparten el capitán y los piratas llegan a volverse tan sofocantes y tediosas como para ellos es estar allí). La ausencia de todo lo que pueda interrumpir la tensión que se gesta en sus personajes y el contexto y especialmente el control sobre la elipsis y de la omnipotencia del montaje son, entonces, la gran prioridad. Capitán Phillips escapa así de suscribir a un cine que arriba demasiado pronto a las soluciones, que une sus hilos argumentales sin pensar en sus personajes y, hablando de Hollywood, que también suele utilizar maniobras de montaje para disertar sobre lo efectivo de sus fuerzas. Por el contrario, incluso el proceso de rescate se vuelve aquí un proceso desesperantemente lento y burocrático.
Hacia el final, la película se topa con los límites: el Capitán Phillips pasa de la maniobra inteligente al shock, los piratas de la confianza a la violencia, y las fuerzas de rescate de la diplomacia a los disparos. Tras ese punto, Greengrass acierta en no perder a sus personajes entre las vueltas de la resolución sino que intenta retratarlos en lo inmediato. Así, y luego de un clímax sangriento, el director se detiene en el shock del capitán y las preguntas de rutina de la enfermera y de ese modo hace urgente la idea de contención, acaso el alma del final de un relato que esquiva por todos los medios la elipsis. Por eso es que no hay ceremonia, medalla de honor ni recibimiento del pueblo, lo cual podría haber sido ya que el verdadero Capitán Phillips recibió honores e incluso la llave de la ciudad de Nueva York (una vez más, la tesis del exacerbado heroísmo se cae). La verdadera resolución del film de Greengrass tiene en cambio la fuerza de no ser más que eso que sigue a todo fin de un secuestro y que es el sutil reencuentro con la confianza, el contacto y la falta de miedo, y acaso ese pequeño logro aún en medio del mar signifique ya el fin de una historia sobre lo humano.