Establecerse. O al menos poder permanecer un día entero en el mismo lugar, sin sentirse expulsado. Sólo eso desea Alejandro. Tener una pequeña parcela de tiempo que sea realmente suyo. Para volver a mirar el cielo.
Pero no. El protagonista de Casa propia no hace más que ir y venir en un vagabundeo forzoso y cada día más amargo. Alejandro (Gustavo Almada, preciso en todo) tiene cuarenta y pocos años. Vive en Córdoba, con su madre, que está enferma y genera conflictos a cada minuto. Trabaja como profesor en un colegio secundario. A veces duerme con una novia que no termina de integrarlo en su intimidad. Tiene un gran amigo que está por irse a España. Quiere empezar a alquilar un departamento, pero salir a buscar opciones implica chocar con las obscenas arbitrariedades del mercado inmobiliario. Esta es la historia de un personaje de ficción y es también la historia del presente agotador de un país llamado Argentina. Alejandro no puede hacer pie, aunque lo intente. Y no hay nada más agotador que flotar cuando no se perciben orillas ni tampoco un fondo al que se pueda llegar para después remontar. El protagonista viaja encapsulado en el colectivo y de repente toda la ciudad parece transformarse en una gigantesca pecera. Aunque no veamos el agua, la sentimos como una amenaza certera a través los efectos sonoros de la película. Son demasiadas las frustraciones acumuladas. Algo está por desbordar.
“Creo en los desafíos formales, porque es infinita la posibilidad que ofrece que el cine de combinar planos con sonidos”, señaló el realizador Rosendo Ruiz cuando Casa propia se proyectó en el último Bafici. La película está concebida desde el riesgo y resulta especialmente estimulante por las modulaciones que el director se anima a ensayar en la enunciación del film. El relato comienza con un plano general que muestra a un grupo de adolescentes que escuchan música y toman fernet en la calle. Una chica del grupo llama la atención por lo bien que hace jueguito con una pelota de fútbol. Todo sucede dentro de un sereno plano-secuencia que, aparentemente, nos invita a observar el conjunto sin manipulaciones. Sin embargo, no será la chica de la pelota ni sus amigos los protagonistas del relato, sino un señor que pasa detrás de ellos y se detiene para golpear la puerta de una casa, a los gritos. Esa bifurcación perceptiva, que nos obliga a relocalizarnos inmediatamente en el espacio diegético, sugiere una estrategia inteligente: en una película signada por los continuos desalojos (físicos y simbólicos), el primer sujeto desplazado es el propio espectador.
Ni siquiera podemos refugiarnos en este plano inicial del frente de la casa como un típico plano de establecimiento que nos guíe en la acción por venir. Porque el personaje pronto se va del lugar, sin activar una lógica exterior-interior en la construcción espacial de la escena. De hecho, no habrá otros planos similares en el resto del film. La perplejidad se propaga. Algo se desacomoda. Un simple corte seco hace que la escuela se fusione imperceptiblemente con el hospital, o un truco visual revela que un impecable departamento a estrenar no era más que una maqueta en una clase de ciencias. Las reglas con las que el cine clásico agasajaba la orientación del espectador carecen de sentido en una historia en donde los espacios se confunden, se fragmentan, se tornan hostiles. Hasta la música perturba con su inesperada prepotencia épica, como si quisiera secuestrar al protagonista para llevárselo exiliado a otra película, una que le regale peripecias dignas de un héroe triunfal (en esta línea uno recuerda algunas búsquedas de Hong Sang-soo en la reciente The Day After, por ejemplo). Ruiz se permite tantear diversos recursos enunciativos en el film, pero esa matriz autoconsciente no complica en absoluto la conexión con los personajes. Al contrario: la película consigue adherirse poderosamente a la realidad de los vínculos, incluso allí donde el artificio se vuelve evidente. Será porque la angustia que emana de la historia resulta demasiado cercana a cualquiera de nosotros.
Casa propia es el mejor trabajo del director hasta el momento. La película sorprende porque es impredecible en su estilo, cualidad que sólo puede funcionar como virtud cuando es el propio cineasta el que se niega a afincarse en un único espacio a la hora de crear. Un artista verdaderamente inquieto no va a encontrar nunca una residencia que sea la definitiva.