Un calidoscopio de imágenes realistas
La convivencia indiferente con incidentes sórdidos es uno de los ejes del sexto largometraje de Pablo Trapero (1971, San Justo, pcia. de Bs As.), que, tras un primer tramo algo disperso, consigue interesar y cobra fuerza, con ecos del cine que hacían Adolfo Aristarain y Juan Carlos Desanzo en los años ’80.
El interés de Trapero por entrometerse con su cámara en lugares que reúnen desgracias humanas (si en otras de sus películas eran cárceles y comisarías aquí son salas de guardia y los alrededores de un hospital), lo lleva a una sucesión de planos cercanos y breves, regados de una luz gris azulada (no parece haber días de sol en Carancho), haciendo del conjunto algo muy parecido a una suerte de calidoscopio donde se suceden imágenes realistas.
No es para nada desdeñable el intento de denuncia, sobre todo teniendo en cuenta que se apunta a la alarmante cantidad de accidentes de tránsito en nuestro país y a la manera con la que muchos lucran con estas tragedias, pero así como en Mundo grúa (1999) o El bonaerense (2002) ciertos problemas de la sociedad argentina eran expuestos de manera indirecta, casi sin que el espectador se diera cuenta, aquí hay algunos diálogos que suenan forzados, con los que ciertos vicios del cine argentino parecen retornar (valga como chiste la comparación con aquellos films presuntamente testimoniales que filmaba Enrique Carreras, también ubicando a su mujer como protagonista).
No es el único cambio que puede observarse en relación a la obra previa de Trapero. El hecho de poner como eje una historia de amor y de ubicar como co-protagonista a un popular actor que nunca ha participado de películas demasiado perturbadoras (Ricardo Darín, inmediatamente después del éxito de El secreto de sus ojos), hacen que el film se amolde a ciertas estructuras que el director venía esquivando hasta el momento. A esto podría sumarse la evidente adhesión a los códigos del cine de géneros, ya que Carancho, por la tipología de sus personajes (una heroína nada ingenua y un abogado que intenta salirse del círculo corrupto en el que se ha metido), y por sus muchos momentos de acción y violencia, puede considerarse legítimamente un exponente del cine policial. Como en El bonaerense o en Leonera (2008), adopta el punto de vista de alguien que ingresa a un mundo peligroso e inmoral sin pertenecer abiertamente a él, con quien el espectador de clase media puede sentirse ligeramente identificado. Al mismo tiempo, vuelve a haber creatividad en el empleo de la música e intensidad en las escenas violentas: la secuencia final es un buen ejemplo.
Si Martina Gusmán -después de Leonera- vuelve a seducir con su belleza y su expresiva mirada, a Darín no se lo nota muy cómodo, resolviendo su personaje con más corrección que convicción, lejos de lo que Adrián Caetano había conseguido con Julio Chávez en Un oso rojo. Asimismo, se percibe cierta dureza en algunos actores secundarios.
En sus mejores momentos, Carancho asoma como la representación urgente, ardorosa, de un país cebado de mezquindades y llagas semiescondidas. En otros, se asemeja a algunos programas televisivos actuales, para los cuales la marginalidad y la violencia suburbana son el material ideal para escandalizar, sin preocuparse por indagar en las causas o por trascender artísticamente la mera crudeza.