Mar de lágrimas
Una chica en problemas busca respuestas al viajar a Israel.
Se llora mucho en Cartas para Jenny. Se llora cuando empieza, se llora cuando sigue y se llora al final. Llora la protagonista, lloran los que están cerca de ella y la intención es que el público no pare de lagrimear del principio al fin. De hecho, casi parece una exigencia: Si querés llorar, llorá... y si no querés, llorá también.
Ese tipo de obligaciones suelen ser un poco indigestas. No hay nada malo en que una película busque tocar las fibras sensibles del espectador, pero cuando se lo hace tan descaradamente, la reacción suele ser la contraria.
¿Fastidio? ¿Irritación? Tal vez no tanto. Más bien preguntarse por qué muchos cineastas no se dan cuenta cuándo parar. Porque hay elementos en esta película capaces de hacer emocionar genuinamente, pero a la mitad de su metraje, uno ya empieza a sentir pena por la cantidad de lágrimas que le hicieron sacar a Gimena Accardi.
Jenny es una chica que vive con su padre y su hermano y a la que conocemos en su bat-mitzvah, celebración de los doce años de las chicas de la colectividad judía (todavía allí no la encarna Accardi, claro). Y la primera lágrima es cuando le dedica una de las velas rituales que se encienden en la ocasión a su madre que murió.
Luego de la ceremonia, su padre (Martín Seefeld) le da una carta que su madre le dejó. De hecho, la madre le ha dejado varias, una para cada ocasión importante (casamiento, embarazo, etc.), con la idea de ir entregándoselas en esos momentos. Ya más grande, Jenny queda embarazada antes de casarse con su novio, un músico español que la abandona el día antes de la boda para quedarse en Barcelona.
Esto hará que Jenny decida -otra carta mediante- viajar a Israel a reencontrarse con su identidad (o a encontrarla), a descubrir secretos de su madre y a encaminar su vida. Y salir de la depresión.
El nuevo filme de Diego Musiak contará el viaje de descubrimiento interior de Jenny y, de por medio, encontrará la forma de ser un recorrido turístico por Israel cuando Jenny se reencuentre allí con un amigo de la infancia, Eitan (Fabio Di Tomaso, que también llora), que ahora es un soldado israelí.
La película intenta ser emotiva, íntima y personal, pero no logra casi ninguno de esos cometidos. De hecho, está más cerca de parecerse a alguno de los programas televisivos por los que los protagonistas son conocidos. Y no porque sean malos actores (de hecho, Accardi hace milagros con lo que le pide el texto), sino porque están dentro de una película que nunca termina de confiar en los detalles ni en la inteligencia del espectador. Y que prefiere, en cambio, lanzarle una caja de pañuelos directo a la cabeza.