Las ya muy transitadas historias sobre empleadas domésticas que trabajan en el seno de familias de clase alta en distintas zonas de América Latina corren siempre el riesgo de caer en la obviedad y la manipulación. Y justamente por eso, porque aborda ese tipo de relaciones y conflictos con mucha ductilidad y sensibilidad, encontrando nuevas formas y sentidos, es que Carajita resulta una película muy valiosa.
Yarisa (Magnolia Núñez) es la “nana” de Sara (Cecile Van Welie) desde que una era una veinteañera y la otra tenía apenas cuatro años. Hoy Yari tiene 36 y Sara es una adolescente de 17 años en pleno despertar, disfrute y búsqueda de identidad e independencia. Sin embargo, el amor y la complicidad permanecen inalterables, intactas. De hecho, cuando llega a la hermosa casona ubicada frente al mar Mallory (Adelanny Padilla), la hija de sangre de Yari, se aprecia una relación bastante más tensa, fría y dominada por celos y reproches.
Una noche, Sara, su hermano Álvaro (Javier Hermida) y Mallory van juntos a una fiesta y, luego de una velada con demasiado alcohol, se producirá un accidente cuyo saldo trágico es mejor no anticipar. Lo que ese clímax genera es una división entre aquellos que apelan al silencio cómplice y otros que, en medio de la bronca y la indignación, exigen justicia. La película aborda cuestiones como la culpa, la resignación, la hipocresía, el cinismo y, claro, las ya apuntadas diferencias (generacionales, raciales, económicas, de clase) en una historia en la que -no es broma- cabras y cangrejos tendrán también una incidencia decisiva.
En esta coproducción entre Argentina y República Dominicana (misma combinación que en Cocote) la dupla conformada por la bonaerense Schnicer y el catalán Porra (Tigre) encontró en esta propuesta surgida de la dominicana Ulla Prida un ámbito ideal para trabajar inquietantes cuestiones de las dinámicas familiares donde lo íntimo contamina la dimensión social, y viceversa, donde las lealtades se dividen entre la conciencia de clase y la que se profesa hacia quienes han estado siempre en el entorno.
Si la película escapa de las resoluciones facilistas y demagógicas es porque apuesta en muchos casos más al detalle, a la observación sutil, a lo gestual y a lo visual (excelente trabajo del argentino Iván Gierasinchuk y los aportes adicionales del chileno Sergio Armstrong) antes que al diálogo recargado o la denuncia horrorizada. Porque Carajita, como debe ser, cree en el cine antes que en el panfleto y, por eso, el resultado es tan fascinante como desgarrador.