La última película de Trapero goza claramente de su estilo: una problemática social poco tratada que funciona como tema central, personajes marginales que sobreviven a una cruel realidad que les ha tocado vivir, un estilo de film que roza la hibridez con el documental y un claro compromiso social.
Según contó el director, el término “carancho” fue utilizado específicamente para esta película. En la cotidianeidad no se usa este vocablo para referirse a los abogados que encuentran en la desgracia ajena una oportunidad, sino más bien el comúnmente usado “buitre”. Héctor Sosa (Ricardo Darín) es un carancho, un correambulancias que pertenece a una asociación ilícita de profesionales (abogados, policías, médicos), a la que le llaman “la fundación”, que se dedica al gran negocio de las indemnizaciones. Vive en la calle tratando de pescar algún accidente. Es un carancho que ya no elije hacer eso, que lo hace porque no le queda otra, que se ve atrapado en una realidad de la que quiere escapar. Es en las calles de La Matanza en donde conoce a Luján Olivera (Martina Gusmán), una solitaria médica residente de un hospital público, que vive arriba de una ambulancia y que es adicta a una especie de anestesia. Luján y Sosa se conocen de casualidad, pero no se involucran el uno con el otro por casualidad. Ambos elijen embarcarse en una causa común al mismo tiempo que los une una gran pasión.
Carancho vendría a ser una historia de amor, según la definición de su propio director. Pero es una historia de amor totalmente distinta a la que nos tiene acostumbrados el cine enlatado. Aquí al espectador se le hace difícil descubrir cuándo nace el amor. Es ésa quizás la causa por la cual no sienta empatía por ellos, no sufra con ellos, no se involucre. Creo que ésa es la principal grieta que atraviesa esta película: a pesar de las excelentes interpretaciones de ambos actores y de lo cruel y apasionada que es la historia, existe una despersonalización de los personajes.
Si tuviéramos que buscar unas palabras para definir está película, se podría decir que Carancho es una pieza artística. La técnica es excelente. El montaje es una exquisitez, y logra en su abundancia de planos secuencia un estilo único. Su fotografía, muy similar a la de Scorsesse, está basada en los primeros planos y planos detalles, y es oscura, sombría, terrenal. El sonido funciona como elemento evocador de la imaginación y completa la tomas. Pero la frutilla de la torta, y sobre todo pensando lo difícil que es para el cine argentino, son los efectos especiales: choques, golpes, peleas, en donde todo es muy veraz. Habrá escenas particulares dentro del film que son, por sí solas, dignas de un premio a la excelencia técnica, como la pelea entre los dos pacientes en el hospital en la que Luján debe hacer de mediadora, por ejemplo.
Hay algo que no me quedó claro, y tiene que ver con un elemento que se repite muchísimas veces en la película, y es la presencia de la jeringa. La vemos cuando Luján se droga, cuando Sosa anestesia a Vega, cuando este abogado se inyecta a sí mismo, cuando es aplicada en el hospital. No las conté, pero creo que hay diez tomas como mínimo de una jeringa en primer plano. Quizás quienes lean este post hayan encontrado cuál es el significado de esto, ya que creo que con ese elemento Trapero, sin dudas, algo quiere decir.
Carancho no cuenta una gran historia. Cuando termina quedan muchos cabos sueltos, le sobran momentos, no tiene nada de imprevisible. Pero es una historia genuina, cotidiana pero a la vez ignorada por el común de la gente. Y eso es lo que viene a hacer el nuevo cine. No viene a vendernos cuentos felices, sino a mostrarnos crudamente la realidad que vivimos para hacernos reflexionar.