Si hubiera que caracterizar el cine de Rosendo Ruiz habría que decir que cada nueva película suya parece tratar de despojarse de casi todo lo hecho por las anteriores, como si la reiteración del estilo, piedra basal de la teoría de autor, fuera algo de lo que hay que escapar buscando siempre nuevos caminos. A pesar de eso, la diversidad de la filmografía de Ruiz deja ver algunas insistencias: el gusto por el género, el interés por todo lo que sea joven, las remisiones a la historia del cine (siempre como fuente de placer) y el encanto de sus protagonistas, en especial de los más chicos, que se mueven con una fluidez y una gracia difíciles de igualar. Esa vitalidad está ausente en Casa propia, que aparece desde el comienzo dominada por una amargura infrecuente para el director de De caravana. El relato sigue a un profesor de secundario que vive con su madre enferma de cáncer, tiene una relación inestable con su novia y pelea con su hermana y el marido para que le den una mano con los cuidados de la madre. Gustavo Almada le imprime a su personaje un fastidio que deja al espectador en un lugar incómodo: el relato propone acercarse a un protagonista irascible que resulta ser el principal artífice de sus desgracias. El guion trabaja una estructura recurrente: Ale se siente bien, por una vez todo parece haberle salido bien, y el tipo va y hace algo que arruina todo. Una cena familiar da lugar a una pelea de pareja, una visita al geriátrico termina con el hijo gritándole a la madre enferma; un amigo le comunica que ganó una beca con un cuento que, acto seguido, Ale reclama como propio. La seguidilla de escenas refuerza esa lógica y genera una expectativa: ante cada momento de plenitud uno no puede evitar preguntarse cuál será el próximo error de Ale, de qué manera va a equivocarse, qué medios va a encontrar esta vez para perpetuar su infelicidad.
En Casa propia falta la alegría de las otras películas de Ruiz, el vigor de sus personajes. También faltan los chicos, aunque algunos aparecen de tanto en tanto mostrando la ebullición de un universo ajeno al de Ale y a su vida de cuarentón que vive con la madre. La primera escena es reveladora: de noche, un grupo de chicos pasa el tiempo en la calle. Toman fernet, andan en moto, se cargan, desafían, cuentan alguna novedad, hacen planes (están entre ir a bailar o ir a ver una banda). Están frente a la casa de Vero, la novia intermitente de Ale (pero eso se va a saber después). Pasados varios minutos, un hombre irrumpe en la vereda, golpea la puerta, le abren, entra; algo ocurre adentro y el hombre sale entre insultos y llevándose una mochila. La escena transcurre en el fondo del plano ocupado por los chicos, que comentan la pelea entre chistes y se ríen de Ale, personaje que el guion todavía no presentó, pero que la película ya mira sin demasiado cariño. La escena es reveladora, entonces, porque la puesta en escena y la convivencia de esos dos mundos (el de los chicos, el de los adultos) permite leer la secuencia a la luz de la filmografía del director, como si alguna de sus películas anteriores (Tres D o Todo el tiempo del mundo, tal vez) observara Casa propia, la película que está empezando, y lo hiciera con cierto desencanto, adelantando el abismo que se abre entre la libertad y la calidez del espacio que habitan los chicos y la ingratitud y la frustración que rigen la vida de los grandes. La solidez extraordinaria con la que el director resuelve cada escena y la caracterización notable de Ale que hace Gustavo Almada no disimulan el mecanismo un poco cruel que organiza la película, donde el personaje, un tipo resentido e incapaz del más mínimo aprendizaje, no hace otra cosa que hundirse cada vez más.