SOBRE CONVENCIONES Y RIESGOS En un momento de El gerente, su protagonista Álvaro se encuentra en una primera consulta con un cardiólogo. El médico le diagnostica hipertensión y le pregunta por su vida. Allí Álvaro le describe una rutina diaria aparentemente sin problemas, en un tono apagado que de tan calmo parece impostado, como si estuviese escondiendo una tensión secreta. El registro actoral de Sbaraglia, que pocas veces estuvo tan bien como acá, juega a un tipo de sobriedad extrema, que contrasta con varias acciones extravagantes y decisiones que pueden descolocar. De ahí que sea tan importante en la película la vestimenta que usa su protagonista. Su forma de pararse frente a las cosas y los cambios que va teniendo a lo largo del relato tienen que ver no pocas veces con la forma en la que va cambiando sus pantalones, sacos o remeras. De su estilo “Rotary Club”, que muestra a alguien atado a un comportamiento que viene arrastrando hace demasiado tiempo, pasando por su breve vestimenta de ridícula modernidad, que muestra su intento forzado de encajar en una edad que no es la suya. Llegando finalmente a su última forma de vestir, que lo hace distintivo pero no ridículo, que le permite moverse en su entorno, siendo tomado en serio, aunque sin perder personalidad. Su ropa es quizás una de las formas más contundentes que tiene la película de expresar eso que una cara más caracterizada por reprimir emociones que por expresarlas no hace. Pero hay algo más que marca la actuación de Sbaraglia, porque me atrevería a decir que ese juego hacia lo contenido es lo que marca una parte importante de la estética de esta película. Actoralmente hablando, El gerente se caracteriza por interpretaciones discretas. Así es como vemos a Luis Luque –quien en general gusta de actuaciones desbordadas y furiosas- haciendo de un insólito dueño de Noblex amable y sentimental. O a Ignacio Saralegui, conocido hace poco por la serie Porno y helado y que cultiva también un tipo de comicidad apagada, graciosamente abúlica. En sus mejores chistes, El gerente también juega a este tipo de humor sobrio. Un ejemplo claro tiene que ver con el momento en el cual Álvaro tiene su primera internación por un pico de presión tras tomar Absenta. La cámara toma a Álvaro luego de ingerir la bebida alcohólica mientras asegura que no le ha provocado ningún efecto. Al segundo de decir esto, en un plano general ubicado desde atrás de una ventana, se escucha cómo su halter empieza a acelerarse frente a una reacción discretamente sorprendida de Álvaro. Sin que medie ningún grito, ninguna persona corriendo alarmada, ninguna humorada basada en la exageración o la desmesura, se corta a una ambulancia yendo rápido al lugar del afectado. No es común que el cine argentino más industrial apueste a este tipo de comedia. Pero en todo caso, hay muchas cosas que son poco comunes en El gerente. Estamos hablando de una película donde se habla de fútbol y la selección nacional, pero que no toma el camino fácil de ser futbolera ni de hacer irnos al chauvinismo barato o al culto de la hinchada y las grandes multitudes. Por el contrario, acá el resultado de un partido es importante porque signa los destinos de un protagonista y de los trabajadores de su empresa. Una película que nos amaga con una historia de amor que luego se corta por completo con una y sólo una línea de diálogo en un chiste rarísimo y bienvenido. Un relato sobre grandes empresas ganando plata donde nunca se habla de esto en términos de avaricia o materialismo tóxico de ningún tipo. También una película sobre el mundo del marketing que no cae ni una sola vez en los estereotipos de ese mundillo. De hecho, ni Álvaro ni ningún miembro de su equipo están lookeados de forma cool y sus modismos están a años luz del estereotipo de cheto. También una película que, lejos de lo que aparenta en sus primera mitad, no es tanto sobre el marketing y los negocios (que sí, está presente) sino sobre el autodescubrimiento, tanto de lo que Álvaro realmente quiere como de quién es él realmente. Nada que no hayamos visto antes, claro, con la diferencia de que Álvaro termina descubriendo que, muy en el fondo, durante muchas décadas, era un chiflado que estaba jugando a ser cuerdo. Hay una escena en la película que habla sobre esto y que es también un chiste extraño y efectivo. Álvaro va a visitar a su ex mujer y a su hijo. De pronto, en una actitud insólita, le pide a la mujer ducharse. Un plano después encontramos a Álvaro desnudo, tomado de la cintura para arriba con su panza cincuentona, hablándole a su hijo en el baño. Sospecho que ese es el primer indicio que nos da la película de que Álvaro, en el fondo, no está sólo en busca del éxito personal y de recuperar su orgullo profesional, sino de volver con su familia. Hay allí una aspiración secreta a volver a esa cotidianeidad, y a estar en esa casa que hace años no le pertenece (de hecho, y si mal no recuerdo, nunca vemos que Álvaro esté en su casa, con sus cosas, y viviendo su vida de separado, acaso –me arriesgo a sobreinterpretar- porque nunca se siente cómodo allí). Pero también se ve allí que este hombre, miembro de las grises tropas de los oficinistas, es en realidad un excéntrico que quizás no esté tan enamorado del marketing como de la adrenalina del riesgo, que es en el fondo un aventurero con todos los peligros que eso puede conllevar. Desde este punto de vista, uno de los elementos más habituales de El gerente es que no deja de hacerse cargo de que la apuesta de Álvaro es en el fondo peligrosa e irresponsable. Una tirada de dados que podría dejar literalmente a miles de familias en la calle. No se trata de un juicio moral, sino de otra cosa: de describir un carácter que no es ni ejemplar ni aleccionador, sino excéntrico, a veces egoísta, pero también dueño de una moral. Uno de los mejores momentos de la película se da en el instante en que el personaje de Álvaro le confiesa tanto al personaje de Luque como al de Carla Peterson (villana a la que la película comete la inteligencia de no ir por el camino fácil de castigar) que no contrató un seguro que permitía que la empresa no hubiera ido a la quiebra de fallar el plan de Álvaro. La escena se juega sin música machacona, en el puro silencio, entendiendo que en estos momentos confesionales lo mejor es dejar que la palabra no tenga compañía musical alguna. Allí se ve tanto la mayor oscuridad de la responsabilidad de Álvaro como su ética personal de entender las consecuencias de sus actos y admitir estoicamente que no puede pertenecer allí. La escena en el fondo, claro, es un gran cliché. Pero no deja de ser un cliché sobre un personaje curioso. Como dice el tango, hay algo de raro, como encendido en esta película detrás de su apariencia convencional. No es perfecta (la discusión entre el padre y el hijo adolece de sobreescritura, los cameos del Tano Pasman resultan muy básicos en su humor), pero sí es distinta. Y a veces, eso puede ser más valioso que la excelencia.
LA FRIALDAD SECRETA Hay una escena de Elvis que puede ser mucho más relevante de lo que uno cree. Allí el Coronel Parker está mostrándole tanto al astro como a la familia de este el merchandising que está realizándose con su figura. Entre objetos de todo tipo y color aparece tanto un pin que dice “amo a Elvis” como otro que dice “odio a Elvis”. Cuando la madre de Elvis le pregunta no sin cierto enojo a Parker por qué hay un pin que expresa sentimientos negativos hacia el cantante, el Coronel responde que si hay gente que detesta a su cliente, lo mínimo que puede hacerse es sacar ganancia de eso. Es una forma inteligente de mostrar la personalidad del Coronel: extremadamente hábil, y más preocupada por Elvis como producto que como persona, al punto tal de ver el odio que tienen hacia su cliente no como algo molesto sino como una oportunidad para facturar. Es curioso que Luhrmann haya elegido que la historia de Elvis sea contada desde la perspectiva de un personaje que roza (cuando no toca) la psicopatía. Por no decir además que el Coronel Parker, aquel histórico manager de Elvis, es uno de los personajes más infames de la historia del rock. Pero supongo que hay una lógica en ello, una que tiene que ver con explorar el Elvis que a Luhrmann (o mejor aún, a la estética de Luhrmann) le queda más cómodo. Luhrmann es un cineasta obsesionado con la intensidad, uno de esos realizadores que nunca le importó mucho seguir aquella máxima de Minnelli que decía que la espectacularidad sólo funcionaba por contraste, y que si todo era espectacular, nada terminaba siéndolo. Luhrmann ha creído y sigue creyendo que uno puede mantener una estética desbordada durante horas. Su estrategia no pasa tanto (o no pasa sólo) por la edición acelerada y la música pop explotando cada minuto, sino por algo más elaborado que eso: hacer de cada plano, de cada escena, algo estéticamente sorprendente. A cada rato Luhrmann mueve la cámara de forma extravagante, recicla algún recurso que remite o al videoclip o a la época muda, utiliza el recurso del anacronismo en una película de época para sorprender a su espectador, o explora las posibilidades del color mediante lo escenográfico, lo lumínico o el uso de distintos filtros. Si se entra en esa estética, el cine de Luhrmann puede ser a veces una verdadera fiesta, pero de lo que necesita es de una historia simple y personajes estereotipados. Moulin Rouge!, con sus conceptos básicos, sus personajes perfectamente delineados a los segundos de ser presentados, es un buen ejemplo de esto. Su caso contrario es su versión de El Gran Gatsby. Allí la adaptación fiel de una novela con personajes ambivalentes, que necesitaba de una puesta en escena sobria, choca inevitablemente con la estética eufórica del realizador. El resultado de su versión de la novela de Fitzgerald termina siendo como ver una obra maestra pictórica llena de detalles exquisitos desde la perspectiva de una montaña rusa. Decidir que la historia de Elvis sea narrada desde la óptica de un chanta, un vendedor obsesionado más con la leyenda de Elvis que con el Elvis de carne y hueso, le permite a Luhrmann que ese Elvis sea ante todo un mito antes que un humano, capaz de moverse y cantar de forma tal que provoque una energía sexual desbordante e irrefrenable sin importar en qué contexto se encuentre. De hecho la escena más perfecta de la película sucede en ese instante en que Elvis da un concierto en un teatro pequeño, cuando aún era un desconocido, y Luhrmann nos va revelando de a poco y mediante un montaje virtuoso la excitación cada vez mayor de las mujeres del público. Se trata de un momento de suspenso exquisito, con su cantante vistiendo un traje rosa y un peinado extravagante mientras exhibe frente al escenario algo que de a poco va transformándose en un ritual erótico y pagano. Pero Elvis no es solamente un gran showman en esta película. Acaso además sea, sin proponérselo, una posibilidad de unión entre las razas