La casa está en orden El creador de Mauro (2014), película que sorprendió a la crítica en 2014, vuelve al mundo festivalero, esta vez con Casa del Teatro (2018), material con menos voltaje narrativo que su antecesora. De todas formas, Hernán Rosselli se las arregla para otorgarle forma y legitimar ese lugar donde van a parar los actores abandonados por el peso de la corporación artística. La auspiciosa ópera prima de Hernán Rosselli (ganadora del premio del jurado en Bafici 2014), hizo que los ojos del ambiente festivalero se posaran sobre el montajista de figuras como Juan José Campanella y Bruno Stagnaro. Cuando una primera película cosecha altos niveles de rendimiento, suele ser un arma de doble filo. Por un lado, marca prestigio, pero por el otro, la vara puede quedar muy alta. Las expectativas cayeron sobre Roselli cuando se anunció Casa del Teatro (2018) en la competencia argentina. Si bien la nueva producción tiene menor nivel que Mauro (2014), conforma saber que Rosselli no “se casa” con los mismos elementos usados en su ópera prima. El director consigue llenarse de audacia y desplegar su talento hacia otros vértices. Esta vez su film no posee ficcionalidad, el guion de Casa del Teatro se decanta por el tono documental. Tal vez por ello no haya conseguido el nivel anterior, Mauro era un film que poseía un artificio en la historia. La cámara acompaña a Oscar Brizuela (el personaje elegido) por los largos pasillos de la casa que contiene cientos de relatos de vida inexplorados. Este ex actor protagonista de olvidadas películas en blanco y negro, se perfila como el representante de todos aquellos artistas (mujeres y hombres) que por una lista inabarcable de problemas (personales, económicos, físicos), terminaron siendo expulsados del sistema artístico y la sociedad. Los planos cerrados, apretujados contra la desgastada cara de Oscar, asfixian y absorben al espectador hacia ese mundo, muchas veces comentado en las internas del ambiente. También el registro de Rosselli llega para ponerle luz a ese hogar olvidado hasta por los propios actores. Una línea de pensamiento tenaz emerge con silenciosa voracidad en la película, el sentimiento de resistencia cultural inyecta la fuerza que pierde la narración al no poseer energía dramática. Sea coincidencia del destino o no, este hombre paradójicamente llamado Oscar es el producto del olvido. El documental no rescata a uno, sino también a todas aquellas estrellas que alguna vez brillaron en el televisor o la pantalla grande. La memoria colectiva del público al que se debieron debe volver a ser habitada por el recuerdo de lo que alguna vez fueron.
"The Walking Dead" canadiense Los hambrientos (Les affamés, 2017), de Robin Aubert, expone un estilo narrativo muy particular que recupera el génesis de la serie The Walking dead y se despega del resto de los films industriales del género zombie. Podrían escribirse libros repletos de historias de uno de los personajes del terror más predilectos de la modernidad: los zombies. Desde el clásico de La noche de los muertos vivos (Night of the living dead, 1968) de George A. Romero, pasando por la rudimentaria El amanecer de los muertos (Dawn of the dead, 1978) hasta las más industriales televisivas como The Walking dead o la explosión de la última novedad coreana Invasión Zombie (Busanhaeng, 2016). Ahora, la cultura de los muertos vivientes prende otro fusible de su maquinaria con Los hambrientos, última ganadora del festival de Sundance 2017. Basta con repasar el ambiente del film de Robin Aubert para darse cuenta que la artistica de la película pasa por los tonos más cercanos al prototipo post apocalíptico de la serie liderada por el personaje de Rick Grimes. Podría ser vendida bajo el lema “un nuevo capítulo de the walking dead”, pero el sinsentido a que ha llevado el engranaje histórico de esta serie originada a partir de un comic hace que el film pueda ser visto como una repatriada a los orígenes de la historia nacida de la cabeza de Robert Kirkland. A su vez, Los hambrientos logra retener en su relato algunas de las mejores herramientas del survival horror: silencios atroces, el pánico escénico de sus personajes y la arraigada (y tenebrosa) sensación de que todo lo que se ve es real, al punto de quebrar la división entre película-espectador. En otras palabras, no existe la pantalla como línea divisoria en este film potenciado por el uso del miedo como elemento sustancial.
