Podría ser el motivo para una comedia plagada de obviedades, pero es algo mucho más sutil: la nueva película de Baltazar Tokman se asienta en una idea simple y efectiva, la de entrar desde la intimidad en el mundo de una funeraria, Casa Coraggio, situada en el pueblo de Los Toldos. Por eso el protagonismo es tanto de la familia Coraggio como de Sofía (interpretada por Sofía Urosevich), la hija que vuelve desde la ciudad. La película es estrictamente una ficción en la que la familia Coraggio se interpreta a sí misma y actúa su cotidianeidad a pedido del director, tal como se anuncia al comienzo. Sobre la base de esta existencia tan peculiar -al menos si se la mira desde afuera, ya que a ellos su profesión no parece resultarles distinta que cualquier otro trabajo-, Tokman construye en tono bajo y valiéndose de actores profesionales una historia conocida, la del que debe replantearse la vida a la luz del pasado y la situación familiar, que cobra una fuerza particular por estar, de alguna manera inevitable pero suave a la vez, impregnada por la muerte.
Los Coraggio parecen una familia animada, que suele hacer grandes reuniones alrededor de la mesa familiar y ostenta con orgullo una historia de más de cien años en el negocio fúnebre. La convivencia con la muerte no parece tocarlos a nivel emocional pero sí los pone, como es de esperarse, en un lugar donde la lucidez y la ceguera se combinan de formas extrañas; así, de boca de la abuela surge la anécdota de la parienta que al mirar los nuevos coches fúnebres que la familia había adquirido se preguntó “¿Quién los estrenará?”, sin saber que la afortunada iba a ser, poco tiempo después, ella misma. Por lo demás, cuando enumeran la cantidad anual de muertos en la que se sustenta su negocio o muestran distintas opciones de ataúdes a la familia de algún cliente, los Coraggio no parecen otra cosa que una versión realista y local de la familia de Six feet under.
Pero hay un acontecimiento en puerta, el cumpleaños de quince de la hija menor de Coraggio, que permite desplegar el tiempo como paso vital entre generaciones, casi el opuesto de ese otro backstage que parecen representar las imágenes del padre y sus empleados levantando cadáveres con fuerza para meterlos en el ataúd y revestirlos de fundas con puntillas, una puesta en escena final que es, velorio mediante, el reverso de la fiesta. En la misma línea Sofía, que oscila y trata de mediar entre una madre y un padre separados, acompaña al papá a una consulta con un médico que tiene que operarle la aorta -una bomba de tiempo- y establece lentamente una situación de seducción con el nuevo empleado de la funeraria cuya primera manifestación visible es un coqueteo en el cementerio, frente a los féretros donde descansa la familia Coraggio.
Lo más interesante de Casa Coraggio, cuya historia es simple y se va desplegando lentamente en diálogos para nada enfáticos, es el modo en que esos dos tonos aparentemente opuestos se mezclan para dar como resultado una composición enrarecida de principio a fin: hay muerte en lugares inesperados, como en una escena en que Sofía y su novio salen a bailar a un boliche y después se bañan en una laguna en completo silencio. Y hay paralelismos inevitables que dicen todo lo que nunca dice nadie, como el arreglo de los cuerpos que hacen el padre de Sofía, el modo en que les pone entre las manos con delicadeza una cadenita, y esa escena en que la hermana menor se maquilla para su fiesta y las mujeres de la familia la supervisan, le acomodan el vestido. Por eso cuando aparece la vitalidad, condensada por ejemplo en esa quinceañera que baila bajo los reflectores en su cumpleaños, es tanto más conmovedora porque esos cadáveres mostrados de soslayo en la funeraria siguen ahí, irradiando algo que tiene que ver con la tristeza pero también con la piedad.