negras y blancas en un Estados Unidos marcado por la segregación. También es retratado como un chico querible, algo ingenuo, que ama profundamente a su madre, no conoce de ningún tipo de discriminación ni tiene aires insoportables de divismo. Sí es un esposo infiel y uno puede deducir también que un padre poco presente, pero es imposible no relacionar esto con un ritmo de vida vertiginoso, producto de una fama imposible de resistir para cualquier hombre; un genio del carisma cuyo mayor talento lo llevó a un remolino de adrenalina y adicciones que no pudo resistir. Es una versión simplificada y carente de matices, pero, nuevamente ¿qué puede esperarse de un vendedor talentoso como Parker que nos hable de un producto en forma simplificada y atractiva? El Elvis del coronel es al fin y al cabo eso, un superhéroe de historieta (algo que la película representa de forma literal en una de las escenas más atractivas del film), que viste con trajes extravagantes y se mueve y habla distinto a cualquiera. Desde este punto de vista, la sorprendente actuación de Austin Butler se ajusta perfecto a las intenciones del director. Su interpretación es impostada (todo lo hace con estilo, no sólo cantar y bailar sino también tirar un cigarrillo, cruzar una vereda y sentarse en un sillón) sin que esto implique caer en la imitación ridícula ni en un personaje tan artificial que nos sea imposible empatizar. Distinto de lo que pasa con Hanks interpretando al Coronel Parker, con unos mohínes y un acento tan marcado que termina por ser irritante. Especulo que debemos esta actuación fallida no tanto a Hanks sino a un Luhrmann, que buscó básicamente que uno de los actores más naturales que tiene Hollywood se transforme en una suerte de payaso con rasgos psicopáticos y un maquillaje evidentemente falso. Es una actuación que en algún punto corresponde a la de un farsante, alguien que está actuando para su propio beneficio y piensa que el espectáculo lo es todo. Quizás por eso a uno no le extraña que el relato del propio Coronel no sea apologético. No intenta disfrazar ni pedir disculpas porque fue un canalla y un explotador, ni siquiera porque cometió una tremenda cantidad de errores para con la carrera de Elvis al punto tal que algunos de sus picos más grandes como artista se dieron gracias a que lo desobedecieron. A uno le da la impresión de que el Coronel justifica todo el mal y los errores que hizo porque le dio al mundo a un ícono inolvidable. Es posible que Luhrmann tenga más en común con el Coronel de lo que está dispuesto a admitir. Más allá de que hacia el final quiera condenar moralmente su figura, es evidente que Luhrmann se siente cómodo con su Elvis artificial, uno que es ante todo y sobre todo un fenómeno estético hecho de estilo, baile, euforia y erotismo. Tal es así que los momentos más evidentemente fallidos de la película se dan en los comentarios políticos o en cualquier escena donde la película quiera hablar aunque sea un poco de las relaciones humanas de Elvis. Ahí está esa escena espantosa y de un mal gusto increíble donde se corta un clip euforizante para mencionar el asesinato de Robert Kennedy; el recurso de usar estereotipos groseros para describir a racistas y censores; o la reducción de las cuestiones más intimistas de Elvis (como su relación con su esposa e hija, o la falta de carácter de su padre) a un par de escenas intrascendentes. Es como si Luhrmann se sintiera obligado a filmar todo esto para cumplir con el manual del biopic de Elvis, sin darse cuenta de que solo entorpecen la narración y dejan en evidencia las limitaciones de él como cineasta. Es que en el fondo, tras su máscara apasionada y vibrante, su gusto por lo excesivo y las pasiones desmesuradas, Luhrmann es un director frío, muy frío, cuya mayor obsesión está en la experimentación técnica y las posibilidades estéticas del cine. Todo mundo que esté por fuera de eso, todo lo que implique la esfera de lo íntimo o lo social no es en el fondo su interés o no sabe cómo retratarlo con la más mínima profundidad. Como al Coronel, las texturas brillosas le son mucho más interesantes que lo que puede haber en el fondo de ellas. Y ese amor puro y exclusivo por las superficies termina generando en el caso particular de Elvis un film con momentos magníficos pero fallido en su conjunto, un raro caso de una película intrascendente con escenas inolvidables, que ilumina mucho menos sobre Elvis o el Coronel Parker que sobre las virtudes y defectos de un director particularísimo. Una película distinta en un contexto cinematográfico donde lo distintivo es cada vez más infrecuente. No es lo mejor, pero tampoco es poco.
HACIENDO CUALQUIER COSA JUNTOS Hay muchas, demasiadas cosas buenas para decir de Licorice Pizza, una película virtuosa e hipnótica que es, al mismo tiempo, melancólica y vital. Si tuviera que empezar a señalar una virtud, diría que pocas películas en los últimos años usan con tanta habilidad el arte de la elipsis narrativa y el fuera de campo. Pongamos un ejemplo claro. En un momento de Licorice Pizza, Alana espía por una ventana a Gary con una chica. No sabemos a ciencia cierta si lo que está haciendo Gary es besarse o tener sexo. No lo podemos saber porque PTA sabe que no hace falta especificarlo, que sería innecesario porque lo único que interesa es saber que Alana está dolida por lo que acaba de descubrir. La vemos entonces salir corriendo de allí, besar un hombre al azar, y luego volver a su casa sin querer hablar con nadie. Termina esta escena y la película realiza una elipsis. Entonces, gracias a una serie de situaciones en un restaurante, descubrimos que Gary y Alana están peleados. Lo único que necesitamos saber es que la raíz de esa pelea está en lo que Alana vio a través de esa ventana, todo el resto (las posibles peleas posteriores, los celos, alguna actitud desagradable por parte del chico o la chica) no interesa. Se trata de una de las tantas cosas que PTA deja fuera de un relato que es al mismo tiempo expansivo y un prodigio de economía narrativa, donde se destaca tanto lo que vemos como lo que no. Así es como vemos largas escenas de los personajes seduciéndose sin llegar a concretar, planos que se detienen en algún detalle especialmente hipnótico de algún personaje extravagante, pero no vemos nunca cómo se terminaron frustrando por completo las carreras actorales de Gary y Alana, cómo pudo haber enfurecido Jon Peters cuando vio su habitación inundada, o las intenciones de ese hombre que espía al concejal y que remite claramente al perturbado Travis Bickle de Taxi Driver. Tanto elipsis y fuera de campo parece mostrar a un Anderson que considera a otros personajes, otras subtramas, incluso la industria de Hollywood y ciertos contextos históricos de Estados Unidos de los 70 como excusa para narrar la historia entre Alana y Gary. Más aún, hay cuestiones de la vida de Gary y Alana que tampoco le interesa demasiado especificar, ni cuál es exactamente la dinámica familiar de Gary, ni que termina sucediendo con las hermanas y los padres de Alana. Es como si la película quisiera decirnos abiertamente que está demasiado concentrada en sus dos personajes como para estar ocupándose de otras cosas. No hay muchas películas tan enamoradas de sus personajes y el vínculo que se establece entre ellos como lo está Licorice Pizza. Un ejemplo inmediato que se me ocurre es Notorious de Hitchcock, a quien PTA ya había homenajeado explícitamente en El hilo fantasma. Allí el genio inglés pensó que la Segunda Guerra Mundial y la amenaza atómica servían ante todo como una gran excusa para contar una historia de amor glamorosa y perversa entre una espía interpretada por Ingrid Bergman y un agente interpretado por Cary Grant. La historia de Alana y Gary no es perversa, aunque a su modo sí es glamorosa, y mucho más luminosa que la que sostenían los personajes de Cary Grant e Ingrid Bergman en Notorious. También la historia de Alana y Gary es la de una pareja, tomando al menos la definición que Stanley Cavell hizo sobre ella: “una pareja no es aquella que hacen cosas juntos, sino aquella que hacen cualquier cosa juntos”. De eso se trata buena parte de Licorice Pizza: de ver a Gary y Alana acompañándose haciendo cualquier cosa. Viajar en avión para ir a un programa de televisión; vender camas de agua; filmar un concejal; perseguir corriendo un auto de policía para hacerle compañía a Gary mientras este es arrestado; destrozarle el cuarto a un productor de cine, romperle su auto y luego huir en una camioneta que aprovecha las bajadas y subidas de un camino. También acompañar a Alana a una entrevista donde Gary le aconseja que diga a todo, absolutamente a todo, que sí, algo que parece extenderse a lo que ella está dispuesta a hacer por Gary y Gary por ella, al menos cuando esa relación está en un momento armonioso. Ninguna otra relación de la película se parece a la de Alana y Gary. La más parecida a ella posiblemente es la que Gary tiene con su hermano menor, algo que se evidencia en una de las mejores escenas: aquella en la que Gary intenta llamar por teléfono a Alana. Allí Gary está con el teléfono en la mano y la única persona que está viendo esa situación es su hermano menor, con quien Gary tiene la suficiente confianza como para hacer algo tan ridículo frente a él sin que esto le represente un problema. Allí vemos que a Gary le basta un par de intercambios de miradas con su hermano para saber que es lo que este último le aconseja. Mientras tanto, del otro lado de la línea, Alana puede intuir la presencia de Gary solo por su respiración. Hay algo increíblemente significativo en esa situación. La relación de Gary con su hermano tiene un punto en común con la que mantiene con Alana: en ambos casos los personajes pueden reconocerse y comunicarse sin necesidad de hablarse. La diferencia (además del interés sexual, claro), es que Gary conoce a su hermano de toda la vida, mientras que solo bastó una charla y una cita para que Alana y Gary puedan establecer esos niveles de conocimiento mutuo. Hay algo desaforadamente romántico en esta concepción de una pareja que tiene el privilegio de una conexión tan fuerte, de ahí que Licorice Pizza sea a la vez uno de los films más adolescentes y más maduros de Anderson. Este tipo de conexión extraordinaria entre los dos protagonistas se ve exacerbado por el hecho de que las demás relaciones que se ven en la película no funcionan o parecen falsas. Tenemos al hombre que gusta de estar con japonesas pese a que no entiende el idioma (y posiblemente por el solo hecho de continuar con un negocio de comidas niponas), también el único novio que le conocemos a Alana y que ella rechaza porque no quiere seguir con un ritual judío, o el concejal que antepone su trabajo a su pareja. En todos estos casos, la pareja está en un lugar secundario frente a otras cosas que una de las dos personas considera más importantes: un restaurante, agradar a la familia, la carrera. Alana y