El hombre que siempre hacía lo correcto. Sobre Sully: hazaña en el Hudson, de Clint Eastwood Hacia la mitad de Sully: Hazaña en el Hudson, el largometraje número treinta y cinco de Clint Eastwood como director, Chesley “Sully” Sullenberger (Tom Hanks) se mete en un bar, abrumado por el reconocimiento masivo que adquirió de un día para el otro. En el bar lo reconocen, le regalan un trago inventado en su honor y, tras ver en la televisión una noticia que lo involucra, recuerda cómo fueron los acontecimientos que lo instalaron en el centro de las noticias norteamericanas. Sully es piloto de aviones, con muchos años de experiencia. Tras quedarse sin motor a una altura particularmente baja, a pocos minutos de despegar, descubre que tiene dos opciones: o aterrizar en un aeropuerto, con altas posibilidades de no llegar a tiempo y caer en el medio de la ciudad, o hacerlo en el río Hudson. Es una decisión que tiene que tomar en apenas cuatro minutos (que en realidad son menos, si consideramos que lo primero que tiene que hacer es acostumbrarse al hecho de que tiene que salvar 155 vidas en una situación límite e inédita). Sully aterriza el avión en el Hudson y todo el mundo sobrevive. Pasa a ser un héroe nacional, con toda la atención mediática que eso implica. El mayor inconveniente, sin embargo, es que la Junta Nacional de Seguridad del Transporte (de ahora en adelante, JNST) considera que tenía tiempo suficiente para llegar a un aeropuerto y que su decisión, si bien tuvo buenos resultados, puso en riesgo innecesariamente la vida de los pasajeros. Esta es la superficie de Sully, lo que verdaderamente importaría si se tratara de un drama heroico del montón, de una de esas biopics sin personalidad de las que se hacen decenas año tras año. Sin embargo, el hecho de que el aterrizaje forzoso se muestre recién en la mitad de la película a modo de recuerdo del protagonista indica que, cuando nosotros vemos el gran momento de acción y emoción, ya sabemos perfectamente cómo va a terminar. Sabemos que Sully sobrevive, que los pasajeros y las azafatas también, y que nuestro protagonista es un héroe nacional. Resulta claro, entonces, que Eastwood no deposita el interés de su película en ese momento clave, sino en algún otro lado. De hecho, Sully concluye narrativamente en otro momento: el resultado de la investigación llevada a cabo por la JNST, donde se definirá su destino laboral, económico y –esto es lo más importante– profesional. En ese desenlace hay algo de película de juicios, pero el punto central no es el abordaje lateral de este subgénero sino la oposición entre el procedimiento llevado a cabo en la investigación –un simulacro virtual del vuelo– y el saber acumulado de Sully, que le permitió actuar de la mejor manera posible en una situación extraordinaria e inesperada. Chesley Sullenberger existe y el aterrizaje forzoso en el Hudson ocurrió efectivamente, a comienzos del año 2009. Se trata de un dato obvio para el espectador estadounidense promedio, pero en Argentina el caso no tuvo tanta repercusión. El título de la autobiografía de Sullenberger en la que está basada la película es Highest Duty: My Search for What Really Matters, que podría traducirse como El deber más importante: Mi búsqueda de lo que verdaderamente importa. Y lo que –según el film, al menos– verdaderamente importa para Sully es, también, lo que verdaderamente importa en la película: el oficio, el profesionalismo y el deber. A Sully le encanta volar aviones, le encanta su trabajo, y lo hace de la mejor manera posible. Es un hombre capaz, tal vez estricto consigo mismo, que tiene una vida sencilla. Durante todo el film extraña a su esposa y a sus hijas, que están en su casa, a varios kilómetros de distancia de esa Nueva York algo caótica en la cual se desarrolla la acción. Sully es racional y responsable y, junto al quiebre que se produce en su vida a partir del aterrizaje forzoso, aparecen algunas dudas y se confirman muchas certezas. El vínculo más evidente de Sully es el cine de Howard Hawks – o, mejor dicho, cierto aspecto de su cine: la construcción de los personajes a través del oficio y el profesionalismo. Sully se define no sólo por su responsabilidad, sino también por cómo se expresa esa responsabilidad en su trabajo cotidiano. Luego, claro, esa responsabilidad también se expresa en otros espacios (Sully es coherente: actúa con calma y compromiso tanto al manejar un avión, conversar con su esposa o responder al abrazo de un desconocido), pero tiene su origen en el trabajo; es un personaje que se define por su pasión. El otro punto que emparenta a Sully con el cine de Hawks es la camaradería: los hombres que comparten aventuras logran construir un código único e intransferible. Así como la acción construye personalidad, la acción en conjunto construye empatía. Una empatía que, en esta nueva película de Eastwood, también se expande del trabajo –el vínculo entre Sully y el copiloto Jeff (Aaron Eckhart)– a los demás espacios: a diferencia de lo que ocurre en cierto cine cínico y misántropo, donde las situaciones límite sacan lo peor de los humanos, en Sully el aterrizaje forzoso construye lazos y, si bien nadie actúa con maldad, el compromiso de Sully se constituye en un ejemplo para el resto de las personas. Antes de seguir es importante aclarar algo: a diferencia de lo que pueden sugerir los párrafos anteriores, la película no es un festín de moralina ni de patriotismo exacerbado. Otro triunfo de Eastwood consiste en universalizar un hecho específico, situado espacial y temporalmente. Si Sully emociona es porque en su desarrollo logra ir un poco más allá de los aviones, el río Hudson o la JNST. Sully es la expresión consciente de una visión del mundo, donde los actos heroicos son parte de la vida cotidiana. Para que aparezca el heroísmo no es necesario viajar en el tiempo ni imaginar universos extraordinarios. Como la mayoría de los héroes del cine de Eastwood, Sully es parco y de bajo perfil. Lo interesante, sin embargo, es que su acto heroico tiene poco que ver con un coraje épico y abstracto. Por el contrario, sus decisiones están tomadas desde el conocimiento teórico y práctico de un tema específico. Tanto la decisión tomada por Sully como su notable dominio técnico tienen su raíz en un saber construido en el amor a un trabajo y una actividad. La jubilación adelantada sería una tragedia para él, no sólo porque sería echar a perder años de dedicación y esfuerzo, sino también porque la mayor parte de su vida se basa en volar aviones. Aunque por lo general en la superficie Sully parece tranquilo, esta situación límite tiene un eco a nivel interno. En coherencia con el resto del film, la actuación de Tom Hanks es sobria y contenida. Lograr que Hanks transmita bondad sin caer en la cursilería es otro logro nada menor de Eastwood. Desde su estreno, una parte considerable de la crítica y el público