Un relato que mueve a la introspección
La nueva película del director de Tres D es el fruto maduro de un cineasta en su mejor momento, una historia de supervivencia.
En tiempos de películas hechas con la meta de tranquilizar al espectador concediéndole la sensación de estar ubicado en un lugar moralmente correcto, mediante guiones que optan por el camino fácil de moldear personajes tersos y sin dobleces, una pequeña porción de producciones argentinas sigue apostando por lo contrario. Es decir, por incomodar obligando a quien mira a generarse preguntas y a entender que, como la vida, el cine también puede ser gris, una cuestión de puntos medios y no de blancos o negros, de malos o buenos. Uno de los puntos más altos de la Competencia Nacional de la última edición del Bafici, Casa propia es el fruto maduro de un director en su mejor momento, la historia de un cuarentón al que nada le sale bien pero tampoco mal, dado que aquí cualquier tipo de extremo (ético, actitudinal, dramático) brilla por su ausencia. Lo que hay, en cambio, es una historia sobre la clase media-baja laburante que versa sobre aquello a lo que mayor tiempo y energía le dedica la clase media-baja laburante: sobrevivir, ganarse el mango y, por lo tanto, pensar en plata, algo vedado para el 99 por ciento del cine autóctono que la concibe como algo intrínseco, que siempre estuvo o, en su defecto, que no cuesta conseguirla.
El último largometraje del sanjuanino radicado en Córdoba Rosendo Ruiz (De Caravana, Tres D, Maturitá), cuya obra es objeto de una retrospectiva integral en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín, arranca en la puerta de una casa donde un grupo de jóvenes habla sobre la próxima salida nocturna. El director los muestra mediante un largo plano secuencia que va cerrándose sobre la fachada. La película repetirá ese procedimiento culminando con la cámara casi pegada a los rostros de los personajes mientras charlan o discuten, dejando fuera de campo al interlocutor, en movimientos elegantes pero no virtuosos, invisibles a fuerza de sutileza y pertinencia. Los jóvenes forman una ronda deforme donde los “culeados” y “culeadas” se intercalan cada tres o cuatro palabras y en cuyo centro circulan apetecibles vasos de fernet con Coca, únicos –y algo obvios– indicios del marco geográfico cordobés que albergará la historia. Al protagonista se lo presenta tocando la puerta de la casa y pidiendo por favor que lo dejen entrar a recoger sus pertenencias, todo ante la atenta mirada de esos chicxs de los no se sabrá nada más.
Aquel hombre suplicante es Adrián (Gustavo Almada, coguionista junto a Ruiz) y su presentación, acorde a una realidad lejos del confort: tiene casi 40 años, es docente de literatura en una escuela secundaria, la relación con su novia y el hijo de ésta es tensa y cambiante y, lo peor para él, vive en la casa familiar junto a una madre con cáncer de pulmón. La hermana, en cambio, aparenta una vida más ordenada, de mejor pasar económico y una convivencia con un hombre que la acompaña, excusa ideal para delegar en su hermano el cuidado de esa madre demandante a veces por necesidad y otras como forma de manipulación . O las dos, por qué no. ¿Es una villana que ata al hijo? ¿O el malo es el hijo, en quien por momentos le circula el velado deseo de que muera de una vez? No siempre: aquí, se dijo, nadie es bueno ni malo. Sí personas con intereses contrapuestos que defienden a como dé lugar.
Los retazos de esa cotidianidad ilustran la dinámica de poder dentro de una casa con mucho de prisión, con reglas molestas impuestas por otros. Ver sino el recurrente enojo de Adrián ante una puerta cerrada desde adentro. Lo que molesta no es la traba, sino el gesto de dominación territorial, de ajenidad. Más por deseo que por planes concretos de mudanza, Adrián visita departamentos en alquiler que, sin garantía propietaria y con un magro recibo de sueldo, difícilmente pueda pagar. La acumulación de desgracias invita a pensar en uno de esos relatos sobre las miserias de la vida de un pobre tipo. Lo sería si Adrián fuera víctima solo de situaciones ajenas. Pero hay muchas generadas por su carácter irascible, cambiante, explosivo y caprichoso, lo que pone al espectador en la obligación de ejercitar la empatía. Esto dicho no el sentido de ubicarse “de su lado”, sino en el de comprender cómo y por qué hace lo que hace. ¿Qué haría uno en su situación? Cada quien tendrá su respuesta. Respuesta que puede doler e incomodar porque puntea cuerdas internas no precisamente felices. Casa propia obliga, entonces, a indagar hacia adentro antes que hacia afuera. Pocas películas pueden ufanarse de eso.