Gary, en cambio, están juntos sin importar los contextos. Como si esto fuese poco, Alana y Gary parecen también una pareja que está sola frente al mundo, en especial el mundo del espectáculo de los 70 que termina rechazándolos una, y otra, y otra vez, incluso cuando la película parece amagar en más de una ocasión con que estaremos frente a un relato sobre el camino al éxito. No es difícil especular que una de esas razones tenga que ver con la imperfección de sus rostros. Quizás por eso la comparación disparatada de Jack Holden (un Sean Penn extraordinario e increíblemente sobrio) cuando dice que Alana le recuerda a Grace Kelly. Holden sabe en el fondo que eso no es cierto, y por eso que ese mismo personaje expulsará a Alana de su moto en uno de los gags más inesperados y perfectos de toda la película. Nada de esto impide, claro, que el propio Paul Thomas Anderson parezca hipnotizado por esos rostros; así es como vemos primerísimos primeros planos de la cara llena de granitos de Gary o planos detalle los dientes algo torcidos de Alana. Hay algo increíblemente conmovedor en la idea de Paul Thomas Anderson de volver a estos actores de caras y cuerpos imperfectos en personajes a los que percibimos como superestrellas de una película romántica. PTA filma las aventuras de Gary y Alana con un gigantismo y una espectacularidad envolventes, donde hasta conversaciones cotidianas se vuelven visualmente originales e intensas, capaces de encontrar suspenso en cuestiones aparentemente menores. Sea esto un coqueteo entre Gary y una azafata, sea el rostro de una entrevistadora cuya expresividad cambiante tomada en primerísimo primer plano nos hace dudar respecto de si cree o no en las mentiras extravagantes que le dice Alana. Es fácil además sentir que esta idea de tomar dos jóvenes de rostros imperfectos para hacer una película romántica no tiene absolutamente nada que ver con la corrección política. Primero que nada porque el atractivo que Anderson termina encontrando en ellos es genuino y se siente absolutamente real. Y ahí está para probarlo Alana Haim en una escena increíblemente sexy, valiéndose sólo de un teléfono y una serie de frases con doble sentido. Pero en segundo lugar porque al fin y al cabo es imposible pensar otra manera de filmar una historia de amor así, que no sea con imágenes espectaculares que reflejen el estado pasional de una pareja que vive en un estado de deseo y frustración permanente y que sin saberlo ha establecido un juego tácito. Como Gary es muy joven para ella y ella muy grande para él, el chico intentará parecer más grande y ella más chica. Así es como Gary abre negocios, piensa de una forma práctica y, cuando oficia como dueño de un local de pinball, se encargará de mostrar autoridad frente a los chicos. Alana, en tanto, estará siempre con chicos más jóvenes, e incluso cuando ingrese a la política lo hará expresando ideales adolescentes de cambiar el mundo. Así y todo, sabemos que el tiempo tarde o temprano estará del lado de Gary y Alana. O bien porque la atracción fuerte entre ellos hará que se besen sin importar la diferencia etaria, o bien porque en algún momento Gary cumplirá los 18 y entonces la relación de ellos podrá legalizarse. Desde este punto de vista, se produce un claro suspenso en el hecho de que nunca sepamos a ciencia cierta cuánto tiempo pasa entre el principio y el final de la película, ni cuantos meses transcurrieron entre esos saltos narrativos que nos llevan abruptamente de una situación a otra. Al mismo tiempo, esta sensación de un tiempo impreciso le da también a Licorice Pizza una atmósfera de ensueño. Quizás también porque el enamoramiento entre Gary y Alana, más allá de los conflictos, las peleas y las frustraciones, no deja de ser una suerte de limbo hermoso entre el flechazo primario e instintivo que tienen algunas parejas cuando recién se enamoran y la concreción. Y acá es donde viene el factor problemático del tiempo, que es el que indica también que en algún momento ese estado intermedio de Alana y Gary va a tener que terminar de una u otra manera. Paul Thomas Anderson decide frenar la narración en el momento intermedio que va del primer beso al sexo; donde, como sabemos, las cosas empiezan a madurar y cambiar. Cuando Gary y Alana se besan, Gary dice a los gritos a sus clientes y mientras señala a Alana “¡les presento a la señora Valentine!”; una broma que alude de todos modos a algo que va en camino a consolidarse. Hacia el final, mientras los protagonistas caminan por la calle, ella le dice a él “te amo, Gary”, y él no le dice nada. Acaso porque esta correspondencia está sobreentendida, o acaso –si uno quiere tener una lectura pesimista- porque puede que ese amor de él hacia ella se esté apagando como lo hizo misteriosamente su don para actuar. La canción que elige Paul Thomas Anderson para cerrar el film tampoco augura lo mejor: se trata de “Tomorrow May Not Be Your Day” (Mañana puede que no sea tu día) de Taj Mahal. Esta elección musical no es, desde ya, el anuncio de una separación inminente ni nada que se le parezca, pero sí la conciencia de que PTA decide frenar la historia justo en un instante que parece demasiado hermoso como para ser arruinado por unas escenas más. Esa clase de desenlace nos recuerda aquella frase de Orson Welles cuando decía que los finales felices no existen, sino que lo que existe es saber cuándo detener la historia. Lo de Licorice Pizza es un final en movimiento, como casi todos los desenlaces de Anderson, que están regodeados en la intensidad de sus personajes. Sin embargo, en Licorice Pizza esa intensidad no es destructiva como la de Daniel Plainview en Petróleo sangriento, ni furibunda y potencialmente peligrosa como la de Barry en Embriagado de amor, ni impredecible y acaso mística como la de Freddy Quell en The Master; es una intensidad feliz y paradójicamente tranquila que confirma aquella frase de Borges que asegura que la felicidad y la serenidad son estados del ser muy parecidos. Gary y Alana saben, cuando termina el relato, que al menos por ese instante, en un tiempo de duración impreciso pero adorado, se encuentran en un estado de maravillosa plenitud, contentos de estar juntos caminando por la calle, hablando de lo que sea y haciendo cualquier cosa.
LA POMPA Hay un momento particularmente curioso en Duna. Allí vemos al personaje de Oscar Isaac reclamarle a aquel que interpreta Josh Brolin que ponga una cara sonriente. Este responde con un rictus particularmente serio: “Esta es mi cara sonriente”. Se trata de un chiste, uno malo, pero chiste al fin, en una película en la que el humor parece vedado. Como momento de humor además es raro, porque dentro de la lógica de la película no parece tener mucho sentido. El personaje de Brolin no es menos sonriente que casi cualquier otro personaje del film. Esto sucede básicamente porque casi todos en Duna están sumamente preocupados o sumamente alarmados por algo: un sueño, una guerra, un familiar secuestrado, lo que sea. Y no parece haber una sola escena donde esa seriedad no tenga que ser señalada de forma impostada, con una musicalización en general acorde. La única excepción a esto es el personaje de Jason Momoa. Acaso por la propia expresividad irónica del actor y su fisonomía de actor de acción trash de los 80, Momoa parece una brisa fresca en una película que ha decidido tomarse más en serio que nunca. Será por eso que la película decide darle una muerte trágica y sacrifical en medio de una musicalización altisonante, como señalando que ese estilo de interpretación descontracturada es casi un accidente dentro de un mundo regodeado en su solemnidad. Que se entienda, no es que reniegue particularmente de que una película sea muy solemne, ni siquiera de que una película de aventuras lo sea. Incluso diría que en medio del reinado de la cada vez más irritante liviandad marveliana, la apuesta por una superproducción con personajes que no buscan la empatía inmediata y una abierta búsqueda filosófica puede ser interesante. Pero siempre hay un problema con este tipo de propuestas, y es que la solemnidad hay que ganársela. Construir un relato que nos convenza de que podamos tomárnoslo tan en serio, sea por sus conceptos o por la profundidad de sus personajes. Sería un mínimo requerimiento si vas a despojar tu película de uno de los rasgos más inteligentes que puede haber en el ser humano como es el humor. Pero Duna no tiene eso. Acá nadie deja de encarnar un estereotipo mil veces visto, ningún pensamiento deja de ser expresado en líneas de diálogo cuya sutileza es la de un terremoto. Quizás entonces ese respeto pueda ser ganado por el imaginario visual. Pero acá es donde la película vuelve a fallar. Duna resuelve varias de las escenas oníricas con una estética publicitaria, carente de todo misterio o ambigüedad. Además posee un montaje insoportablemente lento, que se enamora de grandes planos generales regodeados en un diseño de producción apenas interesante. Posiblemente en ese amor por un montaje lento pueda rastrearse la influencia de Lawrence de Arabia, la obra maestra de David Lean en la que Villeneuve dijo basar mucho de su estética. Lo cierto es que la película de David Lean está entregada a una narración espectacular pero nunca inútilmente ostentosa. Lean, como Villeneuve, también amaba los planos del desierto y su montaje era particularmente lento cuando tenía que filmarlo. Pero allí estábamos ante escenarios reales, en los que sentíamos a sus personajes realmente trasladándose con enorme esfuerzo de una punta a la otra. En Duna sobresale, como pasa con casi todas las grandes producciones actuales, el exceso de CGI, y antes que sentir el calor o la épica del desierto, lo que se siente es el derroche de computadoras, dineros invertidos y un director embriagado en su autoimportancia. La versión de Duna de David Lynch podía ser muy fallida -aunque hay una minoría resistente que sigue insistiendo en que es una obra maestra maldita- pero al menos resultaba algo distinto, un experimento donde se intentó que un director obsesionado con personajes extraños y perturbadores y planos enrarecidos nos contara un relato de aventuras. Duna, en cambio, es menos un experimento que un film muy profesional y prolijo, que a lo sumo quizás constituya lo que hoy se entiende como una superproducción mainstream adulta. Es decir, un film que por su solemnidad no podría ver un chico, pero que en rasgos generales tiene todos los elementos de cualquier película de superhéroes de medio pelo. Mucho digital, bichos raros, un villano muy villano y un héroe ingenuo que va creciendo frente a nuestros ojos. También, de paso, un final con cliffhanger que nos hace esperar una secuela. Es como si Villeneuve, en suma, nos hubiera llevado al Teatro Colón, hubiera preparado una gran orquesta y nos hubiera obligado a vestirnos de gala, para terminar viendo a un señor muy serio que, tomando una galera, nos quiere impresionar sacando un conejo.