vienen resaltando ciertas características de Sully: su narración clásica, la presencia fantasmal y sutil del atentado a las Torres Gemelas y la reivindicación del heroísmo colectivo son algunas de ellas. Me parece que la película triunfa, sobre todo, en otro terreno: es una película que, en el marco de esa narración clásica, fluida –que, sin dudas, merece ser destacada–, logra algunos equilibrios infrecuentes. El más claro es el equilibrio entre un retrato general de la situación (el aterrizaje forzoso, espectacular y adrenalínico) y los procesos internos del protagonista. Para construir este equilibrio a nivel narrativo, Eastwood utiliza los procesos internos como trampolín para mostrar los hechos generales. Más allá de la solidez, lo atractivo es la distancia narrativa. La película es comprensiva y comparte la admiración por el protagonista, sin perder de vista ese trabajo grupal que también es destacado por el propio Sully y donde la participación de su copiloto es fundamental. El propio tema de la película, por otra parte, permite eludir con elegancia ciertas referencias políticas o ideológicas directas, que cada tanto son la piedra en el zapato clasicista de Eastwood (El francotirador es el ejemplo más claro). Donde sí podría haber caído con facilidad es en el golpe de efecto o el clímax-impacto, que –en distinta medida– estuvieron presentes en algunos films del último tiempo (Río místico, Million Dollar Baby o, más recientemente, Gran Torino). Sully pertenece a otra clase de obras eastwoodianas; como Bird o Invictus, permite pensar al cine biográfico de otra manera. Se trata de películas sobrias pero no insulsas, que abrazan a sus protagonistas con admiración sin perder de vista los mundos y relaciones en los que se mueven. El paso de Sully por el ejército y cómo esa formación castrense también es parte constitutiva del profesionalismo del personaje –un aspecto destacado por mi amigo Natalio Pagés en charlas personales y apenas trabajado en las lecturas más frecuentes de la película– merece una atención particular, en tanto vincula a Sully con ciertos elementos reaccionarios recurrentes en la obra del director. Ese análisis quedará para otra ocasión. Por el momento, resulta interesante ver cómo incluso en sus películas más nobles y pacíficas aparecen contradicciones que Eastwood viene desarrollando en su filmografía desde hace décadas y que, a esta altura, le son tan propias y determinantes como su capacidad narrativa.
El desprecio. Sobre Despues de nosotros de Joachim Lafosse El belga Joachim Lafosse viene consolidando, a lo largo de siete largometrajes, una filmografía basada en un tema cinematográficamente curioso: la relación entre la propiedad privada y los lazos afectivos. Ya en su primera película “grande” –y tercera en total–, Propiedad privada (Nue propriété), una madre y sus dos hijos tenían una relación tensa, atravesada por la venta de una casa que le pertenecía a los tres. En dos películas posteriores, Alumno libre (Élève libre, 2008) y Perder la razón (À perdre la raison, 2012), las relaciones humanas también se encontraban atravesadas por el poder: en el primer caso, la dominación se ejercía a través de la admiración y la fascinación (la propiedad privada, en cierto modo, pasaba a ser el protagonista adolescente); en el segundo, a través del capital económico. Después de nosotros –trillado título local para un film que en realidad se llama L’économie du couple o Economía de pareja– tiene un vínculo más cercano con Propiedad privada, aunque aquí la relación clave no es entre una madre y sus hijos, ni entre dos hermanos, sino entre un hombre y una mujer en plena separación. La pareja en cuestión, Maria y Boris, llevan casados varios años y tienen dos hijas en común. Ella tiene un trabajo más estable que él y, gracias a su familia adinerada, pudieron comprar la casa en la que viven. Él es arquitecto y llevó a cabo la tarea de remodelar la casa. Cada uno aportó algo diferente: él la fuerza de trabajo, ella el capital. Tras la separación, les cuesta definir qué porcentaje de la propiedad le corresponde a cada uno. Peor todavía, él no tiene un lugar estable a donde mudarse, lo cual implica que tienen que convivir durante varias noches y varios días. Maria y Boris ya no se toleran, y esta es la base sobre la cual se construyen todos los otros conflictos de la película. La casa, tercer personaje en discordia, es el marco de casi todas las escenas. No hay mirada fulminante, grito o palabra hiriente que se desarrolle fuera de ese hogar que ya no es y que, sin embargo, en cierto modo, tiene que seguir siendo a la fuerza. Hay otro elemento clave que emparenta a Después de nosotros con Propiedad privada y las distancia, a su vez, del resto de la filmografía de Lafosse: ambas son películas “de interiores” con una estructura reiterativa, casi circular. Si ya en Propiedad privada las discusiones constantes construían un clima agobiante, acá la apuesta se redobla: la mayoría de las peleas son trilladas, asfixiantes en su cotidianeidad, y al no haber grandes clímax de tensión el ritmo se termina volviendo cansino. Es una película de una hora cuarenta minutos que parece durar más de dos. Esto, sin embargo, no es un problema –o, al menos, parece una decisión consciente del director–: Después de nosotros logra transmitir el cansancio de las parejas enfrentadas, el agotamiento que genera convivir día a día con un otro intolerable. La violencia nunca es física, aunque sí está cargada de gritos y reproches. Las miradas tienen un lugar central (por ejemplo, en la escena de la cena con amigos, tal vez la más tensa de la película). Lo mismo ocurre con los cuerpos cansados –sobre todo el de Bérénice Bejo–, que cargan con esos años de convivencia convertidos en rechazo. Algunas escenas se distancian de esta dinámica asfixiante: hacia el final, por ejemplo, padres e hijas bailan la canción “Bella” de Maître Gims, momento que funciona como un breve interludio de calma y goce en medio de la tormenta y, a la vez, aporta una nueva mirada sobre la familia en proceso de destrucción. Luego del baile, Maria y Boris se reencuentran en la intimidad, con placer y algo del cariño que en alguna época indudablemente se tuvieron. Pero las cosas no son tan fáciles; como sabe cualquiera que haya estado en pareja, un momento de ternura no soluciona problemas de fondo. Es un logro del equipo de guionistas (el más amplio de la filmografía de Lafosse: él mismo, Fanny Burdino, Thomas van Zuylen y la escritora Mazarine Pingeot) que en esa corrosión, en esos enfrentamientos constantes, no haya una preponderancia moral o intelectual de ninguno de los dos: ella es pura tensión y límites, él parece más relajado y, en consecuencia, capaz de disfrutar algunas situaciones con cierto distanciamiento. En el fondo, los dos están igualmente afectados, y por cada situación en que Boris –el también