Cómo capitalizar la imaginación Después de Casa Coraggio (2017), Baltazar Tokman sigue los pasos de su hija con Buscando a Myu (2018), cíclico documental que propone mucho más que la búsqueda de un amigo imaginario. ¿Existe un universo únicamente compartido por los chicos? ¿Son realmente imaginarias esas visiones infantiles? Y lo más importante, ¿quién es Myu? Producido, dirigido y montado por Tokman Buscando a Myu es un sensitivo documental hecho desde la curiosidad. Motorizado por el amor a su hija, inicia esta progresiva búsqueda de Martina, su amiga imaginaria. Asimismo, se desprenden varias preguntas valiosas. En principio, el registro posee sentido cíclico porque el realizador coloca a Olivia en el centro de la escena para conectarse con su propio pasado. Myu era el amigo imaginario de Tokman. Apoyado en expertos, el director intenta encontrarle significado a este hecho que es trasversal a la niñez. Muchos dicen que los amigos imaginarios no son tales y que en realidad los chicos se comunican con seres del mas allá, esa facultad se da sólo hasta los 7 años. El análisis lo dejaremos para entendidos. La sustentabilidad del film logra conformarse mediante la atracción que tiene el cosmos infantil y su arma más poderosa, la imaginación. El cine es un estandarte histórico de esa búsqueda. Sensitivo hasta para el montaje, Tokman elabora atractivamente el documental. Música, fotografía y coordinación construyen este eficaz intento por encontrar el valor de la niñez. Además, Olivia hace lo suyo y traspasa la pantalla con el audaz recurso de la inocencia. Y su papa lo sabe. Desde lo público, propone volver a pensar la niñez, desde lo privado, es un lazo más que establece con la hija. Como sucede en Casa Coraggio, el cine de Tokman se inclina hacia los vínculos familiares genuinos. Su logística cinematográfica propone un canal de escape, un paréntesis en los renglones de la coyuntura, un elemento para ganarle al tiempo, que sólo puede fragmentarse a través de los recuerdos. La síntesis es ver a Olivia en la pileta hablando con alguien a quien únicamente ella puede representar.
La revolución empieza bailando Con Jeannette, la infancia de Juana de Arco (Jeannette, l'enfance de Jeanne d'Arc, 2017), el impredecible Bruno Dumont continua su nueva etapa cinematográfica empezada con La Bahía (Ma Loute,2016). Protagonizado por dos jóvenes actrices sin historial en el cine, la película es un musical despojado de toda rigurosidad estilista americana y no tiene problema de reírse de sí misma. Le sienta bien al realizador de Entre la fe y la pasión (Hadewijch, 2009), Flandres (2006) este nuevo ciclo en su carrera. A continuación de Fuera de Satán (Hors Satán, 2011), y tras dos creaciones menores, (Camille Claudel, 1915, y un breve paso por la tv, la miniserie El pequeño Quinquin), Bruno Dumont inició un proceso de reinauguración artística viraje que lo hace pasar del drama a la comedia irónica. Hablamos sobre todo de un cambio de género cinematográfico. Algo parecido a la Bahía sucede en Jeannette. Ahora las ironías no están cargadas hacia la ley (cómo olvidar aquel simpático oficial torpe y gordito) o la clase alta (la abobada risa burgués de Juliette Binochete aún resuena), esta vez vuelve a tocarle a la religión, como ya sucedió en Harweich, ahora planteada desde el humor, y no al estilo Robert Bresson con Mouchette (1964). Estas temáticas son recurrentes a lo largo de su obra conjunta. El musical es el cuerpo extraño alojado en el film. Pero no es cualquier musical. Con Jeannette, la infancia de Juana de Arco el cineasta francés dibuja una entera ridiculización a los códigos y métodos de los musicales americanos. Personajes que corren y saltan descaradamente van de aquí para allá sin directrices. También hay cantos fuera de tono y hasta dos monjas bailarinas que no sólo utilizan métodos poco ortodoxos, se aseguran de que nada salga prolijo. En esta Francia rural del 1400 broadway está muy lejos. Incluso lo satírico provoca un sacudón a la perspectiva histórica. ¿Desde cuando Juana de arco cantaba? El realizador se atreve a bajar del altar histórico a la libertadora francesa para llevarla al mundo del canto y la danza. Caben pocas dudas, Dumont es un fuera de serie viviendo en nuestros tiempos. A pesar del viraje histórico, si no se le prestase atención a lo que sucede alrededor, las letras de las canciones invitan a reflexionar sobre la religión y su carácter pragmático. El realizador no puede ni parece querer olvidar ese rasgo, que resume la ontología de su cine. Las actrices responden con holgura a la mecánica del realizador francés. Dos chicas interpretan a Juana niña y otra más grande. Nuevamente Dumont se vale de pocos lugares para filmar. Apenas un exterior que domina la escena, y un interior complementario. Nada más. Entre ríos, plantas y ovejas vemos asomar a la mujer que desde chica se preocupaba por la libertar de Orleans. Se recibe con brazos abiertos la innovación del autor galo, quien nunca se preocupó por seguir las convencionalidades academicistas del cine francés, sus películas siempre transitaron por los márgenes. Ahora era el turno de justificar que también podía ir por la vereda de enfrente del americano.