Cuando el Señor Warren conoció a la Señora Warren “¡Tómame a mí!, ¡tómame a mí!” le dice en un momento uno de los personajes principales de El conjuro 3 a un niño poseído. Resulta imposible no pensar en El exorcista de Friedkin y en la icónica escena en que, con lo que queda de fuerzas y al límite de la desesperación, el Padre Karras pide al demonio que lo tome a él a modo de gesto sacrificial. El exorcista había sido también homenajeada en la primera El conjuro, aunque en ese caso era un homenaje más sutil. Tal vez esta diferencia entre un tipo de referencia y otra marque la diferencia entre la primera El conjuro y la tercera; en tanto una es una película inteligente, distinta, y la otra es bastante más elemental, intentando parecerse todo lo posible en estilo a sus dos excelentes antecesoras. A las primeras dos las dirigió el muy talentoso James Wan y a la tercera el muchísimo menos interesante Michael Chaves. Ambos dirigiendo historias del matrimonio Warren en un conjunto de films de terror que intenta sugerir más que mostrar, sin necesidad de matar un personaje detrás de otro. De hecho, en las Conjuro dirigidas por Wong, ningún protagonista o siquiera personaje secundario fallecía. La tercera en cambio muestra dos asesinatos: uno de todos modos inevitable por la historia real en la que se basa (muy libremente, claro, y tomándose miles de licencias), pero otra agregada para shockear al espectador. La primera muerte, la inevitable, queda sabiamente fuera de campo, justamente por estar ejecutada desde el punto de vista de un personaje confundido. La segunda, en cambio, no difiere demasiado de la que cualquier slasher de medio pelo: un corte de garganta rápido que viene en forma de jump-scare bastante elemental. Podria decirse, justamente y a propósito de esto último, que uno de los problemas de El conjuro 3 está en los usos y abusos de este recurso remanido del terror basado en ese tipo de shock inmediato y efectivo. A diferencia de un Wan, que en las dos primeras El conjuro buscaba formas originales de crear tensión (en sus mejores momentos, este director podía llegar a generar miedo con un plano fijo de una nena shockeada y hasta con un par de manos aplaudiendo dos veces), El conjuro 3 empieza casi siempre sus escenas de tensión creando un clima sugerente que termina rompiéndose con alguna aparición rápida de algún monstruo fugaz, como los muñecos de un tren fantasma. Y así y todo, con sus fallas y limitaciones, El conjuro 3 es una película amena. Quizás lo sea en parte por sus predecesoras, que hicieron que nos encariñemos con el matrimonio Warren, interpretado con sobriedad ejemplar por Patrick Wilson y Vera Farmiga. Aunque también hay que decir que esta es la película que más nos hace conscientes del cariño que puede despertar ese matrimonio ultracatólico, a los que nos resulta difícil imaginar siquiera dándose un beso (de sexo ni siquiera hablemos). Es una pareja protagónica que podría causar distanciamiento en cualquier otra película menos acá. ¿Por qué? Claramente porque en el contexto de todas las películas de El conjuro son los grandes héroes, los que nos permiten pensar que el Mal puede ser derrotado, y aquellos cuyas creencias esotéricas se vuelven verdad. El conjuro 3 es la película que relata su historia de amor puro, que nació debajo de un pequeño techo bajo la lluvia, y que consiste solo en gestos amorosos del uno hacia el otro. Ahí vemos al Sr. Warren reclamando que su esposa psíquica no sea tratada como una atracción de circo (algo que parece importarle más a él que a ella) y a la Sra. Warren despierta toda la noche al lado de su marido mientras este duerme inconsciente en la camilla de un hospital. Son un Bien imposible de pensar en la realidad, luchando contra Males extremadamente difíciles de creer en pleno SXXI. No son figuras propiamente católicas, quizá porque El conjuro 3 no es en el fondo –como sí lo es El exorcista– una película católica. Es más, pese a sus menciones a Dios y Satán, me atrevería a decir que El conjuro 3 no tiene nada que ver con el terror religioso. Es más bien un cuento de hadas naif, cuyo parentesco genuino no yace con el terror de la década del 70, sino con las películas de terror más ingenuas de los 30. Esas en las cuales se nos enseñaba de un Mal que podía ser derrotado, donde los personajes habitaban tierras de fantasía y los muertos eran más bien pocos. A ese terror, al cual El conjuro 3 adscribe secretamente, se lo nota perfectamente en un discurso amoroso y cursi que Mrs. Warren le dará a su marido en el clímax final del film. Lo que viene después de eso será un cierre de rostros sonrientes y aliviados y un gesto extravagante de amor entre sus dos protagonistas. Luego, en la secuencia de créditos, una grabación presumiblemente real, inquietante a más no poder, nos devuelve de pronto a esa historia de terror oscura y perturbadora que El conjuro 3 pudo haber sido y no pudo o no quiso ser. Pero esto, claro, es apenas una coda. Lo que experimentamos antes fue, en el fondo, y aun con con sus demonios, sus rituales satánicos y alguna que otra imagen perturbadora, un rato típico de feel-good movie.
La trama y solo la trama No recuerdo cuando fue la última vez que vi una apertura tan abrupta como la de Tenet. Allí se ve una orquesta preparándose para tocar frente a un auditorio gigantesco y en menos de dos minutos vemos entrar a terroristas rompiendo instrumentos y tirando tiros a mansalva. Poco después hay un operativo, un salvataje de que exploten unas bombas, un secuestro y un intento por parte del secuestrado de tomar una pastilla de cianuro. Los tiempos urgentes siguen para Nolan y se siente en la necesidad de que este hombre -cuyo nombre nunca conoceremos- despierte de un coma, se le explique una misión y al rato vaya con una científica que le muestre unas balas que salen disparadas hacia atrás y que fueron armadas en el futuro. Si uno tomara estos primeros minutos podría comprobar fácilmente dos curiosidades de Tenet: la primera es que el protagonista no se inmuta ante nada, no muestra casi asombro frente a cuestiones tan insólitas como cosas yendo en reverso. La segunda es que en ninguna conversación muestra el menor interés por averiguar sobre la vida ajena (salvo que pueda ser funcional al operativo) o contar conflictos propios. Al punto tal es así que durante una hora de película, Tenet parece limitarse a narrar un sistema temporal y una compleja trama de negociaciones y tráfico de objetos. Del resto, nada: ni historias personales, ni coqueteos, ni relaciones de amistad. Menciono esto porque he leído en varias ocasiones (en críticas, en comentarios en redes) que el problema de Tenet es que resulta terriblemente confusa. Sin embargo, no me parece que ese sea el problema. Cantidad de veces hemos visto películas a las que nos cuesta seguir y esto nunca ha impedido que nos gusten. No hablo de las excentricidades perturbadoras de David Lynch o las pesadillas crípticas que presentan algunas de las mejores películas de Bergman, sino de películas de género que nos cuesta seguir por diseminar una gran cantidad de pistas o poseer demasiados personajes, sin que esto haya impedido que podamos conectar con ellas en otros niveles. Así lo entendió en algún momento Howard Hawks cuando filmó su hermosa y disparatada versión de The Big Sleep de Chandler: un policial confuso, imposible de seguir, y no obstante enormemente disfrutable gracias a la química establecida entre Lauren Bacall y Humphrey Bogart y varios diálogos memorables. Nolan, en cambio, ha decidido suprimir cualquier relación humana interesante en sus películas. Sus personajes apenas se relacionan, y si lo hacen no llegan ni al cliché de medio pelo. Si “el protagonista” hace un sacrificio, es por una dama. La dama, en tanto, es una mujer que solo quiere reencontrarse con su hijo mientras es sometida por un villano esquemático interpretado por un Kenneth Branagh con acento extranjero. Un hombre que se nos indica que es culto y refinado porque gusta de la vida suntuosa de un millonario y cita a poetas (bueno, a uno: T. S. Elliot, y sus versos más famosos que son por otro lado de los más célebres de toda la literatura del siglo veinte). También un marido tirano que se niega a que otros posean a su ex mujer –sí, en algún momento se pronuncia la frase “si no puedo tenerte nadie te tendrá”- y que –para llenar todos los casilleros del lugar común- tiene el poder secreto de destruir el mundo. Y si bien todavía pueden funcionar a niveles emocionales esos lugares comunes tan trillados, es casi imposible que suceda cuando Nolan introduce tales conflictos de una manera rutinaria, como si tuviera que ponerlos ahí para darle algún corazón a una película con tanto corazón como una lata. De esta manera, cuando uno de los personajes principales comete un sacrificio final frente a los ojos emocionados del protagonista, es imposible no ver esto como un hecho ridículamente forzado, algo que el director tiene que incluir al menos para aparentar algo de humanidad. Cosa similar pasaba con Dunkerque, el film de Nolan que hacia el final trataba de introducir sin éxito un elemento emocional a un film que funcionaba con el rigor de un mecanismo de relojería y era filmado hasta ese momento con mucha distancia. No obstante Dunkerque tenía una gran virtud: una imaginación visual a la hora de plantear escenas de acción, sobre todo en su muy lograda primera media hora. En cambio en Tenet las escenas de acción oscilan entre la confusión (la pelea final del protagonista) y el cliché (el protagonista simulando debilidad para terminar golpeando fácilmente a un grupo de secuaces). Hasta los momentos más supuestamente grandilocuentes como el del avión no pasan de una secuencia apenas llamativa y menos ingeniosa, ya no digamos que los picos de la saga Misión: Imposible, sino incluso que el disparate de las mejores películas de Rápidos y furiosos. Y acá está, justamente lo que más (me) molesta de Tenet. No tanto sus fallas sino su carencia de ambición. Que tras toda su pompa previa, el nombre prestigioso de su director, su presupuesto altísimo, no esconda otro secreto que el de tantos otros estrenos de medio pelo que basan su interés en alguna excentricidad de su trama o alguna vuelta de tuerca barata (que sí, también las hay en Tenet). Es un cine de argumento porque el argumento es lo único que destaca y lo que destaca, encima, no se entiende. No puedo imaginarme, francamente, un ejemplo de cine más fallido y más perezoso que este.
