Carancho driver
Hacia el final de Taxi Driver, Scorsese filma a Travis Bickle con su cara ensangrentada sonriéndole a un grupo de policías. Es una sonrisa proveniente de un desequilibrado mental, de eso no hay duda, pero que también esconde un rasgo de verdad, una posibilidad de que todo lo que vivió Bickle en esa película, y toda la decadencia que se mostró en Taxi Driver, tengan algo de oscuramente cómico. En Carancho, la última y más potente de todas las películas de Trapero, hay una escena que se conecta con ese espíritu de Taxi Driver, también al final, cuando la tragedia inevitable termina de cerrarse sobre el abogado especialista en choques Sosa y su novia médica Luján y vienen los títulos de crédito. Ahí, la canción que se escucha (de Las Pelotas), lejos de tener connotaciones tristes o deprimentes, es una canción furiosa que en su estribillo suelta una risa fuerte, catártica y tan demencial como la que termina mostrando el taxista scorsesiano frente a la policía. En los dos casos este sentimiento humorístico proviene del clima y la historia que proponen las películas. Es que tanto en Carancho como en Taxi Driver puede surgir un humor desesperado, nervioso, angustiante incluso, venido de la resignación de ver algo que de tan decadente y destructivo termina teniendo un elemento cómico (¿habrá algo más violento y lleno de dolor que la comedia?, se preguntó alguna vez Jerry Lewis mientras reflexionaba ni más ni menos que sobre El Correcaminos de Chuck Jones).
En Taxi Driver esta comicidad aberrante e incómoda surgía de las calles mugrientas de los barrios bajos, de las altas e ineptas esferas del poder, y de una sociedad de valores prácticamente inexistentes o torcidos que podía convertir a un psicópata en héroe nacional. Esta comicidad negra provenía también de un protagonista que –como los personajes de Carancho– se la pasaba viajando para terminar siempre en el mismo lugar, imposibilitado de cambiar nada de un entorno que parecía consumirlo y consumirse a sí mismo. En Carancho este poder destructivo se ve claramente no sólo en instituciones ya de por sí sospechadas de toda sospecha (las organizaciones de abogados, la policía), sino también en espacios relacionados con la contención y la seguridad como los hospitales y las ambulancias, transformados en esta película en oportunidades para la transa o en lugares de pesadilla donde pueden armarse peleas entre bandas y donde los médicos pueden ser brutalmente explotados y estar horas sin dormir (la pesadez del insomnio es otro elemento que une a Carancho con Taxi Driver). En realidad, la violencia de Carancho no está sólo en instituciones determinadas sino que es una violencia omnipresente, que puede hacerse carne en cualquier momento y en cualquier lugar.
Hay un momento especialmente brutal y sutil (sí, brutal y sutil) en Carancho que marca a la perfección este rasgo de la película. Se trata del primer beso entre Sosa y Luján. Allí Sosa, mirando desde la ventana del café de una estación de servicio, le dice a Luján que si cuatro o cinco autos pasan el próximo semáforo en rojo, él le va a dar un beso. Ni bien lo dice, empiezan a contar y pasan no uno sino cinco autos, cinco que siguen de largo ante el semáforo en rojo en menos de un minuto. Es decir, son cinco autos que pudieron causar, cada uno, un incidente de tránsito (que no “accidente”, porque como bien dice Sosa en un momento, los “accidentes” son las desgracias que no pueden evitarse) y con cada incidente una posible tragedia vial. No hay manera más elegante (es raro hablar de elegancia en una película tan bestial como esta) de mostrar que esa historia de amor va a estar marcada por la desgracia.
Pero estos cinco que pasan el semáforo en rojo en un minuto y son apenas la ocasión para un levante hablan también de una ciudad que ha hecho del riesgo algo totalmente cotidiano. Porque de entre todas las elecciones de la película, la más impactante es la de poner el arma máxima de destrucción no en las pistolas, ni en el conocimiento legal, ni en las mafias o las trompadas: lo que mata es lo que está al alcance de todos, lo más normal, lo que hacemos todos. La desolación que produce Carancho proviene del hecho de que el mayor destructor sea el descuido de peatones y conductores –de esa manera, se nos involucra a todos. Las cifras de víctimas que se manejan en Carancho en lo que a accidentes de tránsito respecta, tanto las que se dicen al principio a nivel estadístico, como las que Sosa le dice en un momento a su jefe cuando enumera los casos que manejaron, tienen la fuerza de hacernos sentir que vivimos en una ciudad que ha perdido las leyes de convivencia más mínima y ha hecho de la cercanía de la muerte algo totalmente cotidiano.
De ahí que Carancho sea, en cierta medida, una película amoral. Poco importa, por ejemplo, que nunca se sepa bien cómo es que Sosa perdió la licencia de abogado (”cuestiones del azar” va a decir él), porque a Sosa se lo ve capaz tanto de tener gestos de mucha generosidad y entrega como de asesinar a alguien en un ataque de furia, o de planear un choque. Sosa es alguien que pudo haber perdido la licencia por cometer una ilegalidad grave o por circunstancias totalmente arbitrarias, poco importa. Después de todo es muy difícil juzgar a alguien, incluso a los personajes de Carancho, si el film muestra que en el universo en el que viven y se mueven no rige otra regla que la del sálvese quien pueda.
Sin embargo el mundo de Carancho, aún dentro de su anarquía, tiene un elemento en el que Trapero puede apoyarse con toda confianza: el cuerpo. En un mundo sin ley, donde toda la ética parece haberse ido al diablo ya sea porque no sirve para la prosperidad de nadie, ya sea porque no se puede juzgar a quienes viven sin ella, dentro de un mundo también en donde todo parece estar signado por la desgracia, lo único que parece seguro es que existen sensaciones físicas, ya sean de dolor (los golpes, que aparecen de a montones y con una intensidad que pocas veces vio el cine argentino en su historia) o de placer (obviamente las escenas de sexo, pero también las drogas). La fuerte presencia de lo físico en Carancho, que se advierte tanto en los acercamientos que Trapero hace con la cámara a los cuerpos como en la necesidad que tiene de mostrar a esos cuerpos moviéndose, lastimándose y gozando en un tiempo real marcado por virtuosos planos secuencia, es la presencia de lo único en lo que Trapero puede apoyarse en un entorno en donde todo intento de civilización elaborada y armónica parece haber fracasado, una presencia primaria e inmediata hecha de nervios, sangre y piel.