Dime tu deseo y te diré quién eres Luego del éxito mundial de Perfectos desconocidos (Perfetti sconosciuti, 2016), Paolo Genovese vuelve a la pantalla grande con Los oportunistas (The Place, 2017). El realizador italiano crea la tormenta perfecta en un solo ambiente de filmación, donde se pone al descubierto los tres elementos que motorizan al hombre. Alex de la Iglesia y Guillermo Francella ya lo vieron venir. Y es que el talento del director italiano Paolo Genovese ha sido exportado hacia muchas latitudes. En Argentina, con la adaptación teatral de Perfectos desconocidos, dirigida por el actor argentino (aun en cartelera) y en España, con la versión remake del mismo nombre que tiene a Belén Rueda, Ernesto Alterio y otros tantos como protagonistas. En Los oportunistas, Genovese decide apartarse del tono comedia para focalizarse en una historia que sucede íntegramente en un bar y tiene al presunto diablo como moderador absoluto de la película. La escena se repetirá varias veces: quien pareciera ser el diablo encarnado en un hombre cincuentón y de barba, se sienta a esperar con libreta en mano a diez personajes que estarán dispuestos a negociar con el a fin de cumplir deseos de sexo, ser mas linda o volver a creer en Dios. Como suele pasar, el diablo mete la cola, por lo tanto, no dejará que los anhelos se cumplan tan fácil. Los actos que las personas deben hacer estarán entrelazados de forma indirecta. Aunque en ningún momento se develarán en la pantalla. Solo se observa al demonio contemplar taciturnamente a sus víctimas indecisas y preocupadas por las consecuencias de sus actos. Algo moralejico sobre el final, el corazón de la realización late al sentir vibrar las aspiraciones humanas. Con la frase “solo soy quien alimenta el monstruo”, el subtexto del film incluye reflexionar sobre aquellas cosas que motorizan al espíritu del hombre a moverse. Juzgarlas no es la razón del guion. A pesar de generar algunas dudas por la jugada de basar su película en un hombre hablando con otras personas (algo que tiene muy aceitado, por ejemplo, el coreano Hong Sang-soo en sus films), sin duda en talento de Genovese reposa en la plasticidad para crear textos moldeables y aplicables a distintos géneros y elencos. Vale la pena sentarse una noche a ver Perfectos desconocidos y luego asistir a la apertura de la tercera edición de cine italiano en Argentina.
Pincelazos de thriller en un film de época Lady Macbeth (2016) narra la historia de la joven Katherine, quien impulsada por el miedo hacia su marido y suegro, se convertirá en una fría mujer dispuesta a todo. El film de época, premiado en los BAFTA 2017, intenta escapar constantemente del culebrón televisivo. Si bien está ambientado en el 1800, la película del operaprimista William Oldroyd, no tiene reparos en prescindir de los típicos formalismos a los que nos tienen acostumbrados otros films denominados “de época” (Barry Lyndon, por ejemplo). La habilidad del director galardonado en Inglaterra, consiste en injertar una especie de thriller dentro de la Gran Bretaña rural y de condes. Florence Pugh, es quien personifica a Katherine Lester, chica que es obligada a casarse con el hijo de un noble inglés. Serán los actos de violencia y denigración los que hagan implosionar a la mujer. Primero, cuando comienza a tener un amorío con un criado, durante la ausencia del esposo. Luego, para deshacerse del suegro y obligar a su sirvienta a ser testigo de cada acción. Los sin sonidos son otro punto favorable para el realizador. Y es que durante casi toda la película no existe la música extra diegética. Será la soledad de Katherine y el imperio del silencio los que invadan la cabeza su propia cabeza, con un rol femenino poco común para este tipo de películas. Somos nosotros ahora, los que tememos por los actos de Lady Macbeth. Así, el director nos irá arrinconando hasta ser testigos de este suspense sin los rigores específicos del género. Es justo allí cuando su director corre el riesgo de caer en un drama televisivo al estilo de las novelas turcas que habitan el prime time. Por suerte, logra sortear con algún esfuerzo el problema, gracias a la sólida actuación de su actriz y los espacios dominados por las perturbadoras ausencias de registros sonoros. Premiada también por el periodismo en el 64 San Sebastián, la realización demuestra que, a pesar de solidarizarnos al comienzo con la chica que sufre los embates patriarcales propios del 1800, cuando se trata de historias de traiciones y venganzas, no hay lugar para víctimas y villanos.