Nostalgias El primer problema de Doctor Sueño se adivina a poco de comenzar la película. Una nena, que tiene el poder de eso que en la película se llama “resplandor”, se acerca a una mujer que canta delante de un lago. Esa mujer, uno lo sospecha de antemano, quiere hacerle daño a la niña. Más adelante, incluso, nos enteraremos de que la dama en cuestión es capaz hasta de torturar a un chico con tal de alimentarse de él, como una suerte de vampiro más truculento. El problema es que esa mujer horrenda y cruel está interpretada por Rebecca Ferguson, una muy buena actriz con gran presencia escénica, es cierto, pero también uno de los rostros más angelicales con los que cuenta el cine actual. Cada vez que Rebecca quiere mostrarse monstruosa, el efecto resulta tan creíble como si viéramos a Danny De Vito interpretando un atleta olímpico, o a Dolph Lundgren interpretando a Gandhi. Es cierto, de todos modos, que si uno hace un esfuerzo hermenéutico (uno desmedido y particularmente benevolente hacia la película), puede encontrarle a la insólita elección de Ferguson para un personaje así cierta lógica. Doctor Sueño es una película aniñada, y que su sádica villana parezca una conductora de un programa infantil podría tener algo de sentido. Lo de aniñado no tiene que ver tanto con la importancia que posee en la película la figura de una nena, sino más que nada con la forma escolar, incluso ingenua, que Doctor Sueño encuentra para expresar temas como las adicciones, el miedo a la muerte y la posibilidad de una sobrevida. En todos estos casos, Flanaghan opta por tocar estos asuntos usando diálogos sobreexplicativos, muchas veces en boca de un Ewan Mcgregor exponiendo sus mensajes esperanzadores con un aura de misticismo calmo y con ecos New Age, en situaciones que se adivinan forzadas para darnos un mensaje. Es un asunto raro cuando uno compara Doctor Sueño con su predecesora de hace casi cuarenta años. El Resplandor de Kubrick es un exponente de terror adulto, que construye su tensión a partir de climas rigurosamente planificados y que exigen un espectador paciente. A esto se le agregaba la idea de hacer un film puramente enigmático, que se entregaba a misterios sin resolver y un final abierto. El Resplandor se trata también de hacer una película sobre personajes que están estancados en situaciones o roles familiares (la esposa sumisa, el escritor trabado en una misma frase) y que si encuentran una salida a su pesadilla, es a partir de dejar estas cosas atrás y seguir adelante. En Doctor Sueño, en cambio, la idea es hacer una película que se la pasa mirando hacia atrás, más específicamente a su antecesora. Y así es como pasamos a una de las decisiones estéticas más insólitas y desacertadas de Flanagan. Allí el realizador calca planos enteros de El Resplandor pero con otros actores y con reproducciones digitales. El efecto es pésimo por varias razones. Una porque esos planos, que vienen de una película tan particular como la de Kubrick, no tienen nada que ver con el resto de la historia, que mantiene otra estética; otra es porque no son más que versiones degradadas de planos que ya vimos antes, donde prima el digital ahí donde antes había una construcción escénica meticulosamente armada. Algo idéntico sucede con las interpretaciones de los actores que hacen una imitación de los Wendy y Jack Torrance originales. En El Resplandor las actuaciones desatadas de Nicholson y Duvall se lograban a partir de una exigencia brutal por parte de Kubrick que los hacía llevar esas actuaciones al límite de sus esfuerzos. Había algo en sus formas de actuar que eran al mismo tiempo muy artificiales (por lo exageradas) pero también muy realistas (su estado de locura exacerbada se debía a un cansancio real de los intérpretes). Cuando la vemos a la actriz Alex Essoe imitando a Duvall y su expresividad desencajada, la vemos hacerlo desde un registro actoral que trata, inútilmente, de emular uno que se logró a partir de una dirección basada en una paciencia enorme (y una dosis de sadismo por parte de Kubrick). El efecto, obviamente, no es el mismo, sino que parece una imitación paródica. Mientras veía esas imágenes no podía dejar de preguntarme con qué necesidad un director haría eso. El tono y el tema de Doctor Sueño no tiene nada que ver con la película de Kubrick, más que nada porque la película es una adaptación que durante buena parte del relato sigue con mucha fidelidad (no sólo argumentalmente, sino también temáticamente y en tono) la novela original de King. Colisionar a King y a Kubrick es juntar dos cosas que no tienen nada que ver, es insistir en unir a un escritor obsesionado con la construcción de argumentos atractivos y criaturas monstruosas con un realizador que gusta de los climas pacientes, de los tonos gélidos y enrarecidos y de un relato que se construye lentamente. Cuando estos dos universos chocan, el resultado no puede ser otra cosa que fallido. El ejemplo más acabado de esto se da en el uso que Flanagan hace de los fantasmas kubrickianos. En El Resplandor cinematográfico los fantasmas tenían una rara característica: no atacaban, simplemente permanecían eternizados en lo que parecía una actividad condenada a la perpetuidad. Flanagan, en cambio, tiene la (pésima) idea de que esos fantasmas ataquen sobre cuerpos vivos. El efecto es raro porque lo que termina lastimando son dos nenas gemelas, una anciana decrépita desnuda y un señor con una copa en la mano, todos seres de fantasía que claramente funcionaban mucho mejor como monstruos “pasivos”, que permanecían eternizados en una acción, que como seres directamente dañinos. Pero creo que este error puede deberse a dos cuestiones. Una es el afán enloquecido de hoy en día por la nostalgia ochentosa, que se ha vuelto uno de los negocios más rentables del mundo del cine y de las series actuales. Es un afán que devino un problema en el cine de terror contemporáneo. La nostalgia es un sentimiento que tiene algo de triste pero también de encantador, que nos recuerda la época en que éramos más jóvenes y más ingenuos. De esta forma el terror, que logra transmitir tensión por su característica inquietante, se vuelve demasiado inocente y predecible. De esta forma, Doctor Sueño parece recordarnos a cada rato una película de otro tiempo menos porque tenga algo que ver con la trama que por la sola evocación. La otra es, creo yo, que Doctor Sueño no adolece sólo de exceso de nostalgia sino de pereza. Sólo eso podría dar cuenta de la elección por explicar sus conceptos a través de discursos altisonantes y no por medio de ideas visuales que expresen ideas de forma más sutil; que aquel Hotel Overlook que en la película de Kubrick (¡y hasta en la novela de King!) iba consumiendo progresivamente a sus personajes no sea otra cosa acá que una casa del espanto que empiece a resultar una amenaza a los diez minutos de entrar allí; que la película vaya al impacto duro y cruel en las escenas de terror más álgidas (como aquella en la que se tortura a un chico), como si estuviera apurada por darnos imágenes tensionantes en vez de construir un clima previo para llegar allí; o que calque planos y melodías enteras de una película anterior en vez de tratar de resignificarlas. Todo, finalmente, termina estando al servicio de una película signada por el menor de los esfuerzos. Demasiado poco para una secuela que tardó casi 40 años en aparecer.
