El director de la consagratoria Mauro (2014) se dedicó durante varios años a filmar dentro de la Casa del Teatro, ámbito en el que viven veteranos intérpretes con problemas económicos y de salud. Allí descubrió a Oscar Brizuela, un actor que tuvo algunos papeles medianamente significativos en películas de los años '70 como Embrujo de amor, Contigo y aquí o Muñequitas de medianoche. Hoy, tras haber sufrido un fuerte ACV, ni siquiera puede recordar el mes, el año o la estación, aunque los vericuetos de la memoria le permiten contar de forma anárquica alguna que otra anécdota de su vida y su carrera. Mientras intenta recuperar los movimientos de sus piernas y que su cabeza empiece a ayudarlo (es conmovedor cuando intenta cantar la letra de un tango para un evento de la propia Casa del Teatro), iremos conociendo de a poco su tortuosa vida, que incluyó una larga estadía en Utah y una traumática relación con su hijo, al que no ve hace muchísimo tiempo y hoy debería ser un cuarentón. Allí comienza la parte detectivesca del film, una obsesiva búsqueda que intenta dar con el paradero de quien hoy es todo un desconocido. La película tiene varios niveles (todos con su interés particular, aunque no siempre bien integrados) que van desde la dinámica interna de la Casa del Teatro (hay algunos personajes secundarios inolvidables), la reconstrucción de la carrera de Brizuela (que de joven tenía su impronta de galán, como se puede apreciar en las recurrentes imágenes de latin lover en la película de 1969 Póker de amantes para tres) y la apuntada subtrama de investigación. Casa del Teatro avanza por un riesgoso desfiladero en el que de un lado está el patetismo y del otro la explotación de alguien al que muchas veces vemos desbarrancar por los efectos del ACV. De todas maneras, con su cámara fija siempre a prudente distancia y una pudorosa edición, Rosselli sale bastante airoso del desafío. Un film incómodo, desconcertante y, al mismo tiempo, fascinante. De esos que nos obligan como espectador a asumir inquietantes reacciones y sentimientos que, probablemente, recién decanten bastante tiempo después de finalizada la proyección.
La casa está en orden El creador de Mauro (2014), película que sorprendió a la crítica en 2014, vuelve al mundo festivalero, esta vez con Casa del Teatro (2018), material con menos voltaje narrativo que su antecesora. De todas formas, Hernán Rosselli se las arregla para otorgarle forma y legitimar ese lugar donde van a parar los actores abandonados por el peso de la corporación artística. La auspiciosa ópera prima de Hernán Rosselli (ganadora del premio del jurado en Bafici 2014), hizo que los ojos del ambiente festivalero se posaran sobre el montajista de figuras como Juan José Campanella y Bruno Stagnaro. Cuando una primera película cosecha altos niveles de rendimiento, suele ser un arma de doble filo. Por un lado, marca prestigio, pero por el otro, la vara puede quedar muy alta. Las expectativas cayeron sobre Roselli cuando se anunció Casa del Teatro (2018) en la competencia argentina. Si bien la nueva producción tiene menor nivel que Mauro (2014), conforma saber que Rosselli no “se casa” con los mismos elementos usados en su ópera prima. El director consigue llenarse de audacia y desplegar su talento hacia otros vértices. Esta vez su film no posee ficcionalidad, el guion de Casa del Teatro se decanta por el tono documental. Tal vez por ello no haya conseguido el nivel anterior, Mauro era un film que poseía un artificio en la historia. La cámara acompaña a Oscar Brizuela (el personaje elegido) por los largos pasillos de la casa que contiene cientos de relatos de vida inexplorados. Este ex actor protagonista de olvidadas películas en blanco y negro, se perfila como el representante de todos aquellos artistas (mujeres y hombres) que por una lista inabarcable de problemas (personales, económicos, físicos), terminaron siendo expulsados del sistema artístico y la sociedad. Los planos cerrados, apretujados contra la desgastada cara de Oscar, asfixian y absorben al espectador hacia ese mundo, muchas veces comentado en las internas del ambiente. También el registro de Rosselli llega para ponerle luz a ese hogar olvidado hasta por los propios actores. Una línea de pensamiento tenaz emerge con silenciosa voracidad en la película, el sentimiento de resistencia cultural inyecta la fuerza que pierde la narración al no poseer energía dramática. Sea coincidencia del destino o no, este hombre paradójicamente llamado Oscar es el producto del olvido. El documental no rescata a uno, sino también a todas aquellas estrellas que alguna vez brillaron en el televisor o la pantalla grande. La memoria colectiva del público al que se debieron debe volver a ser habitada por el recuerdo de lo que alguna vez fueron.
