La casa está en orden
El creador de Mauro (2014), película que sorprendió a la crítica en 2014, vuelve al mundo festivalero, esta vez con Casa del Teatro (2018), material con menos voltaje narrativo que su antecesora. De todas formas, Hernán Rosselli se las arregla para otorgarle forma y legitimar ese lugar donde van a parar los actores abandonados por el peso de la corporación artística.
La auspiciosa ópera prima de Hernán Rosselli (ganadora del premio del jurado en Bafici 2014), hizo que los ojos del ambiente festivalero se posaran sobre el montajista de figuras como Juan José Campanella y Bruno Stagnaro. Cuando una primera película cosecha altos niveles de rendimiento, suele ser un arma de doble filo. Por un lado, marca prestigio, pero por el otro, la vara puede quedar muy alta. Las expectativas cayeron sobre Roselli cuando se anunció Casa del Teatro (2018) en la competencia argentina.
Si bien la nueva producción tiene menor nivel que Mauro (2014), conforma saber que Rosselli no “se casa” con los mismos elementos usados en su ópera prima. El director consigue llenarse de audacia y desplegar su talento hacia otros vértices. Esta vez su film no posee ficcionalidad, el guion de Casa del Teatro se decanta por el tono documental. Tal vez por ello no haya conseguido el nivel anterior, Mauro era un film que poseía un artificio en la historia.
La cámara acompaña a Oscar Brizuela (el personaje elegido) por los largos pasillos de la casa que contiene cientos de relatos de vida inexplorados. Este ex actor protagonista de olvidadas películas en blanco y negro, se perfila como el representante de todos aquellos artistas (mujeres y hombres) que por una lista inabarcable de problemas (personales, económicos, físicos), terminaron siendo expulsados del sistema artístico y la sociedad.
Los planos cerrados, apretujados contra la desgastada cara de Oscar, asfixian y absorben al espectador hacia ese mundo, muchas veces comentado en las internas del ambiente. También el registro de Rosselli llega para ponerle luz a ese hogar olvidado hasta por los propios actores. Una línea de pensamiento tenaz emerge con silenciosa voracidad en la película, el sentimiento de resistencia cultural inyecta la fuerza que pierde la narración al no poseer energía dramática.
Sea coincidencia del destino o no, este hombre paradójicamente llamado Oscar es el producto del olvido. El documental no rescata a uno, sino también a todas aquellas estrellas que alguna vez brillaron en el televisor o la pantalla grande. La memoria colectiva del público al que se debieron debe volver a ser habitada por el recuerdo de lo que alguna vez fueron.