cineasta Cédric Kahn– golpea con su frialdad emocional, Maria incomoda con gestos o palabras de desprecio que parecen fuera de lugar. El resultado es un juego de suma cero. A los personajes, parece decir Lafosse, no tenemos que juzgarlos por sus sentimientos. El correlato de esta frialdad, estos gritos, esta confusión emocional que atraviesa a Después de nosotros es la casa que habitan los protagonistas. Una casa que es parte de la disputa por partida doble: porque es un bien en juego en la separación y porque es el escenario de todo lo que ocurre dentro del film, y de un pasado –ese nosotros de la traducción argentina– que sospechamos amoroso, aunque se nos presenta como una incógnita. La incógnita del amor entre Maria y Boris también es parte de la película y se construye en los planos que Lafosse le dedica a la casa, tanto cuando está habitada como cuando no lo está. Esas habitaciones vacías no implican grandes interrogantes existenciales sino un misterio más cotidiano: el del uso que se le da a los espacios, la idea de que los lugares se ven afectados por los vínculos humanos que allí se construyen. El hecho de que la casa sea aséptica en su belleza, un poco como las casas de las intrigas burguesas de Claude Chabrol, refuerza el vínculo entre el aspecto emocional del drama de pareja y la adscripción social del conflicto económico que –parcialmente– lo impulsa. Las relaciones de poder y los enfrentamientos atraviesan el cine de Lafosse y, sin embargo, en cierto sentido sus películas parecen ligeras, porque la tensión del relato y de las actuaciones no se refuerzan con una tensión desde la puesta en escena. El cineasta belga sigue la tradición de franceses como Jacques Doillon o Maurice Pialat, quienes construían dramas emocionales –y, cada tanto, escabrosos– sin grandilocuencias estéticas ni grandes crescendos narrativos. La distancia de la puesta tiene que ser justa. Si se trata de dramas “a escala humana”, como diría Hong Sang-soo, el espectador también tiene que ser humanizado, no manipulado por la construcción del relato cinematográfico. Después de nosotros no funciona como una acumulación de discusiones ni se sostiene en actuaciones histéricas. Al apelar a la cotidianeidad en la exposición de los vínculos, la narración por momentos se resiente; el film se vuelve demasiado frágil y, en consecuencia, le cuesta sobreponerse a los altibajos. Esto, sin embargo, no es un problema serio. Su ritmo es el de la dinámica agotadora de las parejas en conflicto; la repetición se vuelve dolorosa y molesta. Llegado cierto punto, uno sólo quiere que Después de nosotros se termine: es un camino poco placentero, un callejón sin salida; es triste y desesperante, como darse la cabeza contra la pared una y otra y otra vez.
Un murmullo lejano. Sobre límites y distancias en La Bruja Hace aproximadamente un mes se estrenó en Argentina La bruja (The Witch, 2015), primer largometraje del norteamericano Robert Eggers. Es común que cada tres o cuatro semanas se estrene una película de terror a nivel nacional. Muy cada tanto, alguna de esas películas goza de un consenso favorable entre la crítica. El año pasado pasó con Te sigue (It Follows, David Robert Mitchell, 2014), una película interesante que se estrenó en Argentina dieciséis meses después de su premiere en el Festival de Cannes, cuando ya había sido vista vía internet por casi todos los interesados en el género. El cine de terror cosecha 2016 ya había tenido su primer semi-consenso crítico a nivel nacional con Los hijos del diablo (The Hallow, 2015), también un debut, aunque en este caso de un irlandés llamado Corin Hardy. La sobrevaloración crítica de Los hijos del diablo se debió, creo, a un mecanismo muy frecuente: como la gran mayoría de las películas de terror que se estrenan en los cines locales son fotocopias deslucidas de historias ya conocidas por todos, secuelas intrascendentes o máquinas de sobresalto gratuito (y, a veces, todas esas cosas juntas), apenas aparece una película más o menos atractiva pasa a convertirse en la nueva revelación del género. Los hijos del diablo arrancaba de manera prometedora, pero hacia la mitad se convertía en todo eso a lo que le venía escapando: un caos de bichos digitales y desprolijidad narrativa. Explico esto, en parte, para argumentar mi escepticismo hacia La bruja, la supuesta nueva gran película de terror que pasaba por las salas nacionales. Lo primero que se puede decir de La bruja es que apunta alto desde su nivel más básico: propone un juego entre drama familiar, terror sobrenatural y temática religiosa que la posiciona en un diálogo directo con El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973). Como mirada general sobre el género, creo que incluso las películas más creativas de los últimos años no logran salirse de las diferentes matrices establecidas por los clásicos de los setentas y ochentas (matrices que probablemente fueran previas, sólo que en esas décadas se reinventaron con particular originalidad): así como La bruja entabla un diálogo con El exorcista, Te sigue lo hace con Noche de brujas (Halloween, John Carpenter, 1978) y Pesadilla en lo profundo de la noche (A Nightmare on Elm Street, Wes Craven, 1984). La cuestión es si logran dialogar con argumentos propios o si son –para repetir una expresión usada más arriba– una mera fotocopia deslucida. El debut de Eggers tiene la característica de trabajar al horror desde diferentes planos. En resumen: La bruja trata sobre una familia inglesa que, a mediados del siglo XVII y recién llegada a tierras americanas, es expulsada de la comunidad en la que viven. Al poco tiempo de instalarse en una casa precaria al lado del bosque desaparece, en un abrir y cerrar de ojos, el bebé de la familia. Las acusaciones recaen, inmediatamente, sobre la hija mayor, que era quien lo estaba cuidando en el momento de la desaparición. El peso de la religión y la creencia en la brujería tienen un lugar crucial en estas acusaciones: la joven, en plena adolescencia y autodescubrimiento sexual, es señalada como una bruja por su propia madre. La película se debate, de acá en adelante, entre el drama familiar suscitado por estas acusaciones (y otros acontecimientos tan trágicos como la desaparición del bebé) y la búsqueda por parte de otro de los hijos de una supuesta bruja que vive en el bosque. A diferencia de El exorcista, donde el espectador y los protagonistas viven paralelamente la conversión del escepticismo a la creencia religiosa (en el marco de la diégesis del film, de más está decirlo), en La bruja los personajes creen desde el comienzo en la presencia de seres sobrenaturales. La complejidad de La bruja reside justamente en ese cuerpo heterogéneo, donde el horror es, al mismo tiempo, religioso-social y sobrenatural. La contracara más evidente podría ser La aldea (The Village, M. Night Shyamalan, 2004), en la cual el horror