Shakespeare hubo uno solo
Sophie (Amanda Seyfried) es periodista pero en verdad sueña con ser escritora. Está a punto de casarse con Víctor (Gael García Bernal) un chef que va a abrir su restó en Nueva York. Se van de pre-luna de miel (¿) a Italia -y sí, para los sajones la latinidad suele ser la tierra de la pasión-. Allí el joven se pierde en recetas, visitas a viñedos, encuentros con futuros proveedores y ella se cruza en el jardín de la casa de Julieta, en Verona, con una historia que le cambiará la vida. El lugar es un santuario al que miles de mujeres recurren para dejar cartas con sus cuitas de amor. Cartas que son recogidas del muro en que son depositadas por una chica y que son llevadas a la oficina de “las secretarias de Julieta”, las encargadas de responderlas y llevar consejos a las almas atormentadas por un mal de amor. Sophie, con mucho tiempo libre, responderá un mensaje que lleva escondido en el muro 50 años y su respuesta desatará el deseo de Claire (Vanesa Redgrave), ahora ya una abuela, de intentar reencontrarse con Lorenzo (Franco Nero) ese amor que abandonó por miedo en la adolescencia, para lo que viaja de Inglaterra a Italia con su nieto Charlie (Christopher Egan). Los tres entonces recorrerán los parajes toscanos para encontrar el amor.
Nadie pide originalidades o profundas apreciaciones filosóficas sobre el amor. Es más, supongo que no le haríamos asco a los clisés, pero ¿qué sucede que tantos creen que por tratarse de una comedia romántica y ya que en el amor muchas veces el azar es el elemento principal, por ende también éste debe ser la condición causal sine qua non del guión? Y esta idea explicativa sobre la construcción de los guiones es apenas una concesión mía porque en verdad lo más seguro es que éstos se armen a los ponchazos y así salen las películas después.
En Cartas a Julieta todo es azaroso de la peor forma, de esa que confía en que obnubilados por alguna flecha de Cupido los protagonistas y los espectadores quedaremos cegados y dispuestos a aceptar cualquier cosa. Que Amanda Seyfried puede ser “la” actriz de las comedias románticas, de aquí en más, sólo por su cabellera blonda y sus ojos enormes; que Gael es yanqui y cocinero; que Egan da galán; que Winick es director de cine. Quizá me excedo un poco en los conceptos y las opiniones porque tan mal no la pasé mientras miraba el filme. Pero la verdad es que sólo le creo a la Redgrave sus ansias, sus temores, su risa, su necesidad de recuperar el tiempo perdido. Y ojo no es lo previsible de la trama lo que molesta sino la manipulación simplista y efectiva de los elementos con los que trabaja.
Así como uno sabe que el recurso de la música consigue provocar determinados estímulos en el espectador, el valerse de un matrimonio real de actores para dar vida a la historia de amor maduro y el uso de las locaciones italianas son la manera más obvia de vestir a una comedia romántica y acá, lamentablemente, no nos privamos de nada.