Carol

Crítica de Diego Lerer - Micropsia

Basada en la novela publicada en 1952 –con seudónimo y bajo otro título–, “Carol”, de Todd Haynes, es una película sobre la mirada, acaso la más contundente demostración de su poder cinematográfico en mucho tiempo. La historia de este “romance prohibido” entre dos mujeres durante esos conservadores años en los Estados Unidos está contada con la economía de recursos y la potencia que se produce cuando dos personas se miran con intensidad. Es poco lo que pueden decirse en público y es tan evidente la conexión que existe entre ambas que por momentos la pantalla parece explotar en deseo contenido.

Una de las líneas de exploración de la carrera de Haynes ha sido el drama femenino, al que se ha acercado desde distintos ángulos, desde la modernidad extrañada de “Safe” al melodrama clásico de “Lejos del paraíso” pasando por el tono más cercano al film noir de la miniserie “Mildred Pierce”. “Carol” se une a este grupo de películas, pero la elección de tono aquí es más contenida. Es una historia de amor entre mujeres que debe manifestarse formalmente mediante recursos sutiles y esquivos, casi como las miradas que se cruzan. Para los de afuera, pueden pasar desapercibidas. Para ellas, cada parpadeo es un potencial corte a la respiración.

Cuando Highsmith, en 1984, reconoció la autoría de la novela (en su momento la publicó con el título de “El precio de la sal” y bajo el seudónimo de Claire Morgan) y la reeditó como “Carol”, contó que la historia se basaba en un encuentro con una mujer que había tenido en 1948 cuando trabajó durante la temporada navideña en la juguetería de la tienda Bloomingdale’s. Ese encuentro –escribió la autora de “Extraños en un tren” en el prólogo de la reedición– hizo que ella se sintiera “extraña y mareada, casi a punto de desmayarme, y al mismo tiempo exaltada, como si hubiera tenido una visión”. Y esa sensación de enamoramiento furtivo, de deseo en estado puro y temor a la vez, es el que Haynes trata de transformar en cine.

La protagonista, Therese, alter-ego de la autora e interpretada por Rooney Mara, atraviesa esa misma circunstancia en la novela y en la película que, más allá de algunas modificaciones (ella es aquí fotógrafa y en el libro, diseñadora), sigue la línea argumental de Highsmith. Ella se topa en la tienda con la veterana, elegante, seductora Carol y sus cimientos se sacuden. Con disimulada determinación, Therese empieza a buscarla y de a poco ese encuentro de miradas pasa a transformarse en algo posible, real. Pero hay inconvenientes. No sólo Carol (Cate Blanchett) es casada y con un marido un tanto troglodita y una hija pequeña, sino que ya ha tenido amantes mujeres y eso la pone en un lugar sospechado dentro de su inestable núcleo familiar. De todos modos, no hay nada que puedan hacer para evitarse. El deseo se impone con una fuerza evidente, arrolladora.

Encarnada por Blanchett como una suerte de diva de la época, Carol es una mujer más veterana y experimentada que la joven Therese, que en un momento parece una jovencita impresionable pero pronto prueba ser capaz de controlar también los hilos de la relación. En la económica línea narrativa del filme, el trazo que se dibuja con más fuerza es el de la necesidad imperiosa de ambas mujeres de continuar adelante con su prohibida aventura pese a tener a todo y a todos en contra.

“Carol” se dedica, un poco a la manera de “Con ánimo de amar”, pero sin la estilización casi manierista que caracteriza la obra de Wong Kar-wai, a describir la sensación del enamoramiento y la fascinación mutua de estas mujeres, al punto que –como en aquel film– es más lo que parece que pasa que lo que realmente pasa, tomando en cuenta la vibración de cada plano cuando las vemos juntas. Filmada en 16mm (con fotografía del gran Ed Lachman), con un look inspirado en la obra de Saul Leiter, Ruth Orkin y otros fotógrafos que retrataron la Nueva York de esa época, y con una melancólica banda sonora de Carter Burwell, la película de Haynes no apuesta por el camino cinéfilo de “Lejos del paraíso” (con su saturado Technicolor y su aroma a Douglas Sirk) sino que busca encontrar un tono más realista para contar su historia, permitiendo que la identificación con los personajes sea más directa y no esté tan mediatizada por la técnica o la referencia a otras películas.

Para eso es clave la actuación de Mara, virtual representante del espectador en la pantalla, con su mirada asombrada y curiosa, temerosa y atrevida al mismo tiempo. Blanchett, como Carol, se regodea en su otredad: es una visión consciente de su misteriosa elegancia y siempre que la vemos a través de los ojos (o de la cámara) de Therese parece una criatura envuelta en pieles, alguien interpretando un rol (el de mujer casada y madre de pristina elegancia) del que desea distanciarse. Se sabe mirada, se sabe deseada y –dando un giro más a partir de la ficción– se sabe actriz, dentro y fuera de la pantalla.

Con su sutil forma de acercarse a las ambigüedades y las vidas secretas de los personajes (vidrios, espejos y reflejos borrosos son parte clave del lenguaje visual del film), Haynes va involucrando al espectador en la suerte de ambas y de esta aventura logrando, sin utilizar un tono manipulativo –más allá de la persecución de la que son víctimas y que funciona como disparador para ciertos acontecimientos– que la tensión y la pasión crezcan, se sientan. Como en “Breve encuentro”, de David Lean, una película con la que tiene algunas similitudes formales y temáticas, Haynes logra que la emoción, la tristeza y la melancolía se apoderen del espectador y no lo suelten por mucho, mucho tiempo.