social reemplaza al horror sobrenatural. A su vez, este carácter dual está directamente vinculado con una dualidad estética: por un lado, La bruja funciona en su puesta en escena fría y distante, cuya calma aparente sugiere todo el tiempo el advenimiento del espanto. Esto no quita, sin embargo, que la película resulte, por momentos, demasiado prolija para su propio bien. O para decirlo de otra forma: es una película que apenas comienza establece su zona de confort y apenas sale de allí durante el resto del metraje. Algunos pasajes del film chocan por salirse de la propuesta inicial, pero son pocos. Un ejemplo claro es el plano de la bruja joven atrayendo a su casa al niño que salió a buscarla. No sorprende, sin embargo, que estas pocas derivaciones estéticas sean, también, los momentos más fallidos del film: La bruja funciona cuando se siente cómoda y estable. Otro aspecto atractivo de la película es que logra crear un universo uniforme apelando a influencias diversas, que trascienden los ámbitos de la ficción y el imaginario de terror. En la escena de la posesión del niño, por ejemplo, es posible rastrear algo del Dreyer de Dies irae (Vredens dag, 1943) – si bien no en forma de homenaje o guiño explícito, sí en cierta austeridad a la hora de poner en escena un estado límite y expresivo (en este aspecto, la distancia con el film de Friedkin es abismal). La austeridad de la puesta en escena funciona doblemente: en parte porque contribuye al impacto de las escenas de mayor potencia emocional (la escena clave de la cabra Black Phillip es un buen ejemplo) y en parte porque es coherente con el dogmatismo religioso en que viven los protagonistas. Funciona como contribución a un clima moral gris y opresivo, pero también como un posicionamiento del punto de vista: el terror se concreta porque nos sentimos parte de ese clima y no por elementos externos o artilugios baratos. Un último elemento a destacar es que La bruja juega desde el comienzo con la idea del límite: qué mostrar y cómo mostrarlo es una pregunta constante. Desde la primera escena, donde en la iglesia de la comunidad informan a la familia de su expulsión, el foco está puesto en cómo el horror impacta en los rostros y las miradas de los personajes. Si el foco estuviera puesto exclusivamente en cómo los afecta a nivel interno, se convertiría en un film estrictamente psicologista. Si estuviera puesto en aquello que origina el horror, correría el riesgo de caer en la redundancia visual, a costa de dejar de generar auténtico terror para pasar a asustar o desagradar. El film no evita estos dos puntos, sino que busca una suerte de equilibrio. Hacia el final, Eggers opta por mostrar un aquelarre (no es la primera vez que muestra el horror, pero sí la primera vez que lo hace con claridad, con pulcritud). En este momento la película llega a su zona de mayor peligro y, a la vez, alcanza el punto en el cual ya no queda nada más por mostrar: no es casual que sea justo en su momento final cuando abraza de lleno uno de sus límites (con sutileza, pero lo abraza al fin). La película podría continuar: mostrar qué ocurre una vez que la joven conoce a las brujas sería coherente con lo que se viene narrando hasta el momento. Sin embargo, Eggers hace coincidir el límite expositivo del film con su clímax narrativo. Más allá de que agrade o no la decisión de mostrar el aquelarre, este final es una nueva –la última– muestra de coherencia de la película.
Los actos cotidianos. Sobre La acusación, de Chaitanya Tamhane Court, el debut cinematográfico de Chaitanya Tamhane, es la primera película india estrenada en los cines comerciales platenses en dios sabe cuánto tiempo. Su estreno no es casual: el film (cuyo título local es La acusación) ganó el premio a mejor película en la Sección Orizzonti del Festival de Venecia en el año 2014 y en la edición 2015 del BAFICI – hecho clave para entender por qué un atípico drama político indio tuvo un estreno tan aclamado y masivo en los cines argentinos. Una de las cuestiones que conviene dejar en claro a la hora de hablar de Court es que sería un error considerarla un drama judicial, si bien casi todas las sinopsis que se han escrito sobre la película (y, a decir verdad, la trama general del film) apuntan en esa dirección. En pos de la brevedad, sintetizo: Narayan Kamble, un músico-poeta de 65 años (que también es docente y supo militar en diferentes agrupaciones políticas) es acusado de incitar a un empleado público al suicidio a través de una de sus canciones. A partir de esta premisa se desarrolla una trama en la cual el desarrollo del juicio tiene un lugar clave, pero que, sin embargo, no ocupa el centro del film. Esto se debe, al menos, a dos motivos. Uno es que a Tamhane le interesa mostrar todo aquello que ocurre por fuera del tribunal y que, de diferentes maneras, contribuye a sustentar lo que ocurre dentro. El otro, que la persecución ideológica a Kamble va más allá de la condena por supuesta incitación al suicidio. La idea de que lo que ocurre contra el poeta es una persecución ideológica se basa en un acontecimiento que ocurre hacia el final de la película: una vez que su abogado logra demostrar que el empleado público no se suicidó, sino que murió por no acatar las normas de seguridad necesarias para llevar a cabo su trabajo (negligencia que, dicho sea de paso, tiene como responsable al Estado, y no al pobre empleado), el sistema judicial vuelve a arremeter contra Kamble, con una acusación totalmente nueva. Esta persecución, sin embargo, no tiene relación con ninguna conspiración ni con intereses políticos definidos. El punto es que la zona legal en la cual la fiscal se ampara para acusar a Kamble está repleta de grises. Se trata de acusaciones que tienen que ver, por ejemplo, con “ofender a la tradición india”. El supuesto suicidio del empleado funciona como una excusa para atacar al poeta. Una excusa, sin embargo, intercambiable por otras. En este contexto, Kamble parece no tener escapatoria: la ley, de una o de otra manera, está del lado de sus persecutores. Es posible imaginar a la situación judicial de Court como un disparador. Tamhane se sirve de ella para presentar una mirada crítica hacia el sistema judicial indio, pero también para observar cómo cierto sentido común aparentemente muy extendido en la sociedad india sustenta ese sistema judicial y los conservadores territorios grises que habilitan a la persecución del poeta. Esto resulta evidente, sobre todo, en las escenas donde podemos observar el día a día de la fiscal: lejos del personaje que en la corte argumenta contra Kamble con furia contenida, la mujer es una madre y esposa común y corriente, que cocina para su marido y sus hijos, charla sobre ropa con una amiga y va cada tanto al teatro. Tras la normalidad de las situaciones es posible observar una coherencia política, cristalizada tanto en la recurrente expresión “no se puede confiar en nadie” como en el goce frente a una obra de teatro explícitamente xenófoba – que funciona, por otra parte, como contracara de la poesía contestataria y poco amable de Kamble. La puesta en escena rigurosa de Tamhane construye una mirada específica sobre el contexto cultural y, también, sobre el contexto socioeconómico: la fiscal pertenece a la clase media, mientras que el abogado defensor pertenece a una clase económica acomodada. Vinay Vora, el abogado de Kamble, es hijo de una pareja adinerada (son dueños del edificio en el que viven) y tiene gustos y posicionamientos absolutamente diferentes a los de la fiscal: escucha jazz mientras maneja de noche, es soltero, y dicta conferencias sobre derechos humanos. A sus ojos, la acusación contra el poeta es un horror. En el acercamiento a su personaje, Tamhane hace una de sus apuestas –y logros– más contundentes: situarse del lado de Vora, sin por eso glorificarlo. La sutileza política de Court se corresponde con su sutileza estética. El abogado defensor es, no sólo un tipo sensible, progresista y, hasta donde podemos ver, honesto, sino también un personaje ligeramente patético: la relación infantil que tiene con sus padres es una muestra cabal de esto, al igual que la escena en la que lo vemos quedarse dormido frente a la pantalla del televisor con un vaso de whisky en la mano. Esto no quita, sin embargo, que Vora tenga razón. No sólo en cuanto a la infundada acusación que constituye el núcleo de la trama, sino también la razón ideológica que configura políticamente al film. Hacia el final de la película, Vora le critica al juez que, mientras Kamble va a tener que pasar semanas encerrado en una celda esperando el juicio, la corte –y, junto con ella, el propio juez y los empleados judiciales– van a entrar en su período de vacaciones. La fuerza política de este contraste es puesta en escena cuando, tras un magnífico plano en el que un grupo de empleados apagan las luces de la corte y cierran la puerta, Tamhane nos muestra al juez y sus compañeros de trabajo vacacionando. Nuevamente aparece en escena, ahora en la conducta y expresiones del juez, una comprensión conservadora del mundo que no se vuelve menos desesperante por el hecho de que Tamhane salpique muchos tramos de la película con una comicidad seca. Este humor aparece en la escena de las vacaciones de la “familia judicial”, pero también mucho antes, en una escena magnífica en la cual, en medio de un discurso de Vora sobre derechos humanos, un empleado aparece súbitamente en la sala con un ventilador de pie. En Court, las acciones más cotidianas encierran un extrañamiento: no hay un significado detrás de eso –no tiene por qué haberlo–, pero tiene la gran bondad de desnaturalizar. Son situaciones que invitan a reconsiderar lo que damos por supuesto. Ese es justamente el secreto del film y la razón por la cual, a contrapelo de la mayor parte de los dramas judiciales, no necesita poner largos monólogos de denuncia en boca de ningún personaje: Tamhane desnuda el delirio del sistema judicial indio, y las bases sociales en las cuales se asienta, con la calma del que sabe que tiene la razón de su lado. En lugar de atarse a diálogos extensos, presenta los posicionamientos ideológicos de los personajes a través de sus acciones cotidianas. En vez de mostrar el sufrimiento del poeta en la prisión (sufrimiento acrecentado por su edad y la certeza de que el encierro está perjudicando su salud), Tamhane nos muestra su contracara: la relajación del juez mientras vacaciona, los momentos de ocio de la fiscal con su familia. Court nos dice que el terror se construye sobre cimientos cotidianos, y que es justamente eso lo que lo vuelve difícil de destruir. Y en el medio, el cineasta aprovecha para presentar un fresco de la India urbana contemporánea, poniendo en juego relaciones de clase, lógicas familiares, las huellas del colonialismo inglés y las complejidades idiomáticas del territorio. Así, el debut de Tamhane se inserta en una de las más bellas tradiciones del cine político: aquella que toma posicionamiento sin por eso dejar de ilustrar la ambigüedad.
Objetos del deseo: sobre Carol de Todd Hayness En una escena clave de Carol (sexto largometraje de Todd Haynes, sin contar algunos cortos memorables y la miniserie Mildred Pierce) las protagonistas descubren que un espía, contratado por el marido de una de ellas, capturó los sonidos de su primera noche juntas. Frente al horror de las amantes (saben perfectamente que esa cinta puede ser usada en su contra), el espía argumenta que él es un profesional y que lo que está haciendo no es nada personal. En este personaje secundario frío, que difícilmente genere auténtica repulsión en los espectadores, se condensa la lógica de una sociedad pacata y moralmente rígida, que les paga a profesionales para hacer el trabajo sucio y jamás ahonda en las raíces de sus conflictos sociales, políticos y emocionales. En la última frase que enuncia este personaje también se expresa la ética del capitalismo, fiel aliado del conservadurismo moral de la sociedad que lo enmarca y protege. Comenzar un texto sobre un drama romántico sugiriendo algunos elementos sobre la sociedad en la cual transcurre (es decir, la Estados Unidos de comienzos de los 50s) puede parecer fuera de lugar. Sin embargo, hay al menos dos buenas razones para hacerlo. Una de ellas es la obsesión de Haynes por este período histórico de su país. En parte de su filmografía (tal vez Far from Heaven / Lejos del paraíso (2002) sea el ejemplo más notable, aunque no el único) retrata a los 50s norteamericanos con afán crítico, poniendo en primer plano la tensión entre las necesidades emocionales y relacionales de sus personajes y las férreas trabas sociales que impiden que esas búsquedas emocionales se desarrollen con plenitud. En ambas películas las limitaciones trascienden el mero chismorroteo de barrio: en Lejos del paraíso, el personaje de Dennis Quaid corre un riesgo laboral tanto a partir de sus relaciones sexuales con otros hombres, como de la amistad de su esposa Cathy (Julianne Moore) con un hombre negro; en Carol, el personaje de Cate Blanchett pierde la custodia de su hija de cinco años debido a su relación con Therese (Rooney Mara). Existe, sin embargo, otra buena razón –tal vez mejor– para inaugurar este texto apelando a la frialdad tecnicista de una sociedad enfocada en un desarrollo capitalista supuestamente imparable e inmejorable: ese mundo social es, en el cine de Haynes, una suerte de telón, que oculta relaciones afectivas que se generan en otro plano. El plano de la intimidad es el núcleo de sus dos grandes películas de época. El clasicismo de ambos films, ya destacado en varios textos sobre Carol, tiene sus raíces en cierto cine y cierta literatura creados durante el período que retrata (los melodramas de Douglas Sirk en el caso de Lejos del cielo, y