Tres horas y cuarenta horas al mismo tiempo “Avengers: Endgame es una genialidad”. Fue el primer pensamiento que se me cruzó por la cabeza cuando vi la nueva película del Universo Marvel. En dicha escena dos personajes se pelean por sacrificarse. Es un momento donde el suspenso va un crescendo hasta llegar a un desenlace lacrimógeno. Aunque debo decir que fue lacrimógeno para mí, no tanto porque en el cine lloro con cualquier cosa -incluso lo he hecho con películas horribles que simplemente supieron donde golpearme- sino porque para poder llegar a esos niveles de emotividad necesité inevitablemente conocer mucho a esos personajes. Desde ya que si conozco mucho a esos personajes no es tanto por esa película en sí (no aparecen demasiado en esas tres horas), sino porque había visto a estos personajes en films previos de Marvel. De ahí que cuando salí de la sala se me ocurrió la posibilidad de imaginarme estar visionando esta película sin haber visto ninguna película anterior de la saga de superhéroes, y llegué a la conclusión (bastante obvia por cierto) que de haber ignorado cualquier film previo no habría entendido ni por cinco segundos ni una sola cosa de lo que estaba pasando en Endgame. Yo mismo, que he visto casi todos los largometrajes de Marvel, me perdí un par de referencias a otras películas anteriores porque no vi la segunda parte de Guardianes de la galaxia ni Capitana Marvel. Así es como, por ejemplo, me vi totalmente perdido cuando la película hacía una referencia a la relación que la Capitana tenía con Nick Fury. O sea, entendí esa relación de amistad pasada, pero cuando en la película vemos la imagen compungida de la capitana viendo la imagen de Fury me fue imposible conectar con esa emoción. Da la impresión que para poder disfrutar este film plenamente no sólo hay que ver la precuela Infinity War (que claro, es inevitable a la hora de entender este film), sino también Iron Man, Guardianes de la galaxia, Thor, el díptico de Ant-Man, Avengers, Avengers: La era de ultrón y algunas más. Películas sobre las cuales Avengers: Endgame no sólo hace guiños laterales sino que construye la lógica de escenas enteras. Ver Avengers: Endgame es como ver tres horas y cuarenta horas al mismo tiempo, es una película que se construye de anteriores, como la cabeza de un monstruo del entretenimiento enorme que se dedica a mostrar acción, emoción y carisma. Es tan efectivo el monstruo que Marvel construyó su propio espectador cinematográfico (entre los que estoy incluido, claro). Uno que se queda hasta los interminables títulos de crédito hasta poder ver unos treinta segundos de película más, uno que volvió a millones de espectadores obsesivos con los spoilers (ya ni siquiera del final, sino de prácticamente cualquier cosa que pase en la película) y uno que finalmente termina viendo su universo como si fuese una serie de televisión, donde cada película termina siendo un anticipo de un final más grande. No lo digo esto peyorativamente, construir un monstruo así no es fácil. DC, su triste rival, quiso hacer algo parecido y le fue espantosamente mal. Y básicamente creo que es así porque fallaron ahí donde la Marvel triunfó. Marvel se construyó con actores tremendamente carismáticos y talentosos, algo en lo que DC falló parcialmente dándole el rol del legendario Hombre de Acero a un intérprete dueño del carisma de un trapo. Todos los actores que integran los Avengers en cambio tienen un carisma y un talento actoral a mi entender indiscutible. Robert Downey Jr. es de esos actores hiperexpresivos y con un costado melancólico que lo vuelve inevitablemente magnético. Es -cualquiera lo sabe- un intérprete que podría tener hoy varios Oscar de la Academia de no haberse dedicado a un cine al que la Academa le importa casi nada. Chris Evans, en tanto, es uno de esos actores de corte clásico, dueños de una sobriedad tan extraordinaria que hace imposible que uno reconozca de inmediato que es un gran actor. Lo digo muy en serio, basta con ver la evolución del actor desde la primera Capitán América hasta ahora y notar cómo va cambiando en cada película hacia una expresividad cada vez más desencantada. De hecho, en Avengers: Endgame hay una escena notable desde el punto de vista actoral en el cual Steve Rogers intenta convencer a un conjunto de personas que luego de la desaparición de la mitad de la humanidad ahora la vida debe seguir. A Evans solo le basta bajar un poco la mirada y bajar mínimamente el tono de voz para dar cuenta de que el contenido de su discurso no tiene nada que ver con lo que está sintiendo realmente. También Marvel se dio cuenta, a diferencia de DC, que el cine de superhéroes tiene algo de absurdo en sus propios planteos y que muchas veces el camino del humor suele ser tremendamente efectivo. Endgame lo sabe también y plantea, más de una vez, el chiste entre lo épico de un personaje y ciertos gustos a los que uno podría llamar “simples o banales”. Ahí están las referencias al amor por la cerveza de Thor (que en la pelicula tiene consecuencias insospechadas) y un chiste con selfies que de todos modos ya estaba expuesto de manera más breve en un gag extraordinario de la encantadora Thor: Ragnarok. Y así, entre películas más o menos buenas (y un par genuinamente excelentes), más o menos personales de directores muy o algo capacitados que hicieron películas con sello propio o sin ningún tipo de sello llegamos hasta Avengers: Endgame, filmada por dos hermanos a los que el sello propio les importa nada. Y el resultado es una película de personajes -muchos- despidiendo en realidad una etapa entera de una industria que va a tener que resignificar sus películas de algún modo después de esto. Es un film, si uno lo piensa, extrañamente crepuscular, de ahí que quizás la acción tarde mucho en arrancar, que algunos superhéroes estén notablemente cambiados y con una actitud que refleja agotamiento. De hecho, es un tono crepuscular que a la película le sienta bastante bien, al punto tal que cuando en la primera hora y media del largometraje se inserta un momento de acción gratuito (una pelea de Capitán América con alguien que no conviene develar) el film pierde en su primera parte un poco de interés. No es lo único que pierde interés en la película: Thanos, de los pocos villanos interesantes que tuvo Marvel, está acá mucho más desdibujado que antes, y aquel personaje trágico de Infinity es acá apenas un ser muy grandote y muy fuerte que como tantos otros villanos de este tipo de cine quiere destruir el mundo. El foco acá está en los superhéroes: no en uno, no en dos, sino en una tremenda cantidad de ellos que interactúan más o menos en la pantalla, y a los que de pronto Avengers: Endgame juega a agregarles algún “feature”: ¿Qué tal si un superhéroe tiene una hija? No importa si no está mucho tiempo en pantalla con esa hija, basta con verlo con esa chica en dos o tres escenas para que el planteo sea nuevo. Hay un Thor con dos martillos, aunque no tiene demasiado sentido que tenga dos armas dentro de la lógica de la historia. Lo importante es que tenga dos martillos. Ah, y hay otro personaje que puede manejar este martillo además de Thor, no tiene en verdad mucho sentido que lo haga pero lo importante es ver a otro personaje con ese martillo. Junto con todo esto, claro, hay superhéroes, superhéroes y superhéroes, exhibidos frente a uno como una juguetería móvil y mostrando que quizás Marvel fue la primera productora que se dio cuenta de que los superhéroes eran un género en sí mismo. Digo esto pensando en lo que señaló alguna vez Rick Altman en su excelente libro Los géneros cinematográficos. Allí Altman decía que la noción de “género puro” muchas veces era absurda, y que muchas veces los géneros no eran otra cosa que una marca visual o una figura que se repetía en distintas películas. Ahí está el western para probarlo. ¿Qué tiene que ver en verdad un melodrama como Johnny Guitar, con una comedia como Río Bravo o un drama político como Un tiro en la noche?, sencillamente la iconografía asociada al western. La Marvel advirtió que lo que convertía a los superhéroes en un género era la presencia de un superhéroe. Así que hizo comedia familiar con un superhéroe (Ant-Man), comedia absurda con un superheroe (Thor: Ragnarok); película de espionaje con un superhéroe (Capitán América y el soldado de invierno), y tragedias familiares con superhéroes (Pantera Negra). Al final, lo importante es que haya un superhéroe como factor de venta. Y la venta les salió por ahora perfecta. Uno lo nota justamente en una escena climática y épica de la película donde vemos a casi todas las criaturas Marvel juntas, una detrás de la otra. Y el problema es que son, de nuevo, tantas, que en su mayoría se vuelven intercambiables. No es nada terrible que una película sea industrial y sería ingenuo pensar que eso sea malo, pero el problema de Avengers: Endgame es que uno no puede parar de ver a la industria y su poder todo el tiempo haciendo que buena parte de los personajes que habitan allí tengan mucha menos importancia de lo que uno cree. Acá hay una necesidad de que esté todo, de que se muestre todo, y por supuesto de narrar todo lo que se pueda para poder concentrar todo lo que tiene que contarse en una duración de tres horas. De este modo, Tony Stark decide abandonar una vida triste pero también apacible mediante una sola charla con Pepper Potts, una sola charla que va a hacer que el personaje pueda tomar la decisión clave para que la trama avance y lleguemos lo más rápido posible a la acción. A punto tal llega esta suerte de liviandad en términos dramáticos que pensaba, incluso saliendo del cine mientras la mencionada escena del sacrificio volvía a mi cabeza, que si en la película se hubiera sacrificado un personaje en vez de otro, no se habría alterado tanto este film. Por eso será que el plano final es tan hermoso y es quizás el punto más alto de la película. Porque -sin adelantar demasiado- es un momento que importaba para un personaje con características particulares, y es una osadía hermosa que una película en clave gigantesca tenga hacia el final un gesto casi de felicidad minimalista, pero es una osadía licuada entre muchas otras cosas más o menos buenas, más o menos originales. Después de Endgame terminará pasando algo con Marvel: o comenzará otra etapa igual de exitosa, o será el fin de un sistema al que llamarlo popular queda chico. Marvel, en suma y no hace falta decirlo, ha cambiado la industria, y ha moldeado a un espectador. Avengers: Endgame es la representación perfecta de ese poder. Lo dije al principio de este escrito y lo vuelvo a decir ahora: Avengers: Endgame es una genialidad, es la concreción de una productora que ha cambiado la forma de concebir el cine comercial; una obra maestra del marketing y el producto de consumo. Lo que no creo en todo caso es que eso la haga una buena película.
