Una historia de pérdidas y de tristezas
Lacrimógeno relato dirigido por Diego Musiak
La película comienza con el ritual del encendido de las velas, costumbre secular pero fundamental de la ceremonia judía en la que los niños de trece años y las niñas de doce celebran su ingreso a la madurez para la religión. En la primera escena la festejada Jenny lee de una carpeta las dedicatorias a sus amigas, su tía, su padre y su hermano. La que falta, la que no está, es la madre, a la que recordará en su última vela. Tan emotivo como efectista, el ritual retratado con fidelidad le presta su tono a toda la película en cuyo guión se apilan la tragedia de la muerte de la mamá, un embarazo no deseado, un novio rockero y un viaje iniciático a Israel.
Gracias a unas cartas dejadas por su madre como guía para un futuro del que no podrá formar parte por una enfermedad que nunca es explicada, Jenny conocerá algo de su historia pero, sobre todo, llorará mucho por su pérdida. Interpretada por Gimena Accardi, la chica carga con una tristeza que no impacta más allá de lo superficial ni aporta nada demasiado original en la representación cinematográfica del duelo. Cada vuelta del guión escrito por Andrea Bauab -la boda planeada a las corridas, las dudas sobre el final de la madre y hasta la posibilidad del romance con un amigo de la infancia (interpretado por Fabio Di Tomasso) instalado en Israel- cargan con la obviedad y la precipitación en el desarrollo de un melodrama televisivo sin contar con su encanto episódico, claro.
Desde las escenas realizadas en San Luis, hasta los segmentos filmados en los puntos más reconocibles y turísticos de Israel, la cámara de Musiak pinta unos cuadros muchos más interesantes e intrigantes que el relato que acompañan.