la segunda novela de Patricia Highsmith en el caso de Carol). Tiene, también, un contendiente: legiones de películas de época desabridas y fotocopiadas que apelan a estrategias como mínimo dudosas para ahondar en la emocionalidad del espectador. Durante los últimos años, muchas películas de época vienen llenando las carteleras y, también, las ternas principales de premios como los Oscar. El caso de Tom Hooper (El discurso del rey, Los miserables) y films más recientes como La teoría del todo (James Marsh, 2014) permiten ver una tendencia al retrato de época prolijo y sobrio. En su apariencia clasicista, sin embargo, estas películas esconden un conservadurismo formal del cual la película de Haynes –y el cine de Haynes en general– carecen. En Lejos del paraíso el director se apegaba a una estética calma en sus movimientos de cámara y su montaje pero desaforada en el uso de los colores. La referencia inmediata era, como se dijo, el melodrama en Tecnicolor de los 50s –principalmente aquellos dirigidos por Douglas Sirk. En Carol no parece haber referencias tan evidentes. En el gesto de no apelar a una imitación casi experimental a la hora de construir sus marcos estéticos, Carol juega una de sus cartas más arriesgadas: si se la mira de reojo, puede llegar a aparentar familiaridad con las películas asépticas e impersonales a las que hago referencia más arriba. La originalidad de Carol se encuentra, principalmente, en su acercamiento oblicuo y original a la emotividad de la relación entre Carol y Therese. Haynes propone un encuentro entre dos mundos (Therese es joven, tiene intereses artísticos y es de un estatus socioeconómico entre medio y bajo; Carol se encuentra en una situación económica mucho más favorable, está casada y tiene una hija) que, si bien funciona como el marco social en el cual se desarrolla la película, no construye estereotipos de ninguno de los dos lados. Ni los amigos de Therese son unos pseudoartistas bohemios y pretenciosos, ni el entorno de Carol es sobreactuado en su mirada retrógrada sobre la homosexualidad. La comprensión del clima de época es uno de los mayores logros de Haynes. La sutileza y la emocionalidad contenida de la película son el nexo entre la estética preciosista y la mirada severa con que se retratan los posicionamientos políticos avalados por el grueso de la sociedad. Es sutil, también, la decisión de Haynes de no explotar la película a través de su temática: no es casual que la relación sexual entre las protagonistas haya generado mucho menos revuelo que la de La vida de Adèle (Abdellatif Kechiche, 2013), ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes hace algunos años. Si bien en ambas películas el eje central es una relación amorosa entre dos mujeres, y en ambas películas hay escenas de sexo, pareciera haber en Haynes un interés explícito por no explotar morbosamente el potencial costado amarillista de la temática. En el trabajo de puesta en escena de Haynes hay numerosos indicios de dulzura y auténtica empatía con las protagonistas. Lo mismo ocurre con la música de Carter Burwell, usada en contados momentos, con la finalidad de contribuir a la iluminación cálida y la distancia respetuosa, más que de subrayar momentos clave de la narración. Como han señalado otros críticos, la puesta en escena de Carol se construye desde lo material, desde lo táctil. La narración, sin dejar de perder peso, por momentos queda opacada frente a objetos –seguramente intrascendentes en películas menos detallistas– como el gorro navideño que usa Therese en una de las primeras escenas, las manos delicadas de Carol/Blanchett firmando un cheque (manos que funcionan como un leitmotiv para que podamos comprender subjetivamente el embelesamiento de Therese) o el sombrero amarillo y rojo de la joven, que su amante halaga, también embelesada. La potencia de los objetos en Carol hace recordar, inmediatamente, a la apreciación de Jean-Luc Godard en el penúltimo episodio de sus Histoire(s) du cinéma (1988-1998): allí consideraba que el gran triunfo del cine de Alfred Hitchcock era lograr que ciertos objetos de sus películas (un bolso, un vaso de leche, una hilera de botellas) fueran más memorables que las propias tramas de los films. En palabras de Godard, esto demostraría que Hitchcock era capaz de “tomar el control del universo”. Otra disyuntiva en la cual se posiciona Carol es la que podríamos llamar, a grandes rasgos, “épica versus cotidianeidad”: los grandes hechos y los grandes discursos, los momentos clave subrayados con movimientos de cámara ampulosos y rebosantes de violines, brillan por su ausencia. En contraposición, y a contrapelo de gran parte del cine norteamericano contemporáneo, los personajes de Haynes viven sus dramas personales mientras realizan actividades cotidianas. En muchas escenas, por ejemplo, vemos a los personajes ingiriendo alimentos (café, sánguches, una cena), fumando, o dedicándole tiempo a actividades recreativas (son numerosas las escenas en las que vemos a Therese tocando el piano o sacando fotos). Lejos de cierta noción afín a muchas películas de género, los personajes de Carol no viven pura y exclusivamente para los intereses del guión. En el cine de Haynes se puede respirar junto a los personajes. Carol, entonces, no trata solamente sobre dos mujeres que se aman en una sociedad que no lo permite abiertamente. Trata, también, sobre cómo se miran y se tocan esos personajes; sobre cómo se relacionan con los objetos que los rodean y sobre cómo esos objetos y los espacios físicos cumplen un rol fundamental en la forma en que se relacionan entre sí. Cuando se conocen, Therese le cuenta a Carol que le encantan los trenes de juguete. Carol se compra uno, con la sola finalidad de recordar, a través de él, a esa chica que la sacudió por completo. Haynes no filma al tren como una metáfora ni como un símbolo. Lo filma como lo que es: un tren de juguete. Por tonto que parezca, en gestos como ese reside gran parte de la belleza del film.
