La historia es real y seguramente el lector la recuerde: un barco de carga de tripulación estadounidense es abordado por piratas somalíes que mantienen a su capitán, Richard Phillips, como rehén hasta que una operación de rescate trágica acaba con el asunto. Transformar esto en una película es complejo y tiene dos riesgos: uno, transformar el asunto en una lección declamatoria respecto de las desigualdades del mundo; dos, centrarse exclusivamente en la actuación de la estrella del film (Tom Hanks, que está excelente pero eso ya casi no es novedad) y sentirse conmovidos exclusivamente por ella.
Por suerte, detrás de todo está Paul Greengrass, uno de los pocos realizadores capaces de combinar la política y el apunte social con el gran espectáculo. Para darse una idea, ver “La ciudad de las tormentas”, gran film sobre la mentira de las armas de destrucción masiva en Irak que no se estrenó casi en ningún lado, o “Vuelo 93”, la sanguínea historia del avión que no llegó al blanco el 11-S. Aquí, Greengrass despliega su talento para el lenguaje casi documental en las secuencias –no demasiadas– de acción y el realismo en la relación entre Phillips y el jefe de los piratas. De lo que se trata el film es de la desesperación: la del hambre que lleva al delito, la de la urgencia por salvar la vida, la de la necesidad de comprender al otro para no morir en una situación compleja y laberíntica. Una metáfora sobre el naufragio de un modelo de sociedad.