Un mal de época: llegar a los 40 viviendo con los padres. Se le puede echar la culpa a la situación económica, pero en el caso de Alejandro la cuestión tiene un componente más preocupante: le falta solidez financiera, sí, pero su mayor endeblez está en su estructura afectiva. Y anda por la vida como bola sin manija.
Muchos recordarán De caravana (2010), la opera prima de Rosendo Ruiz que sorprendió por su ritmo y sus coloridos personajes. Ahora, en su quinto largometraje, el sanjuanino de nacimiento y cordobés por adopción presenta una historia introspectiva, de puertas adentro, más emparentada con el -ya viejo- Nuevo Cine Argentino. El permanente rictus de asco Alejandro refleja su percepción de la vida: nada lo conforma ni parece venirle del todo bien. La neurosis argentina no es patrimonio exclusivo de los porteños.
Una pareja con vaivenes, una madre enferma, una hermana que no termina de ayudar. Y por ahí va Alejandro, rebotando de cama en cama. Como si todavía fuera un escolar, con una mochila a la espalda, pero cargada de insatisfacción existencial.
Ruiz creó un personaje antipático, con el que no siempre es fácil empatizar, pero que se ubica en situaciones reconocibles. Sobre todo en el plano familiar: hay verdad en esas relaciones tirantes con la hermana ausente y la madre. Está bien captado ese trágico momento en que los hijos se transforman en padres de sus padres. Y es aquí donde Casa propia es valiente, porque hay ahí, flotando, un sentir inefable, que pocos se animan a confesar: lo que Alejandro necesitaría es que su madre se muriese.
Esta temática tabú es de una potencia que tal vez podría haber sido mejor aprovechada. Porque varias de las circunstancias que atraviesa el protagonista lo que terminan haciendo, en lugar de enriquecer a la película, es diluirla y asordinarla.