Todos los Vincent, el Vincent Una nueva película sobre Van Gogh nos recuerda todas las versiones que el célebre pintor tuvo en la pantalla grande. ¿Por qué habrá pintado un solo lirio blanco?. —Porque se sentía solo. Este diálogo pertence a la película Mentes que brillan (Little Man Tate), la gran opera prima de Jodie Foster que gira en torno a un niño genio y en ese diálogo específico lo que se está comentando es un cuadro de un paisaje dibujado por Vincent Van Gogh. Little Man Tate es la historia de un genio triste, cuyo talento gigantesco parece ser uno de los causantes de su soledad y su condición marginal. Van Gogh es, al menos en el imaginario colectivo, un sinónimo de eso: el genio angustiado, incomprendido por un mundo que se burla de él. No es que Van Gogh sea el más sufrido de todos los artistas, de hecho ni siquiera es el más sufrido de todos los pintores geniales holandeses (Rembrandt, sin ir más lejos, sufrió tragedias horrorosas a lo largo de su vida), pero sí en algún punto el más identificado con el fracaso. Antes de ponerse a pintar, Van Gogh se caracterizó por hacer todo mal: quiso ser pastor y terminó rechazando y siendo rechazado por la propia Iglesia; su vida amorosa fue un desastre tras otro, y había fracasado incluso en cualquier puesto administrativo en el que se había desempeñado. Cuando empezó, sospechó (acertadamente) que tenía un talento realmente grande para ese arte, algo que puso de manifiesto en varias cartas a su hermano Theo, pero al mismo tiempo no pudo vender en vida más que un cuadro, lo que hizo que empezara a dudar más de una vez de su habilidad. Lejos de lo que se cree, no es que haya sido un artista totalmente incomprendido: poco antes de su muerte, su nombre ya empezaba a ser conocido en el ambiente pictórico y había recibido una crítica laudatoria de uno de los más importantes críticos de la época. Al punto tal es así que más de un biógrafo especuló que si hubiera vivido un poco más, Van Gogh hubiera podido recibir el reconociminento que merecía en vida. Pero eso no pasó: muerto a los 36 años en circunstancias sospechosas (pudo haber sido perfectamente un suicidio, pero hay teorías que dicen que pudo ser un homicidio accidental), uno de los pintores más grandes que dio el SIXX terminó siendo velado en un pequeño salón, rodeado de las muchas pinturas que había dibujado en los últmos meses. De esta manera, es tan trágica la vida de este hombre que podría decirse que su primera muestra íntegra fue en su velorio. A esto se le suma un aspecto, claro, que es el de la locura. La que incluye su automutilación (aunque de nuevo, al igual que su muerte, está rodeada de un aura de sospecha), y un encierro en un manicomio. O sea, si uno quisiera buscar un estereotipo de artista genial, loco y trágico, Van Gogh no pareciera ser otra cosa que su ejemplo más perfecto. Sus pinturas, por otro lado, parecen más de una vez reflejar esto. Aquella frase esbozada por el nene genio de Mentes que brillan es bastante cercana a lo que uno siente frente a una obra de Van Gogh. El chico ve una pintura llena de color, que exalta la naturaleza, y tiene sin embargo la sensación de que hay algo de deprimente en esa obra. No es la única pintura de Van Gogh que da esa sensación de desconcertante angustia. Su célebre pintura “La noche estrellada” posee esa rara cualidad en la que Van Gogh nos presenta un cielo alunado y estrellado hermoso, lleno de azules y amarillos refulgentes, pero al mismo tiempo basta con ver el pueblo de abajo (aquel en el que habitan los hombres) para ver apenas un par de luces prendidas y una oscuridad omnipresente sobre la que la luz del cielo no parece llegar. En sus aún más célebres girasoles, Van Gogh usa distintos tonos de amarillos que le dan a la pintura una vitalidad admirable; así y todo, basta con observar que esos girasoles están marchitos para adivinar en esos cuadros una cualidad mortuoria, un pesimismo secreto. Estas pinturas se entregan a una interpretación fácil sobre un artista y su obra. Van Gogh, pintor vital como pocos (su actividad como pintor duró apenas ocho años, lapso en los que realizó más de 900 cuadros y 1600 dibujos), era también un alma muy torturada; y no es difícil ver en sus cuadros el reflejo de ese choque entre esa energía desbordante y ese espíritu autodestructivo. Una de las primeras de las adaptaciones cinematográficas de la vida de Van Gogh tuvo algo de ese rasgo formal, al menos en lo que a tratamiento del color se refiere. El film en cuestión se llamó Lust for Life, conocida aquí en la Argentina como Sed de vivir y en España con el insólito título de El loco de pelo rojo. Un título bastante inadecuado porque el protagonista de esta película no está precisamente loco, más bien tiene instantes de locura por un espíritu desbordado y ávido de hacer algo trascendente en la vida (sea un servicio abnegado por los pobres, sea pintar). En todo caso, lo que es Sed de vivir es menos una reflexión sobre Van Gogh que una reflexión sobre la construcción de un genio en base a persistencia y aprendizaje permantente. En este sentido, la gran habilidad de este biopic del pintor (acaso el que mejor que se hizo junto con el de Pialat del ´92), es la de desestimar la idea de Van Gogh como alguien dueño de un don innato, casi mágico, para concentrarse en la idea de un trabajador incansable y dueño de una cantidad de mutaciones gigantescas a lo largo de su obra. Estará en esta película lo típico que encontramos en las películas sobre Van Gogh: su tormentosa relación con Gaughin, su internación en el manicomio, su automutilación, su relación con su hermano Theo y la idea consensuada de que murió tras dispararse en el abdomen. Casi uno diría que como película sobre Van Gogh parecería bastante convencional desde lo narrativo. Y sin embargo, lo extraño de Lust for Life es que sigue siendo al día de hoy una película fascinante y raramente distinta de cualquier adaptación que se hizo después. Primero, por su extraordinaria síntesis narrativa (la cantidad de cosas que pasan a lo largo de dos horas de relato en este film es sorprendente); en segundo lugar, por una actuación hipnótica de Kirk Douglas (que asombró entre otros a John Wayne, quien no podía creer que un “duro” de la pantalla como él haya hecho un personaje tan sufrido y frágil); y en tercer lugar y sobre todo, por el extraordinario uso del color de la película. Allí, el enorme director Vincente Minnelli inundó la película de colores dueños de una intensidad desesperante, acorde justamente a ese cromatismo tan rabioso de las pinturas de Van Gogh. Además, con el material de base que tuvo, Minnelli construyó un biopic alejado de las convenciones de las historias de vida de Hollywood. Si desde el 30 en adelante Hollywood gusta de presenar sus biopics como historias de personas que contra viento y marea superaron todo tipo de aflicciones, Sed de vivir es justamente la historia de alguien marcado por la frustración constante y por una felicidad que no parece venir nunca. Luego de esta película la figura de Van Gogh volvería a la gran pantalla con Vincent y Theo, de 1990 y dirigida por Robert Altman. Una película sufrida con gente sufriente, con un Tim Roth haciendo del célebre pintor en clave altisonante y furiosa, con una forma de caminar que parece más propia de una estrella de rock que de la persona tímida y temerosa que habían imaginado Minnelli y Kirk Douglas décadas atrás. La cuestión furiosa incluso se transmite en la propia música inicial con la que abre la película: allí escuchamos una guitarra eléctrica haciendo sonidos estridentes mientras contemplamos colores perturbadores. La escena siguiente encuentra a un hombre de una subasta vendiendo en plena década del 90 el cuadro de los girasoles de Van Gogh a millones de dólares, y de pronto un corte al SIXX, donde encontramos un Van Gogh con la cara sucia de trabajar en una mina, y durmiendo en un espacio paupérrimo. La idea es evidente: este pintor marcado por los pocos ingresos producirá cuadros que después de su muerte se venderán a millones de dólares. Justamente la idea de Altman es tomar la célebremente desgraciada de Van Gogh,para agregarle más desgracia todavía; de ahí que nunca hubo quizás otro Van Gogh más dispuesto a gestiular su dolor que este, ni una escena del corte de oreja (que normalmente los directores dejan pudorosamente fuera de campo) más explícita. El camino que toma Robert Altman en esta película de agregar negrura sobre una vida negra no parece ser el más adecuado, y de hecho parece ser el camino que tomaron hasta ahora todas las películas que se hicieron en este joven SXXI. Fueron cinco en total: un número sorprendente de biopics hechos para una sola persona. El Van Gogh de Tim Roth, más furioso que tímido Intentemos no explayaranos mucho sobre el vergonzoso telefilm que protagonizó Benedict Cunterbacht en el año 2010 (Van Gogh: painter with words), ejemplo de cine academicista e intrascendente. Tampoco en las precarias The Eyes of Van Gogh (del 2005) o The Yellow House (del 2017). A lo sumo, concentrémonos en Loving Vincent, una película de animación en la que cientos de dibujantes se encargaron de animar los cuadros del pintor para contar algunos aspectos de la vida del artista. De este modo vemos los afamados cuadros de Van Gogh moverse y hablar. El efecto es rarísimo y bastante deprimente. Los cuadros de Van Gogh, que suelen exudar tristeza, al ser animados se vuelven todavía más perturbadores, y el film no parece tener ni un solo respiro, ni un solo momento luminoso en sus escasos 90 minutos, volviendo todo excesivamente gris. Por si esto fuese poco, la propia figura de Van Gogh es vista de forma excesivamente lastimosa. Lejos del pintor-rockero furioso de Altman, este Van Gogh no hace durante toda la película otra cosa que no sea sufrir y sufrir. Porque le hacen bullying en el pueblo, porque su hermano sufre al mantenerlo, porque el Dr. Gachet le dice alguna que otra cosa fuera de lugar. Así es como durante buena parte de la película, el Van Gogh de este largometraje no hace otra cosa que pasearse con cabeza gacha recibiendo insultos, envuelto en un halo de sufrimiento que le da hasta una característica de santo pagano. Algo de eso hay en En las puertas del paraíso, la recientemente estrenada película de Julian Schnabel con Willem Dafoe en el papel de Van Gogh. El propio título del film sugiere un costado místico detrás del protagonista, y quizás por eso es que Schnabel elige para filmar la vida de Van Gogh una estética que parece remitir y mucho al cine de Terence Malick, con planos detalle de dedos tocando sembrados y cierta narrativa dispersa, que parece conjugar lo real con lo onírico. Que Schnabel elija hacer esto tiene que ver con la propia figura del pintor y las creencias religiosas que desarrolló al abandonar la Iglesia metodista. En esa creencia había una exaltación de Dios a partir del mundo de