CASA DEL TEATRO por Marcela Gamberini - Críticas 24 Oct, 2018 07:11 | Sin comentarios El segundo film de Rosselli vuelve sobre personajes que habitan en los márgenes. Compartir en Tumblr EL OLVIDADO “Se adivina con mirarte, que no te han querido bien” es una línea del gran tango La última con letra de Julio Camilloni que de algún modo sintetiza Casa del Teatro. Un libreta que es una especie de índice telefónico, un teléfono de línea de esos con cable, unos anteojos a los que le falta una patilla y un hombre que llama una y otra vez a un número con el que no consigue comunicarse. La Historia se intersecta con la historia de ese hombre y precisamente en ese espacio de intersección aparecen esos elementos de un pasado no tan remoto pero si, lamentablemente olvidado. La falta es el germen de la película, esa patilla que falta del anteojo de Oscar –el protagonista de este documental que coquetea con la ficción (como en los mejores documentales) – refleja una falta íntima, personal, dolorosa; la falta del hijo se conjuga con la falta de memoria, esa que ese hombre fue perdiendo a lo largo de los años. El hijo es la memoria perdida y a la vez esa memoria fue debilitándose por la ausencia del hijo. Sobre el comienzo de Casa del teatro Hernán Rosselli, que nos tiene acostumbrados a ese realismo un poco sucio, un poco traidor pero a la vez demasiado “real” que mostraba en Mauro su opera prima, repite acá ese modo de situar la cámara logrando captar la esencia de lo real. Ese “real” para Rosselli se tiñe de destrucción, de edificios añejos, descuidados, de mezcla de cosas, de desmesura y sobre todo de contraluces. Esa Casa del teatro que es un edificio histórico que reúne actores, actrices, cantantes de otro tiempo es una suerte de residencia para adultos mayores que conviven con una pasión en común; la actuación, el canto, los recuerdos, la memoria. Y a esa casa Rosselli la dibuja sobre todo en sus pasillos, lugar de conexión, lugar de paso. Tal vez como esos actores y actrices que como todos los otros mortales, solo estamos de paso por la vida, conectando a veces con algunas cosas y desconectando con otras. Pasillos donde se encuentran, donde se limpia, donde se pasa, donde se pierde un perrito; es una zona de tránsito permanente. Rosselli se aferra a su cámara e intenta retratar a sus personajes sin molestarlos, sin que el dispositivo se note apelando a la fluidez (o no) de su protagonista, observándolos de cerca; un hombre que busca su memoria y a la vez busca a su hijo. Un hombre que olvida, que tarda en responder las preguntas de los médicos, que aparece fuera de campo en muchas oportunidades, como si su memoria o su olvido lo mantuvieran alejado un poco de la escena. El fuera de campo y el contraluz son las materias primas de Casa del teatro justamente porque colaboran con los motivos centrales de la película. Aquello que no está porque se lo olvidó, aquello que no se ve, aquello que no se percibe, aquello que aparece como desdibujado por los laberintos a los que los mecanismos de la memoria nos enfrentan. Esos claroscuros no son otra cosa que una zona de intersección (recurrente esta zona en la película) entre la luz y la oscuridad, entre el olvido y la memoria, entre la presencia y la ausencia. Casa del teatro con sus derivas de la historia también muestra las derivas de la gran historia, de un país que olvida a sus actores, a sus edificios, a su memoria. También esos personajes de alguna manera son un poco esos héroes que defienden la tradición que un país olvida: cantan tango y otras canciones populares, se aferran a esa historia que Rosselli muestra a partir de imágenes de archivo. Ellos, los olvidados, recuperan una tradición que forma parte de la cultura popular de un país que tiende a olvidar con rapidez y desdeñosamente. Como en el tango, atemporal y nebuloso, nostálgico y pasional, Casa del teatro se conforma junto con sus personajes como un espacio de resistencia no solo cultural, sino social e histórica donde conviven los hombres con esas mesitas repletas de remedios, fotos, hijos perdidos, simpáticos perritos, búsquedas por internet, comentarios políticos fuertes y relevantes. Rosselli apuesta una vez más a la resistencia como uno de los modos más peligrosos y más interesantes de habitar este mundo. Marcela Gamberini / Copyleft 2018