Encuentros cercanos de tipo argentino Testigo de otro mundo (2018) explora, dentro del género documental, el universo íntimo de un granjero asentado en la soledad rural, quien asegura haber visto un Ovni en su pre-adolescencia. Apoyado en la excusa de la fenomenología, Alan Stivelman (Humano, 2013) avanza hacia el costado antropológico para tomar contacto con la cultura y creencias guaraníes. Registro que bien podría ser exportado a otras latitudes por los conceptos globales que maneja sobre la existencia del ser. Además, está apadrinado por el creador de ARPANET (la pre internet) Jacques Vallée. El documentalista Alan Stivelman vuelve a congeniar lazos con Humano Films, joven productora dedicada al desarrollo de una línea temática que indaga en la búsqueda, orígenes y misterios de la identidad. Testigo de otro mundo logra un acabado documental que combina el estilo History Channel con el registro más abocado a lo autoral. Viaje de por medio, el rodaje se desarrolla entre Argentina y Paraguay, particularmente en los ámbitos donde circula Juan, hombre que asegura haber tenido contacto del tercer tipo apenas era niño. Imagen de archivo mediante (el caso llegó en su momento a la televisión), se puede ver en conferencia de prensa a un joven que se quiebra y es incapaz de expresar el hecho que lo trajo hasta allí. Ese muchacho, hoy convertido en adulto chacarero, es entrevistado por Stivelman con el objetivo de terminar el pasado relato trunco. El documental encuentra en la lucidez visual su mejor carta de presentación. Montaje, planos secuencia y desplazamientos de cámara transforman este registro vivo en una historia casi ficcionalizada, donde los conceptos fenomenológicos se fusionan con temas globales. Preguntas como, por ejemplo, ¿qué es el ser?, ¿existe vidas paralelas? ¿y en otros lados del universo? Son elevadas a un plano universal para ser pensadas por cualquier tipo de público. El documental, si bien está rodado en Argentina, apunta hacia otras latitudes. Esa extraña, pero pintoresca combinación entre documental al estilo Fernando "Pino" Solanas y The History Channel, sale airosa y se propone trasgredir las barreras del lunfardo nacional. Además, a partir del personaje elegido, Juan, el realizador propone el desentrañamiento antropológico y conocer cada detalle de la cultura guaraní, impregnada de la sabiduría sobre la vida, el más allá y el lenguaje. Rica en su multiplicidad de tonalidades, Testigo de otro mundo logra su cometido: emprender dos tipos de viajes, el primero hacia el interior de la vida personal de Juan y cómo se desarrolló la misma luego del evento epicentrico, y otro que tiende un puente transversal hacia la comprensión de otros tipos de pensamientos. Sostenida gracias al marco teórico inyectado por el creador del ARPANET, Jacques Vallée, la historia se hace convincente. El profesional, fuente de inspiración para la creación del personaje del experto francés Claude Lacombe interpretado por François Truffaut en Encuentro Cercano del Tercer Tipo (Close Encounters of the Third Kind, 1977), aporta desde sus conocimientos sobre ufología, pequeños detalles que van ayudando a Juan a recrear la escena que cambió su vida. Sin duda, otra llave para aprovechar y atreverse a cruzar la puerta de acceso al registro documental en el cine.
