La vida y la muerte.
–¿Y cómo anduvo el trabajo este año, pa?
Sofía y su padre bordean la pileta de la casa familiar, llevados por el ritmo meticuloso con que él saca las hojitas que flotan sobre la superficie del agua, mientras el resto sigue con la charla en torno a la mesa navideña.
–Bien. Tranquilo. Alrededor de 150... más o menos.
–¿Eso es lo mismo de todos los años?
No parece haber curiosidad genuina en las preguntas de Sofía. Sólo la conversación trivial de una hija que viene desde Buenos Aires a visitar a su familia que vive en Los Toldos, para pasar con ellos las fiestas de fin de año.
–Sí, esa es la cantidad de gente que más o menos se muere todos los años, responde como si nada Alejandro, el padre, y los dos siguen en la suya.
Casa Coraggio es la quinta película del director Baltazar Tokman, y la casa del título es también el nombre de la funeraria tradicional del pueblo bonaerense de donde son originales los protagonistas. Que son a la vez personas y personajes, ya que se trata de los miembros de la auténtica familia Coraggio interpretándose a sí mismos, en un relato con muchos puntos de contacto con su vida real pero que sin embargo no es un documental. O lo es sólo de un modo apenas parcial, en tanto se trata de una ficción basada libremente en la historia familiar y la vida de esos (no) actores que actúan los mismos papeles que les han tocado en la realidad. Sofía es Sofía, la hija de Alejandro, interpretado por Alejandro, que es quien lleva adelante, tanto en la película como en la vida, el negocio de pompas fúnebres fundado a principios del siglo XX por los antepasados de su ex mujer, la madre de Sofía. Este es el curioso mecanismo elegido por Tokman para contar una historia en la que la vida y la muerte, como en el famoso poema de Oliverio Girondo, “se miran, se presienten, se desean,/ se acarician, se besan, se desnudan,/ se respiran, se acuestan, se olfatean,/ se penetran, se chupan, se demudan...” (etc, etc).
Porque la muerte, el trato cotidiano con sus consecuencias (esos 150 cadáveres anuales de cuyos rituales de despedida se encarga la empresa que integran los protagonistas), forma parte ineludible de la historia de cada miembro de esta familia desde hace al menos cinco generaciones. Y el tema, que es introducido de manera mecánica por Sofía en aquella conversación inicial, va cobrando cada vez más fuerza conforme la película avanza. No es arbitrario que sea ella quien saque el tema y quien vuelva a él de manera recurrente. Enseguida tendrá una conversación en la que indagando en la vida de su abuela, la última de las Coraggio, parece empezar a buscar respuestas para la suya propia. No tarda mucho en quedar claro que su mudanza a Buenos Aires parece haber obedecido a una necesaria toma de distancia de aquella existencia tan próxima a la muerte.
Vida y muerte vuelven entrelazarse en un (no tan) sorpresivo problema cardíaco de Alejandro, a quien Sofía acompaña casi con devoción a todas partes, como si necesitara con urgencia religar algunas comunicaciones que la distancia (que es geográfica, pero que también se extiende sobre el tiempo) parece haber dejado en pausa. La enfermedad del padre pone a Sofía ante un avatar de la muerte hasta ahora inédito, desconocido para ella, y tal vez a partir de eso algunas preguntas empiecen a resolverse, a tener sentido. Curiosamente Tokman decide construir el esqueleto narrativo de Casa Coraggio a partir de tres instancias celebratorias: las navidades del comienzo, la fiesta de Año Nuevo a mitad de la película, para cerrar con el cumpleaños de 15 de la hija menor de Alejandro. Esta necesidad de crear mojones festivos para organizar un relato en el que la muerte aparece como un personaje decisivo, pero eternamente fuera de campo, dejan claro el punto de vista desde donde se cuenta esta oblicua saga familiar
Tokman hace de los primeros planos una herramienta vital en la construcción de Casa Coraggio. Tanto desde lo fotográfico, intentando traducir en cine lo que se habla con las miradas, como desde lo narrativo, acompañando a sus personajes en momentos de sobrecogedora intimidad, muchas veces en silencio, generando la sensación de primeros planos emotivos. Eso, sumado a una banda de sonido inesperada pero extrañamente oportuna, le permite al director generar un código propio para hacer posible un relato sobre la vida, pero realizado a través del traslúcido cristal de la muerte.