Desde 1938, la Casa del Teatro de Buenos Aires funciona como hogar de actores ya jubilados y con problemas económicos. Allí tienen techo, cama, comidas y un trato cordial. Allí residen intérpretes que conocieron la gloria décadas atrás y también esos eternos secundarios que solían destacarse en producciones cinematográficas, teatrales y televisivas. Pero más allá de estos detalles, propios de una gacetilla, no se sabía mucho más sobre cómo funciona esta institución y cómo es el día a día de quienes habitan en sus cuartos. El documental de Hernán Rosselli viene a responder esas inquietudes (o al menos, a plasmar una visión acerca de esas inquietudes), pero resulta mucho más que eso. La película se centra en Oscar Brizuela, actor que supo cumplir papeles en cine durante los ’70, junto a figuras como Sandro, y que ahora está en una situación difícil. Tras padecer un ACV, se propone buscar a Maxi, un hijo al que no ve desde hace años. Esta misión es una excusa para indagar en la vida y la carrera de Brizuela, muy similar a la de tantos de sus colegas actores, hoy abandonados a su suerte. Rosselli mezcla imágenes de pasillos y habitaciones con fragmentos de una película en la que Brizuela, como en la vida real, va investigando de aquí para allá. Pero mientras que la pantalla grande lo eternizó en playas y junto a bellas señoritas, la vida real lo tiene en penumbras, haciendo llamados, buscando por internet, viviendo de sus recuerdos y despuntando el oficio mediante una obra de teatro montada en colaboración con algunos de sus colegas/vecinos. De esta manera, el director consigue imprimirle al film la tónica de un policial que lo aleja de las convenciones preconcebidas en esta clase de largometrajes. Otro mérito de Rosselli es el de escaparle a todo intento de golpe bajo. Su cámara registra lo que tiene enfrente, pero sin jamás caer en juicios ni hacer denuncias. El espectador es quien decide. Casa del Teatro amaga con quedarse en el documental de observación, y hasta hubiera seguido siendo un material de interés, pero deriva en una trama que sigue siendo fiel al ambiente que se respira entre aquellas paredes: el pasado, el presente, lo olvidado y lo que se lucha por recuperar.
La nueva película del director de “Mauro” es un documental que transcurre en la institución que alberga a actores jubilados de bajos recursos y que se centra en uno de ellos, que tiene serios problemas psíquicos. Un sutil, formalmente riguroso y sentido film sobre los extraños vericuetos de la memoria. El título puede resultar un poco engañoso, especialmente para los que esperen un documental sobre el así denominado “albergue de artistas jubilados con necesidades económicas y de vivienda”. El filme del director de MAURO no es eso –si bien eso está implícito en cada plano– sino un retrato de Oscar Brizuela, uno de los actores que vive allí. Brizuela, un intérprete no muy conocido, vive en la Casa hace varios años y de a poco iremos conociendo su complicada historia personal. Rosselli va desandando esa historia, como en su anterior filme, de una manera indirecta, esquiva, lateral, haciendo de la estructura del filme una suerte de reflejo formal de las dificultades psíquicas del protagonista. Iremos viendo algo de su carrera profesional (apenas imágenes de una curiosa película inédita, titulada POKER DE AMANTES PARA TRES, de 1969), pero más que nada conoceremos retazos de su historia: un posible ACV que lo dejó con problemas para caminar además de dificultades con la memoria y la organización del tiempo, un pasado familiar complicado que incluye muchos años vividos en el exterior, asuntos familiares irresueltos, y así. En cierto modo, CASA DEL TEATRO se vuelve una película detectivesca por partida doble. Por un lado, porque con la literal ayuda de un investigador Oscar quiere averiguar qué pasó con su hijo, a quien no ve hace años. Y, por otro, por la “investigación” que espectador, cineasta y el propio Oscar deben hacer a partir de esa poco confiable y difusa memoria. Rosselli va desentrañando ese misterio mientras describe el mundo de Oscar en la casa, a los otros artistas que viven allí y las actividades que hacen y que los ayudan a estar mejor física y psíquicamente. Y todo eso aporta a lo que la película finalmente es: un retrato íntimo y potente de una persona, un recorrido por momentos inquietante (el pasado de Oscar tiene su densidad), por otros divertido y finalmente bastante cariñoso y emocional sobre un hombre quebrado que trata con dificultad de ponerse de pie y rearmarse a partir de sus pedazos sueltos. La vida como un rompecabezas.