Brusco y melancólico. Sobre las bondades de `El 5 de Talleres´ Patón (Esteban Lamothe) tiene 35 años y juega de 5 en el equipo de fútbol Talleres de Remedios de Escalada. Juega ahí desde hace muchos años. No es particularmente bueno (nadie en el equipo lo es, en realidad), pero es una especie de referente para sus compañeros más jóvenes. Lo quieren y lo respetan, más allá de que, tanto verbal como físicamente, tienda a hacer bromas subidas de tono. Otra característica de Patón: putea mucho y mete insultos en cada frase que puede. Patón tiene ganas de dejar el fútbol, pero no es fácil: es a lo que se dedicó toda su vida, lo que mejor sabe hacer y donde tejió gran parte de sus vínculos sociales. Dejar el fútbol representa incertidumbre y una certera sensación de vacío. Por primera vez en su vida (o en gran parte de ella, al menos) tiene la posibilidad de sacar el piloto automático y tomar un rumbo nuevo. Este dilema, expresado en parte a través de soliloquios internos inaudibles para el espectador, constituye el eje de El 5 de Talleres, segundo y notable largometraje de Adrián Biniez. Lo primero que se puede destacar de El 5 de Talleres (porque es lo más visible, lo más obvio, y también porque lo considero la clave formal a partir de la cual se articula toda la película) es su abordaje de la comedia desde algo que por momentos hace acordar al costumbrismo. No se trata de costumbrismo, porque no hay un retrato específico de las costumbres y actividades propias de un sector social. Sin embargo, en la construcción minuciosa de los gestos y los modismos, se observa un cuidado por intentar entender cómo viven, piensan y sienten unos personajes que, si bien no son representantes totales ni dicen algo definitivo sobre la clase social a la que pertenecen, sí son inseparables de su contexto geográfico, su bagaje cultural y sus posibilidades económicas. La relación de Patón con su novia, su familia y sus compañeros del equipo de fútbol se va desarrollando a través de una línea narrativa suave, sin estridencias ni golpes de efecto. Es una película amable, en la que los pasos de humor surgen del vínculo que uno logra establecer con los personajes y de la empatía con la cual son observados por el propio film. El derrotero del equipo de fútbol, por ejemplo, es lamentable: da la impresión de que lo que mejor saben hacer es jugar desastrosamente y perder. La película hace algunos chistes al respecto, que podrían resultar crueles, sobre todo considerando que la situación general del equipo (económica y en la tabla de posiciones) es delicada. Sin embargo, las bromas están hechas con la ternura propia de una mirada que sabe posicionarse en el punto justo, alejada tanto de la condescendencia como del distanciamiento cínico. Mejor aún es la delicadeza narrativa y formal con que son llevadas a cabo: pensemos, por ejemplo, en los resultados de los partidos que aparecen cada tanto a modo de placas y funcionan como amables pasos de comedia y, a la vez, como una demostración palpable de la decadencia del equipo. A la par de este juego ligero alrededor de los fracasos de un equipo de fútbol y las formas de expresarse de sus miembros, se da un drama: el del propio Patón, que tras ser suspendido durante varias fechas comienza a considerar la posibilidad de dejar definitivamente el fútbol. El problema es que el fútbol es una de las pocas cosas que conoce en profundidad: nunca terminó el secundario ni parece haber tenido un proyecto laboral por fuera de Talleres. Su gran sostén emocional es su novia, Ale (Julieta Zylberberg), y es junto a ella que comenzará a imaginar un nuevo proyecto para bancar su economía. Las dudas de Patón se expresan a través de silencios y miradas perdidas; su usual brusquedad se combina con un proceso reflexivo intimista para crear -nuevamente- comedia. La comedia también aparece en la relación tensa con su padre (que se opone a que abandone el club), en un hincha anónimo que lo llama por teléfono sólo para insultarlo, y en otro drama personal: el del director técnico, Hugo (Néstor Guzzini), que parece haberse divorciado hace poco, vive en su auto y está atravesando una crisis emocional. Todo en El 5 de Talleres surge de una concepción del mundo que es cálida porque es amplia, y entiende que esos dramas y derrotas, por más preocupantes que sean para sus personajes, pueden enmarcarse en una mirada general que los aligera un poco, sin por eso banalizarlos. Esa amplitud de miras es evidente también en el último plano, cuando Patón y Ale se alejan en un auto mientras suena “Up With People” de Lambchop, una canción adorable que difícilmente tenga relación con el universo de los personajes de la película. Ahí es donde Biniez traza una línea y se distancia tanto del costrumbrismo como de los films que retratan a los sectores populares a partir de una sumersión total en sus mundos (una tendencia del mal llamado Nuevo Cine Argentino que va desde Pizza, birra, faso de Adrián Caetano y Bruno Stagnaro, hasta el cine de José Celestino Campusano). Los límites que traza Biniez también se pueden apreciar en el respeto con que observa a los procesos internos de Patón, sin intentar comprenderlos a la fuerza. Ese respeto habilita (a través de un proceso que parece sencillo y obvio, pero es mucho más complejo que cualquier gesto demagogo o pose nihilista) a grandes chistes (por ejemplo, ese en que Patón recuerda frente al comité directivo del club una frase alentadora y emotiva del director técnico, tras lo cual el técnico le dice “yo nunca dije eso”), a un retrato directo de la pasión sexual brusca que se profesan Ale y Patón, y a un ritmo general que va creciendo escena tras escena y toma forma a medida que se desarrollan los conflictos y se complejizan los personajes. La ausencia de tramas secundarias contribuye al ritmo sostenido, al igual que el cuidado del léxico que emplean los personajes que, por otra parte, gana fuerza gracias a buenas actuaciones. Es fácil minimizar a El 5 de Talleres. Sin embargo, el hecho de que pocos films argentinos consigan llevar a cabo con tanto éxito el tono medio y el retrato barrial sugiere que, tal vez, el logro de Biniez sea mucho mayor de lo que parece a primera vista.
EL ATRACTIVO DE LO INASIBLE Un ritmo caótico signa a Vicio propio (Inherent Vice, 2014), séptimo largometraje de Paul Thomas Anderson, adaptación de la novela homónima (2009) de Thomas Pynchon y una de las películas más esperadas del año. Los motivos de la espera ansiosa eran varios: por un lado, Paul Thomas Anderson viene posicionándose desde hace años como uno de los cineastas fundamentales de la escena contemporánea y, por lo tanto, tiene sentido que todas sus películas se esperen con excitación. Pero Vicio propio posee otras características que, ya antes de su estreno, la convertían en una curiosidad: Pynchon es conocido por sus novelas delirantes, de ritmo ágil, tramas abiertas y múltiples referencias culturales. La pregunta del millón era cómo iba a hacer Anderson para adaptar a Pynchon y salir airoso de la aventura. También se rumoreaba que con Vicio propio Anderson iba a volver más abiertamente al humor y que, al estar ambientada en los 70s, podía llegar a tener relación con ciertos policiales notables y rupturistas del período del New Hollywood. Tras esta contextualización informativa de rigor, pasemos a la película. Como ya señalaron varios críticos, en Vicio propio el desarrollo de la trama no es lo central. Es decir, en la película no se respeta cierta estructura tradicional del policial, donde el conflicto se resuelve progresivamente, o se persigue una suerte de clímax narrativo a medida que la trama se vuelve más cristalina y la tensión aumenta. Por el contrario, el ritmo no contribuye a construir un crescendo de tensión. Eso queda claro desde el