lo natural que hizo que sus pinturas de paisajes se volvieran especialmente potentes. Este misticismo natural es exaltado en una película que justamente es la que más se destaca por querer crear una puesta en escena que se adapte todo lo posible a la visión del mundo del pintor -de ahí, por ejemplo, la cantidad de planos subjetivos que tiene este largometraje-. El problema en todo caso de la película de Schnabel es que este tipo de visión sobre el pintor termina volviendo a Van Gogh una figura demasiado plúmbea, demasiado idealizada, que durante demasiados tramos parece tener una excesiva claridad sobre el mundo de la pintura, su entorno y sí mismo. Es como si la adoración de Schnabel por su protagonista fuese tal que cualquier rasgo falible termina siendo ahogado, volviendo a este Van Gogh demasiado inalcanzable. Acaso el mejor contraejemplo para este y tantos otros Van Gogh sea aquel filmado por Pialat en su obra maestra de 1992. La película, titulada sencillamente Van Gogh, es la historia de los últmos días del artista. O sea, acá no está Gauguin, ni la internación en el manicomio, ni sus primeros encuentros con los pintores impresionistas. De hecho, casi que acá tampoco hay locura. Van Gogh sólo posee una personalidad excéntrica cada tanto, y sus actos irracionales no son menos caprichosos que los de otros personajes que habitan esta película. En un momento de este film, el protagonista le dice a una mujer que toca el piano que le gusta verla tocar porque no pone las caras afectadas de los pianistas virtuosos. Acaso allí se toma secretamente una posición en la película: el virtuoso de la pintura Van Gogh está en las antípodas de todos los Van Gogh imaginados, justamente por su sobriedad y discresión. De hecho, nunca se vio a un Van Gogh como este ejecutar sus pinturas con tanta naturalidad, y sin ninguna cámara que quiera detallar el uso del color, o una música solemne de fondo que destaque el momento sublime del artista. Acaso el Van Gogh de Pialat no sea más que la perfecta contracara del imaginado décadas atrás por Minnelli. Si en el último la figura de lo genial se lograba gracias al talento pero también a la persistencia y a una necesidad espiritual, en el Van Gogh de Pialat el gesto de genio viene para quien lo ejecuta como algo completamente mecánico. Desde este punto de vista, no parece haber en Pialat ninguna mirada admirada con respecto a un personaje que rechaza cualquier característica altisonante o espectacular. De hecho, la propia puesta en escena de Pialat es por lejos la menos preciosista y estilizada de cualquier película hecha sobre el pintor, optando más por una estética de lo natural y una mirada distante hacia los usos y costumbres del SIXX. Así y todo, junto con toda esta estética de lo natural, se encuentra un detalle absolutamente genial: que este Van Gogh se pasea por la película con las dos orejas intactas, una confesión clara por parte de Pialat de que este largometraje, por más sobrio y naturalista que sea, no intenta ser una descripción precisa del artista y su entorno. Más bien, lo que nos dice Pialat, es que este Van Gogh no es otra cosa que en el fondo su Van Gogh. Es un razonamiento lógico después de todo: cualquier intento por describir fehacientemente hechos y personas que nunca conocimos y de los que nunca supimos fehcientemente cómo pensaban no puede dar como resultado otra cosa que una aproximación imprecisa y subjetiva hacia un pasado y una figura. En el fondo, todos los que imaginamos un Van Gogh somos Pialat: tomamos una persona y a partir de allí la imaginamos del modo en que mejor nos parezca. Quizás, aquellas asociaciones de Van Gogh como alguien torturado, esas especulaciones constantes que existen con la relación entre su personalidad y su obra, no sean otra cosa más que meras sospechas que elucubramos, al querer saber quién fue verdaderamente el responsable de algunas de las noches estrelladas más impresionantes y los girasoles más tristes que se hayan dibujado nunca.
Lo viejo y lo nuevo Esta semana se estrena una nueva versión de Dumbo. Y es raro expresarlo así porque decir que esta versión de Dumbo es “la nueva” implica que la versión de Walt Disney de la década del 40 sería “la vieja”. Raro porque cuando uno compara las dos versiones, la del 40 es la que exuda osadía y hasta un espíritu de modernidad, mientras la actual tiene algo de avejentada, de cansada, si se quiere. La versión de los 40 fue hecha por Walt Disney tras el fracaso estrepitoso de la extraordinaria y extravagante Fantasía. La Dumbo de ese tiempo era un ejemplo de animación hecha con menos presupuesto pero con una imaginación desbordante; con un protagonista que no emitía una palabra durante toda la película, una sabia y sorprendente utilización del fuera de campo y una secuencia lisérgica que era capaz de introducirse gratuitamente en un relato de una hora por el solo hecho de regodearse en las posibilidades de la animación. La Dumbo actual, en cambio, es otra cosa: su centro no pasa tanto por el elefante de orejas gigantes sino por los personajes que lo rodean: dos nenes y su padre que quedó manco tras la primera guerra, un dueño de un circo, algún que otro villano y un grupo de freaks. El elefante Dumbo, en tanto, parece ser aquí un personaje más, y hacia el final de la película, una suerte de perro Lassie heroico en clave más pesada y voladora. Pero volvamos a los personajes que lo rodean. Algunos se encargan, en algunas escenas, de explicitarnos qué es lo que está sintiendo el elefante de orejas gigantes en determinados momentos. Cuando Dumbo está en un acto de circo y siente miedo, una nena con espíritu científico se encargará de aclararlo verbalmente, aun cuando la imagen de Dumbo asustado sea más que clara. En otros momentos, en cambio, se ve a Dumbo volar, entonces un personaje tiene que decir que está fascinado ante este espectáculo, aún cuando -nuevamente- su expresión basta para que entendamos eso. Cuando algo así sucede, termina pasando algo: la emoción parece demasiado calculada, demasiado poco espontánea, pero también se despierta la impresión de estar ante un director que no tiene fe en sus propias imágenes, al tal punto que necesita apoyarlas con la palabra. Es bastante sorprendente esto, teniendo en cuenta que quien está detrás de la cámara es Tim Burton, realizador que más de una vez se destacó por tener personajes dueños de una expresividad desbordante, capaces de transmitir sentimientos de todo tipo con un par de miradas. Una herencia que el propio Burton admitía que venía de su amor por las películas de terror de la era silente. Y si bien la emoción no funciona demasiado en esta versión de Dumbo, a veces -no siempre- puede funcionar su humor. Esto ocurre sobre todo cuando los chistes están a cargo de ese comediante extroardinario que es Danny De Vito, una gran decisión de casting, junto a la de ese actor afortunadamente resucitado que es Michael Keaton. Ambos saben interpretar personajes curiosamente opuestos: De Vito es alguien que juega a ser villano cuando uno sabe en el fondo que terminará siendo un héroe; mientras que Keaton engaña haciendo creer que es una persona magmánima cuando todos sabemos que terminará siendo un canalla. Por otro lado es también loable por parte de Burton el proponer como nena protagonista a una chica que resulta lo contrario de lo tierno: un personaje racionalista hasta el extremo, que hasta cuando quiere convencer a Dumbo de que puede volar sin necesidad de una pluma, lo hace mediante un método deductivo. De hecho, la propia interpretación de Nico Parker (hija de Thandie Newton y todo un hallazgo de casting), contribuye con su mirada fija y su peinado exageradamente prolijo a provocar esta sensación de distancia. En contraste con estas actuaciones está la fallida elección de Eva Green para un personaje bondadoso. Tomar a una mujer con apariencia absoluta de femme fatale, producirla como tal y luego volverla una suerte de personaje tierno y compasivo es algo que difícilmente pueda llegar a creerse. A uno le da la impresión incluso de que si Green aparece aquí es más que nada por tratarse de una película de Tim Burton, y es simplemente parte de sus actrices fetiches en una película con varios actores de la factoría TB. Y acá, creo yo, se encuentra el mayor de los problemas de Dumbo: en su necesidad de que el sello Burton aparezca aunque no beneficie la película ni tenga siquiera demasiado desarrollo. Es lo que pasa en esta película con los personajes de los freaks. Se trata de personajes secundarios que en algún momento aparecen para hacer algo importante en el relato, pero que, en suma, solo están ahí porque esto es Burton, y en Burton hay freaks. Su homenaje al cine de la década del 30 también parece estar, por ejemplo, en una escena donde uno de los personajes comienza a destrozar todo al estilo de cualquier científico loco de la época de terror de la Universal. Pero se trata de una escena trabajada de modo rutinario, que luego derivará en un climax con un incendio resuelto de forma confusa, con personajes que no se sabe ni por dónde quieren meterse ni por dónde deben salir. Escenas como esta suscitan además la desconcertante sensación de que Dumbo es una película desganada. Y es raro decirlo: Burton se caracterizó durante años por ser -para bien y para mal- desatado y excesivo, así como por hacer un cine de freaks furiosos y pasionales. Pero acá todo parece muy medido, los freaks solo son unos justicieros amables, y Dumbo (que podría considerarse un freak después de todo), un animalito tierno que en la película no cuenta con más de dos o tres expresiones. Uno podría rescatar que Burton no haya renunciado al universo que lo caracterizó. Que siga tratando con temas como el circo, lo diferente y la discriminación. Pero algo cambió, y mucho. En algún momento, la identidad de Burton era lo que le permitía entregar un cine distinto, que iba a contrapelo de lo que se veía habitualmente y de lo que proponía la industria. Su amor por lo marginal y lo retro, así como los homenajes al cine clase B, le permitían llevar a cabo excentricidades: filmar una biopic en blanco y negro sobre un director conocido por lo malo que era, destrozar el cómic original de Batman para hacer una carta de amor a lo freak, homenajear la ciencia ficción de los 50 e insertarla en un relato satírico… Dumbo, como otras películas de Burton de los últimos tiempos, es el film de un director que hoy pareciera imprimir sus sellos autorales más como una obligación profesional que como algo rupturista. De este modo, lo que anteriormente era un gesto de libertad creativa hoy es un estilo que este director nos repite de forma desganada para recordarnos quién está atrás de la cámara. Un cine de un realizador artísticamente viejo, encerrado en sus temáticas recurrentes, que acude a actores ya conocidos y que hoy solo sabe ofrecer identidad, y no mucho más que eso.