Puede notarse enseguida cómo a la sensibilidad particularísima del cine de Cozarinsky para preguntarse por la vida y el paso del tiempo se le suma cada vez más una enorme capacidad de economizar recursos; sus películas hacen cada vez más con un gasto (de planos, de sonido, de palabras) notablemente menor. En Carta a un padre el director se aleja del ritmo urbano que supo marcar Apuntes para una biografía imaginaria y Nocturnos y viaja a Entre Ríos con el objetivo de investigar el pasado familiar. La pesquisa es accidentada y lo lleva por caminos impensados: la falta de documentos e información acerca de su papá (un distante capitán de corbeta que falleció cuando él tenía solo veinte años) lo empujan cada vez más hacia atrás en el tiempo hasta la llegada al país de sus abuelos rusos. La trama avanza y recala arbitrariamente en algunos puntos de la saga familiar, como la cena que organiza la abuela junto a la tumba de su esposo justo antes de enloquecer. La película parece adoptar la calma del paisaje y la voz de Cozarinsky realiza las intervenciones justas, ya sea para contar una anécdota, presentar a un personaje o leer un poema. En Carta a un padre la memoria propia, hecha de olvidos y de mitos fabricados (muchas veces disparados por las fotos de lugares exóticos que enviaba el padre durante sus viajes) deviene ya no un mapa a completar o un conjunto de recuerdos, sino una zona de dimensiones emotivas pero también geográficas que uno puede habitar. El último plano de un atardecer, que dura varios minutos y que carga con una melancolía casi intolerable, es un intento de demorar un poco más nuestra estadía en ese lugar sobrecogedor.