Objetos del deseo: sobre Carol de Todd Hayness
En una escena clave de Carol (sexto largometraje de Todd Haynes, sin contar algunos cortos memorables y la miniserie Mildred Pierce) las protagonistas descubren que un espía, contratado por el marido de una de ellas, capturó los sonidos de su primera noche juntas. Frente al horror de las amantes (saben perfectamente que esa cinta puede ser usada en su contra), el espía argumenta que él es un profesional y que lo que está haciendo no es nada personal. En este personaje secundario frío, que difícilmente genere auténtica repulsión en los espectadores, se condensa la lógica de una sociedad pacata y moralmente rígida, que les paga a profesionales para hacer el trabajo sucio y jamás ahonda en las raíces de sus conflictos sociales, políticos y emocionales. En la última frase que enuncia este personaje también se expresa la ética del capitalismo, fiel aliado del conservadurismo moral de la sociedad que lo enmarca y protege.
Comenzar un texto sobre un drama romántico sugiriendo algunos elementos sobre la sociedad en la cual transcurre (es decir, la Estados Unidos de comienzos de los 50s) puede parecer fuera de lugar. Sin embargo, hay al menos dos buenas razones para hacerlo. Una de ellas es la obsesión de Haynes por este período histórico de su país. En parte de su filmografía (tal vez Far from Heaven / Lejos del paraíso (2002) sea el ejemplo más notable, aunque no el único) retrata a los 50s norteamericanos con afán crítico, poniendo en primer plano la tensión entre las necesidades emocionales y relacionales de sus personajes y las férreas trabas sociales que impiden que esas búsquedas emocionales se desarrollen con plenitud. En ambas películas las limitaciones trascienden el mero chismorroteo de barrio: en Lejos del paraíso, el personaje de Dennis Quaid corre un riesgo laboral tanto a partir de sus relaciones sexuales con otros hombres, como de la amistad de su esposa Cathy (Julianne Moore) con un hombre negro; en Carol, el personaje de Cate Blanchett pierde la custodia de su hija de cinco años debido a su relación con Therese (Rooney Mara).
Existe, sin embargo, otra buena razón –tal vez mejor– para inaugurar este texto apelando a la frialdad tecnicista de una sociedad enfocada en un desarrollo capitalista supuestamente imparable e inmejorable: ese mundo social es, en el cine de Haynes, una suerte de telón, que oculta relaciones afectivas que se generan en otro plano. El plano de la intimidad es el núcleo de sus dos grandes películas de época. El clasicismo de ambos films, ya destacado en varios textos sobre Carol, tiene sus raíces en cierto cine y cierta literatura creados durante el período que retrata (los melodramas de Douglas Sirk en el caso de Lejos del cielo, y la segunda novela de Patricia Highsmith en el caso de Carol). Tiene, también, un contendiente: legiones de películas de época desabridas y fotocopiadas que apelan a estrategias como mínimo dudosas para ahondar en la emocionalidad del espectador.
Durante los últimos años, muchas películas de época vienen llenando las carteleras y, también, las ternas principales de premios como los Oscar. El caso de Tom Hooper (El discurso del rey, Los miserables) y films más recientes como La teoría del todo (James Marsh, 2014) permiten ver una tendencia al retrato de época prolijo y sobrio. En su apariencia clasicista, sin embargo, estas películas esconden un conservadurismo formal del cual la película de Haynes –y el cine de Haynes en general– carecen. En Lejos del paraíso el director se apegaba a una estética calma en sus movimientos de cámara y su montaje pero desaforada en el uso de los colores. La referencia inmediata era, como se dijo, el melodrama en Tecnicolor de los 50s –principalmente aquellos dirigidos por Douglas Sirk. En Carol no parece haber referencias tan evidentes. En el gesto de no apelar a una imitación casi experimental a la hora de construir sus marcos estéticos, Carol juega una de sus cartas más arriesgadas: si se la mira de reojo, puede llegar a aparentar familiaridad con las películas asépticas e impersonales a las que hago referencia más arriba.