Mi Amigo Godard Louis Garrel interpreta de manera inmejorable a Jean-Luc Godard en Godard, mon amour (Le Redutuable, 2017), pequeña biopic que narra el momento más angustioso en la vida del director. El bajón artístico luego de sus obras emblemáticas, la esposa de 19 años y su obsesión por pertenecer al movimiento revolucionario francés, dan cuenta del instante en el que el creador de la Nouvelle Vague perdió el horizonte artístico. Michel Hazanavicius (creador de la controversial ganadora del Oscar, El Artista (The Artist)) presentó en el 70 Festival de Cannes Godard, mon amour, película basada en el libro de Anne Wiazemsky, ex esposa de Jean-Luc Godard. El film toca costas argentinas gracias a Les Avant Premiere. Gran jugada de la muestra francesa al traer una película que, de varios modos, humaniza al autor más creativo y venerado de la época. Francia, 1967. Sin aliento (À bout de soufflé,1960), Band Apart (Bande à part,1964) y El desprecio (Le mépris,1963) ya habían pasado. El mayo francés prometía contagio revolucionario a todos los jóvenes universitarios. La historia entre el realizador francés y estos acontecimientos es, de por sí, conocida; Godard se ve impregnado por este movimiento y decide hacer La Chinoise (1967), obra infravalorada en su momento. Lo que nos revela Hazanavicius junto a Louis Garrel en el protagónico, es hasta qué punto se vio afectado el francosuizo por el rechazo a esta producción, la cual más tarde, como suele pasar, también sería tenida en cuenta por la crítica. Tal vez sus tres primeras icónicas películas pasaron muy rápido y con mucho éxito. Lo cierto es que Godard, mon amour no deja de ser un material para acercar la figura a los jóvenes estudiantes del cine, con el fin de conocer el pasaje más polémico y confuso en la vida del cineasta. Todo sumado al talentoso actor de Los soñadores (The Dreammers, 2003), quien logra reconstruir hasta la voz del autor de Alphaville (1965). “Me gusta el movimiento, no la parte estudiantil del movimiento estudiantil”, le dice algo perdido a Anne. Así de contradictorios fueron esos años donde vemos a Godard tirarle piedras a la policía, rompiendo los anteojos varias veces, siendo abucheado en las reuniones universitarias y hasta una reproducción (que puede no ser exacta) de la pelea con su par italiano Bertolucci. Todo en tono de comedia no ostentosa, hecha para que tomemos con humor el mal carácter que a veces agarraba por sorpresa hasta al mismo director. Sería erróneo tomar la película como una burla a la personalidad del realizador. Mas bien es hasta un feliz acontecimiento que se haya podido exhibir esta realización inusual, que expone el momento de más contracción ideológica de este artista. Insistimos, altamente recomendable para jóvenes recién llegados a carreras cinematográficas, para que entiendan desde qué lugar Godard hizo sus películas, tan personales como imprevisibles. ¿Lo más importante? Hazanavicius se redime luego de El Artista (The Artist) y hace un sentido homenaje en vida a una mente artística brillante, que como le puede pasar a cualquiera en este ambiente, también se quedó sin aliento durante algún momento de su historia.
Otro trueno rumano El cine rumano azota otra vez. Con su sello propio, La desaparición (Pororoca,2017) realiza una brutal crítica hacia el interior de la sociedad rumana. La desaparición de una chica y el aislamiento social que sufre su padre revelan el deshumanizante sentido del hombre. Constantin Popescu se suma a la larga lista de cineastas que han consolidado la cinematografía mas influyente de los últimos veinte años. Si Más allá de las colinas, La mirada del hijo y Aurora conforman el podio del cine rumano, sin duda La desaparición hace suficiente ruido como para perfilarla dentro de lo mejor del año. Su esencia es difícil de comparar a otros cines europeos, no existen films rumanos flexibles ni tolerantes, mucho menos compasivos. El guiño llega en la primera escena. María (Adela Marghidan) baja al agua ayudada por su padre durante las clases natación. Las manos se sueltan. Luego se provocan extrañas llamadas a la madre, que son una especie de distracción creada desde el guion para mantener la expectativa. El anzuelo, punto de inflexión, nace con el meticuloso proceso de desaparición de María, desarrollado en una larga secuencia montada en la plaza menos convencional conocida. Funciona, más bien, como un recipiente experimental o tubo de ensayo social, donde el realizador va creando en el mismo plano continuo, diversas situaciones que ejemplifican el modelo actual de la sociedad rumana (el de las ancianas con el joven, aunque ácida, es la única concesión humorística que se otorga). Al momento de la desaparición, el conjunto social entendido como “las personas” o “la gente”, es el primero en negarse a Tudor (interpretado por el ganador a mejor actor en San Sebastián, Bogdan Dumitrache) quien cuanta más ayuda necesita, menos recibe. El proceso de descomposición social no se detendrá hasta pudrid la integridad del último personaje de la historia. Desahuciado por los amigos, la policía (que realiza más preguntas que respuestas) y por último la familia, resuelve salir a la calle a pegar papeles. El peso de la culpa va mermando su psicología y hasta el estado físico. Estremece pensar en el concepto de ausencia (muy trabajado durante la película), más en nuestro país. Si el diablo existe, seguro se anida allí, en la desoladora sensación de no saber. La lumínica casa de esta familia de clase media activa va alterándose hasta quedar consumida al más desesperante y triste recóndito humano. Oculto en ella (sobre)vive un abandonado padre de familia. Acaso la víctima de este sistema social completamente deshumanizado. La angustia vence a su esposa mucho antes de que ella pueda prepararse y huye con el otro hijo. También carcome el tejido social la constante sospecha. Un hombre encontrado en algunas fotos sacadas ese día en el parque, es el chivo expiatorio creado por el propio desconsuelo de Tudor. Aislado de todo, sin contención alguna, el único propósito posible es transitar las desamparadas calles hasta dar con el departamento de este hombre. Visceral, descarnada y devastadora, así es la deshumanizante La desaparición. Nadie podrá dormir tranquilo.
