Marcha atrás para recuperar identidad.
La tercera entrega propone una vuelta al pago de Rayo McQueen, que intenta ser quien fue, un poco como la saga misma.
Toda historia tiene momentos que las situaciones posteriores se encargan de marcar como bisagra. En la de Pixar hay varios, aunque ninguno más importante que el ocurrido el 26 de enero de 2006. Fue ese día que Disney anunció la compra del estudio responsable de Toy Story, Monsters, Inc. y Los increíbles a cambio de 7.400 millones de dólares. La negociación incluyó el pase de quien hasta entonces había sido su figura autoral más importante, John Lasseter, al máximo cargo creativo del departamento de animación de la casa de Mickey, convirtiéndolo en uno de los hombres más poderosos de Hollywood. Las consecuencias de estos movimientos tardaron en llegar a la pantalla debido a que el proceso de producción de cada proyecto de Pixar demanda alrededor de cuatro años, pero cuando llegaron mostraron rápidamente que el velador saltarín tiene una lamparita distinta, de menor potencia.
Es cierto que una película no del todo redonda de la casa de Buzz Lightyear es mejor que el 80 por ciento del cine de animación que se estrena semana tras semana en las salas de todo el mundo, incluida la ultra taquillera Mi villano favorito 3, al lado de la cual Cars 3 es El ciudadano. El problema es que durante décadas el estudio alimentó a su público con productos de altísimo pedigree, y ahora, en plena planicie creativa y secuelas (Buscando a Dory en 2016, Los increíbles 2 el año que viene, Toy Story 4 el otro), la sensación de automatismo deja un regusto a poco. En Pixar parecen saberlo. La aventura anterior del Rayo McQueen sucedía en París, Londres y Tokio. La salida del pueblito donde transcurría la primera parte equivalió a que los autos antropomorfizados (que tienen dientes aunque se alimenten únicamente a combustible) perdieran una capa de pintura: menos espesor a cambio de lugares comunes, chistes obvios sobre las diferencias idiomáticas y escenas con aire de postal turística. Como la propia saga, en Cars 3 McQueen vuelve al terruño para intentar ser quien fue.
Quizá el título de corte más infantil de Pixar junto a Un gran dinosaurio (2015), Cars 2 tomaba los usos del cine de espías para convertirse en un híbrido entre una de James Bond –las glamorosas de Connery, no las del machote Daniel Craig– y Jason Bourne, con confabulaciones internacionales, identidades dobles y un espíritu cosmopolita que bordeaba la canchereada. La tercera vuelve a afirmarse sobre un modelo narrativo clásico y conocido como el de las películas deportivas, con la clásica parábola de ascenso, descenso y posterior redención. Lo que se cuenta aquí es la típica historia del deportista exitoso que de repente descubre que los más jóvenes no sólo están a su altura, sino que traen un impulso que los vuelve difíciles de alcanzar. De chapa gris oscura y un motor hecho con tecnología de punta, Jackson Storm es el nuevo rival a vencer, la flamante atracción mediática que empuja al auto 95 a un segundo plano y a su equipo, a las manos de un nuevo dueño. Dueño que piensa seriamente en pasar a McQueen a retiro después de un brutal accidente para volverlo marca de franquicias, en lo que es, involuntariamente, un apunte sobre el modelo económico de gran parte de la industria del cine.
No hay mucho más doble sentido ni interpretaciones abiertas al espectador durante la hora y pico que sigue, dado que Cars 3 elige siempre los carriles seguros del relato sobre la “vuelta a las raíces”, que se da cuando a McQueen le pongan una autita entrenadora llamada Cruz Ramírez y descubra que lo suyo no es practicar en simuladores sino salir a las pistas, rodeado de sus viejos amigos. Es un recorrido parecido al de Días de trueno, aquella grasada noventosa de Tony Scott con Tom Cruise haciendo de piloto de Nascar. Pero hay otra vuelta aquí, mucho más interesante, y es la del propio estudio a sus obsesiones: el efecto del paso del tiempo, el gran tema de la obra de Pixar. Impecable en sus rubros técnicos, la película de Brian Fee –que, como casi siempre en el estudio, debuta en la dirección después de peregrinar por distintas áreas técnicas– alcanza varios picos de emoción genuina cuando apuesta por la tristeza y melancolía, pero se extraña la sedimentación, el gramaje que marcó a fuego la obra de Pixar. El de Cars 3 es un mundo con más colores y movimiento que corazón, como si su combustible fuera de bajo octanaje.