McQueen, de Radiador Springs al mundo
Si la razón de esta secuela está en las millonarias ventas de autitos de Cars, tal vez por eso sea un acto fallido de los creadores de Toy Story. Aunque, obviamente, en términos técnicos y visuales todo es de primera, el ritmo es sostenido y se disfrutan varios gags.
De Radiador Springs al mundo: llevados por la doble lógica del film de alta competición y el de espionaje –géneros en los que se asienta–, en Cars 2 Rayo McQueen, el remolque Mate y los demás viajan a Tokio, la Riviera italiana, París y Londres, un poco para correr en las pistas y otro poco como peones de una conspiración internacional. Pero también –típico “efecto secuela”– para agrandar la primera Cars, expandirla, hacer del mundo su casa. El problema es que salir del pueblito parecería equivaler, para los autos de Cars, a perder color. No el de la chapa, que sigue reluciendo, sino el que les daba personalidades definidas y ahora se banaliza en forma de caricaturas, clichés étnicos, postales de identificación masiva. No por nada el motivo que anima los créditos finales (preciosos, como siempre en Pixar) consiste justamente en una serie de postales de las principales capitales internacionales. Como si Cars 2 le devolviera al mundo un catálogo de clichés, confirmando que Pixar no es perfecta.
Definitivamente integrado a la comunidad pueblerina de Radiador Springs, Rayo McQueen (que en copias subtituladas sigue teniendo la voz y la naïveté de Owen Wilson) recibe, como corresponde a todo film deportivo, un desafío. El que le moja la oreja o alerón es Francesco Bernoulli (voz de John Turturro), campeón italiano de Fórmula 1, que no sólo lleva sobre la carrocería los colores de la bandera, sino que encarna a pleno la teatralidad y exhibicionismo que suelen asociarse con “lo italiano”. Eso, además de un acento que parece salido de un programa de sketches de la televisión argentina de los ’60. La carrera se correrá en la patria de Francesco (a orillas, desde ya, de un espectacular paisaje marítimo for export) y junto al rojo McQueen viajan ese viejito redneck en forma de remolque que se llama Mater (aquí, Mate) y también Fillmore –la combi hi-ppona–, el jeep militar, el fitito y el topolino. Estos últimos se reunirán, claro, con sus respectivas familias (incluida Sofia Loren como mamma, faltaba más), que los recibirán con gritos, abrazos, tarantela y vino. Mamma mia...
La carrera es auspiciada por un magnate británico que quiere probar un nuevo combustible presuntamente ecológico. Entre bambalinas tiene lugar una intriga de recontraespionaje, en la que dos émulos de Bond (voces de Michael Caine y Emily Mortimer) intentan prevenir un atentado que prepara una red de autos-chatarra, avisados de que el nuevo combustible va a dejarlos de lado para siempre. Que estos pobres rezagos de la tecnología automotriz sean los villanos de la película suena a serio error de cálculo por parte de los habitualmente avezados La-sseter y compañía. ¿O se tratará tal vez del acto fallido de quienes se sienten dueños de la tecnología, tanto la digital de punta como el 3D (de más, otra vez), y del dinero, que les permite invertir unos 100 millones de dólares en una superproducción de animación de casi dos horas de duración?
Si los villanos son erróneos, los héroes son desvaídos. Los que no son mero cliché –el pajuerano Mate, el tano fanfarrón Francesco– son meras funciones del relato, desde Rayo McQueen hasta Finn McMissile, el 007 de Michael Caine. Ninguna de ambas subtramas –la preparación de la gran carrera, la conspiración– trasciende la condición de soportes narrativos, sin interés en sí mismos. Si se suma que en Tokio los esperan Toyotas-geisha, peleadores de sumo y actores de kabuki, en París el Arco de Triunfo, pintores callejeros y Citroëns besándose en el Barrio Latino –además de una corredora brasileña llamada ¡Carla Veloso!–, se convendrá que esta vez Pixar ha dejado de lado su tradicional rechazo por el fast food cinematográfico para abrazar la idea de la serie cinematográfica como sucedáneo del merchandising (en las multimillonarias cifras de venta de los autitos de Cars debe buscarse la razón de esta secuela). Desde ya que en términos técnicos y visuales todo es de primera, el ritmo es sostenido y buena cantidad de gags y detalles colaterales, disfrutables.
Sin embargo, es muy posible que el principal motivo para ir a ver Cars 2 sea Bienvenido a Hawai, el cortito (también en 3D) que como siempre Pixar estrena, a modo de bonus, antes de la película. Dirigido por Gary Rydstrom (que ya había estado al frente de Lifted, otro corto notable), en Bienvenido... los chiches de Toy Story conspiran para hacerles creer a los nunca muy brillantes Ken & Barbie que están en Hawai, aunque no se hayan movido del cuarto de Andy. Una suerte de Bienvenido Mr. Mar-shall en ojotas, cada uno de cuyos 360 segundos se disfrutan, en la mejor tradición Pixar, como si fueran el último.