Affaire americano Basada en las memorias del actor Peter Turner, Las estrellas de cine nunca mueren (Film Stars Don't Die in Liverpool, 2017) narra con equilibrada sustancia emotiva el affaire amoroso entre el homónimo de las memorias y la afamada actriz Gloria Grahame, quien supo arrebatarle de las manos a Jean Hagen (Cantando bajo la lluvia,Singing in the rain, 1952) el Oscar a mejor actriz secundaria. Nominado a los últimos BAFTA, el film del británico Paul McGuigan (hacedor de Victor Frankenstein, y capítulos de numerosas series), se apoya en la argucia para sortear la melancolía de un pasado mejor. El cine vuelve a contarse a si mismo. Peter Turner (interpretado aquí por Jamie Bell, La piedra en la última versión de Los 4 fantásticos, 2015) vivió una historia de amor con la clamada actriz de Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful ,1952) a pesar de la dispareja diferencia de edad, Gloria Grahame era ya una cuarentona mientras el llegaba a los 28. Cuando la actriz enferma y rechaza cualquier tipo de tratamiento, el joven decide llevarla a su casa de Liverpool a pesar de no estar separados. Paul McGuigan planea con tres principales flashbacks revivir esta historia de amor, donde Graham viene del cierre de su carrera artística y llega a Inglaterra a enfrentar el ocaso de su vida. El valioso aporte técnico de la cámara, afinado a través del montaje, hace que estos flashbacks doten dinamismo a la narrativa. El cuarto donde tienen el primer encuentro una vez acomodados en la estadía británica, gira sobre si mismo para salir por una puerta que dará comienzo al relato. Algo similar sucede durante varios pasajes de la película. Apropósito, el juego artístico propone un contraste entre el ostracismo del cuarto y los lumínicos encuentros pasados que tuvo la pareja en distintos lugares del mundo. California será el apoteósico lugar donde el amor se consuma. La obsesión de la directora artística Urszula Pontikos por la meticulosa fotografía confiere a las escenas un toque especial. Sin duda no serían lo mismo sin esa contribución, que regala acaso el mejor crepúsculo de la tarde californiana. Sucede también en momentos donde el visor capta la espontaneidad. Por ejemplo, el placentero baile que ejecutan en los primeros minutos despierta la atracción mutua. Grahame emana de su boca los diálogos más finos del guion, producto de la versátil mano del escritor Matt Greenhalgh (Nowhere Boy). Nueva york, oponiéndose a California, será la ciudad de la fisura. La toma que enfrenta a los edificios Chrysler y Empire State es clave para entender la referencia a la disputa de poder originado allí. La distancia de edad se hará notar como nunca durante esas secuencias decisivas. La delicadeza le gana la pulseada a la bajeza, que podría haber emergido, sobre todo en un relato que contiene en su ADN la explosiva formula enfermedad más amor más separación. Como no podía faltar en una película autobiográfica de una talentosa actriz cinematográfica, las referencias al séptimo arte son claras. Basta con afinar el ojo y encontrar allí evocaciones a Annie Hall, dos extraños amantes (Annie Hall, 1977), Un tranvía llamado deseo (A Streetcar Named Desire, 1951) o Fiebre de sábado por la noche (Saturday Night Fever, 1977).