La originalidad de Carol se encuentra, principalmente, en su acercamiento oblicuo y original a la emotividad de la relación entre Carol y Therese. Haynes propone un encuentro entre dos mundos (Therese es joven, tiene intereses artísticos y es de un estatus socioeconómico entre medio y bajo; Carol se encuentra en una situación económica mucho más favorable, está casada y tiene una hija) que, si bien funciona como el marco social en el cual se desarrolla la película, no construye estereotipos de ninguno de los dos lados. Ni los amigos de Therese son unos pseudoartistas bohemios y pretenciosos, ni el entorno de Carol es sobreactuado en su mirada retrógrada sobre la homosexualidad. La comprensión del clima de época es uno de los mayores logros de Haynes. La sutileza y la emocionalidad contenida de la película son el nexo entre la estética preciosista y la mirada severa con que se retratan los posicionamientos políticos avalados por el grueso de la sociedad. Es sutil, también, la decisión de Haynes de no explotar la película a través de su temática: no es casual que la relación sexual entre las protagonistas haya generado mucho menos revuelo que la de La vida de Adèle (Abdellatif Kechiche, 2013), ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes hace algunos años. Si bien en ambas películas el eje central es una relación amorosa entre dos mujeres, y en ambas películas hay escenas de sexo, pareciera haber en Haynes un interés explícito por no explotar morbosamente el potencial costado amarillista de la temática.
En el trabajo de puesta en escena de Haynes hay numerosos indicios de dulzura y auténtica empatía con las protagonistas. Lo mismo ocurre con la música de Carter Burwell, usada en contados momentos, con la finalidad de contribuir a la iluminación cálida y la distancia respetuosa, más que de subrayar momentos clave de la narración. Como han señalado otros críticos, la puesta en escena de Carol se construye desde lo material, desde lo táctil. La narración, sin dejar de perder peso, por momentos queda opacada frente a objetos –seguramente intrascendentes en películas menos detallistas– como el gorro navideño que usa Therese en una de las primeras escenas, las manos delicadas de Carol/Blanchett firmando un cheque (manos que funcionan como un leitmotiv para que podamos comprender subjetivamente el embelesamiento de Therese) o el sombrero amarillo y rojo de la joven, que su amante halaga, también embelesada. La potencia de los objetos en Carol hace recordar, inmediatamente, a la apreciación de Jean-Luc Godard en el penúltimo episodio de sus Histoire(s) du cinéma (1988-1998): allí consideraba que el gran triunfo del cine de Alfred Hitchcock era lograr que ciertos objetos de sus películas (un bolso, un vaso de leche, una hilera de botellas) fueran más memorables que las propias tramas de los films. En palabras de Godard, esto demostraría que Hitchcock era capaz de “tomar el control del universo”.
Otra disyuntiva en la cual se posiciona Carol es la que podríamos llamar, a grandes rasgos, “épica versus cotidianeidad”: los grandes hechos y los grandes discursos, los momentos clave subrayados con movimientos de cámara ampulosos y rebosantes de violines, brillan por su ausencia. En contraposición, y a contrapelo de gran parte del cine norteamericano contemporáneo, los personajes de Haynes viven sus dramas personales mientras realizan actividades cotidianas. En muchas escenas, por ejemplo, vemos a los personajes ingiriendo alimentos (café, sánguches, una cena), fumando, o dedicándole tiempo a actividades recreativas (son numerosas las escenas en las que vemos a Therese tocando el piano o sacando fotos). Lejos de cierta noción afín a muchas películas de género, los personajes de Carol no viven pura y exclusivamente para los intereses del guión. En el cine de Haynes se puede respirar junto a los personajes. Carol, entonces, no trata solamente sobre dos mujeres que se aman en una sociedad que no lo permite abiertamente. Trata, también, sobre cómo se miran y se tocan esos personajes; sobre cómo se relacionan con los objetos que los rodean y sobre cómo esos objetos y los espacios físicos cumplen un rol fundamental en la forma en que se relacionan entre sí. Cuando se conocen, Therese le cuenta a Carol que le encantan los trenes de juguete. Carol se compra uno, con la sola finalidad de recordar, a través de él, a esa chica que la sacudió por completo. Haynes no filma al tren como una metáfora ni como un símbolo. Lo filma como lo que es: un tren de juguete. Por tonto que parezca, en gestos como ese reside gran parte de la belleza del film.