comienzo: ya en el carácter ligeramente onírico de la primera escena, cuando Shasta (Katherine Waterston), ex pareja del protagonista (Larry “Doc” Sportello, interpretado por Joaquin Phoenix), lo visita para hacerle algunos comentarios misteriosos sobre su pareja actual y pedirle que investigue, resulta evidente que la subjetividad de Sportello impregnará a toda la película. El tono diluido de Vicio propio surge de que esa subjetividad se encuentra afectada por el consumo de distintas drogas. La cámara siempre está cerca de Sportello y, junto a él, vamos descubriendo la trama policial, que involucra a un centro de rehabilitación para drogadictos que es creado por narcotraficantes para así duplicar sus ganancias a través de un círculo vicioso. Sin embargo, a diferencia de ciertos policiales de los 70s, donde la droga está en la vereda de enfrente (y, si es eventualmente consumida por los policías o investigadores privados, sigue estando vinculada con la culpa, con aquello que no se debe hacer), en Vicio propio la droga es todo: es ese punto entre alucinación y cuelgue que impulsa a Sportello durante las dos horas y media de metraje y le permite procesar de distintas formas su soledad y su dolor por Shasta, su ex pareja en peligro, que todavía tiene en él un impacto emocional. La sola idea de una película construida desde la subjetividad de un consumidor de drogas llevó a que muchos la emparentaran, incluso desde antes de su estreno, con dos películas famosas de los 90s: Pánico y locura en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas, Terry Gilliam, 1998) y, sobre todo, El gran Lebowski (The Big Lebowski, Joel y Ethan Coen, 1998). Tanto la expectativa de que Vicio propio estuviera emparentada de algún modo con estas películas, como la idea difundida de que se trataba de una comedia, dio como resultado que muchas personas se sintieran decepcionadas. El problema, como tantas otras veces, está más en las expectativas que en la película en sí. Vicio propio no es exactamente una comedia. Sí hay momentos cómicos aislados, y un tono absurdo general envuelve al film, pero su ritmo es quebrado, desconcierta, no fluye en una comicidad galopante, como sí ocurre en las otras películas mencionadas. Una de las sensaciones centrales que transmite Vicio propio es, justamente, desconcierto. Un desconcierto que está estrechamente vinculado con la geografía laberíntica de Los Angeles, con una humedad opresiva que hace que todo parezca cien veces más ridículo y pesado que lo que debería ser. En este sentido sí hay una relación tanto con un policial de los 70s como El largo adiós (The Long Goodbye, Robert Altman, 1973), como con El sueño eterno (The Big Sleep, 1946), adaptación de Howard Hawks de la novela de Raymond Chandler, donde la lluvia, la neblina y la humedad californianas tienen un rol central en muchas de las escenas que transcurren en exteriores. La relación entre Vicio propio y El sueño eterno, en realidad, es doble porque, como se destacó en varias reseñas, ambas construyen un desamparo creciente, y ambas logran abrir sus tramas hasta puntos incómodos, generando la impresión de que el investigador se encuentra cada vez más lejos de la resolución de la intriga. Otro aspecto en el cual Vicio propio se distancia de la mayoría de los noirs y neo-noirs es que la trama de corrupción subyacente no suma oscuridad. En la película de Anderson el foco no reside en el clima envolvente y asfixiante, como ocurría en clásicos como Barrio chino (Chinatown, Roman Polanski, 1974) o Pacto de sangre (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944), sino en un diálogo lúdico con esas películas. Tanto el mosaico de personajes delirantes como los destellos de comedia y la constante sensación de inverosimilitud que contiene al relato, son resultado de un afán revisionista que atenta contra la densidad típica del noir. Vicio propio refiere todo el tiempo al noir, lo señala, lo interroga, y ahí reside, justamente, la gran diferencia con El sueño eterno: Hawks filmó una película novedosa en un contexto clásico, mientras Anderson se distancia ferozmente de ese clasicismo, mirando con escepticismo al universo simbólico del policial. En lo que refiere a los vínculos con el resto de la filmografía de Anderson, Vicio propio no es ni una construcción coral como Boogie Nights (1997) y Magnolia (1999), ni una exploración principalmente subjetiva como Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, 2002) y Petróleo sangriento (There Will Be Blood, 2007). De las primeras, toma el regodeo en personajes estrambóticos. De las segundas, la estrecha relación entre la cámara y la perspectiva del protagonista. Con Petróleo sangriento (y con The Master (2012)) también comparte el intento por poner en diálogo a su personaje principal con el contexto sociohistórico en el cual transcurre el relato. La gran diferencia entre Vicio propio y sus predecesoras reside en su descontrol y allí reside, al mismo tiempo, una de sus principales fallas: si Anderson parecía sentirse a gusto en esa construcción milimétrica de la épica del individuo que es Petróleo sangriento, donde cada crescendo dramático parecía estar planificado hasta la locura, en Vicio propio la ligereza nunca termina de hacerse presente. La ligereza debe surgir de una aparente autonomía del relato; una suerte de vida propia que sí aparece en algunas novelas de Pynchon. Anderson, discípulo de Kubrick, no acierta en transmitir con éxito esa libertad. Hay un aspecto de la película que vuelve comprensibles tanto el anticlasicismo de Vicio propio, como su distanciamiento de El gran Lebowski (y de otro cineasta con el que, sorprendentemente, algunos críticos la compararon: Quentin Tarantino), y consiste en un rechazo contundente de lo icónico. Si cineastas como Wes Anderson, los hermanos Coen o Tarantino filman películas que pueden ser resumidas en un plano o una imagen fundamental, Paul Thomas Anderson busca que la clave de sus obras se encuentre en el conjunto. Ni el espíritu de “resumen de los tiempos” de Magnolia, ni la tristeza asordinada de Embriagado de amor, ni este viaje caótico que es Vicio propio pueden atraparse en un solo momento. Es justamente por eso que escenas como el consumo de cocaína en la oficina del dentista o la devoración de cannabis por parte del personaje de Josh Brolin resultan tan chocantes: porque cada personaje se relaciona con una figura clave de la estructura narrativa del policial y, a la vez, cada personaje se distancia de esa figura clásica a través de características humorísticas o psicóticas. Anderson corre todo el tiempo, simultáneamente, detrás del delirio y la belleza. Es este distanciamiento tanto de la iconografía clásica como de la iconografía bizarra lo que vuelve a Vicio propio una película complicada, difícil de asimilar, pero al mismo tiempo atractiva en su constante generación de extrañeza.