El ojo que mira por la ventanita
El director cordobés propone un retrato que se detiene en la angustia progresiva de un personaje detenido entre sus deseos, una madre enferma, las circunstancias y las decisiones.
La ilusión de la casa propia ya está inscripta durante uno de los primeros desplazamientos de cámara del director Rosendo Ruiz. Este movimiento de cámara es singular, porque no sólo se conectará desde su cadencia lenta con el resto del film, sino que también habrá de revelar que lo visto no es lo que se piensa; en todo caso, es lo que se anhela. El juego óptico que devela finalmente el uso de una maqueta, se detendrá en el ojo que mira por una de sus ventanitas, y ésta es, vale destacar, la imagen elegida por el afiche de la película.
Ese ojo redimensiona la imagen, abre el cuadro cinematográfico mientras éste se reconoce en ese detenimiento, en ese plano detalle que es réplica también de ese otro ojo –el del director- que mira tras la cámara. Hay que tener presente esto, porque en tanto cuestión preliminar, desde la cual el film se concibe y desarrolla, tendrá correlato formal con la escena final, allí cuando los personajes miren hacia el fuera de cuadro: ¿hacia dónde?, ¿hacia qué?, ¿quién? Podría decirse que lo sucedido en ese momento último sería una suerte de contraplano final, de correspondencia visual con lo observado al comienzo de la película. Así, Casa propia, el film del cordobés Rosendo Ruiz (De caravana, Todo el tiempo del mundo, Tres D), abre y cierra su propuesta. La claridad formal que exhibe es admirable.
Admira porque da cuenta de un pulso sostenido a lo largo de todo el relato, como narración que avanza mientras se empantana en la angustia del personaje. Son varios, en este sentido, los movimientos de cámara hacia delante, determinados a cerrar cada vez más entre los límites del cuadro a su protagonista. Éste es Alejandro (Gustavo Almada, también coguionista junto a Ruiz), docente, alrededor de los 40, dedicado al cuidado de su madre, tiene una novia que ya es madre, lidia con su hermana por el cuidado de la mamá. Cuando puede, visita departamentos que serían ese lugar donde quisiera vivir. Estos lugares, además de amenazar con garantías y dinero necesario, ofrecen un blanco a estrenar, todavía pintándose, como ámbitos que invitan al deseo que él sueña.
El film es de una rigurosidad digna para todo un disfrute.
Entre ese lugar abierto y lo cotidiano, Alejandro circunscribe su accionar. Cuando Casa propia comienza, lo hace desde el barrio y el diálogo de quienes por allí están: chicos, chicas, por salir a la noche, entre planes adolescentes, mientras Alejandro golpea una puerta de casa, ingresa y pasa un instante, sale entre discusiones fuertes. La cámara continúa quieta en su observación externa. Ese contexto –que es también generacional, tanto como lo supone el vínculo de Alejandro con sus alumnos y alumnas en las clases de Lengua y Literatura- no deja de ser un recuerdo de lo que ha sido, un contraste con lo que ahora es y no está muy claro qué más podría ser.
Este después inseguro tiene escollos, son afectivos y tironean de manera injusta, como expresiones de una culpa seguramente inducida, ante la cual tal vez sea difícil rebelarse. La madre de Alejandro es, cada vez más, una carga. Ahora bien, una enfermedad terminal la aqueja, anuncia su caída, lenta. Habrán de pasar otras cosas también, como para acuciar aún más el malestar en el que está empantanado el protagonista, cuyos deseos, como tales, suelen ser difíciles de manejar, dada la relación familiar y sus cuidados, mientras lo demás –lo suyo- pareciera quedar siempre postergado.
Si se piensa la película de Ruiz desde la filiación cinéfila, algo por lo demás siempre válido para toda película, surgen entre muchos más dos personajes. Por un lado, el entrañable George Bailey (James Stewart) de ¡Qué bello es vivir!, ese título por demás irónico del ítalo-americano Frank Capra, en donde Bailey bailaba al compás del designio social y familiar, como depositario de un mandato que le amarga de a poco esa sonrisa siempre predispuesta. El otro caso a pensar es el que encarna Deborah Kerr en La noche de la iguana, en donde John Huston versiona a Tennessee Williams, y la actriz sobrelleva una actuación que es toda una carga simbólica, puesta como lo está al cuidado de un abuelo poeta que no le permite, sin embargo y entre palabras y pinturas, soltarse y vivir de otra manera. Es tan delicado y hermoso y terrible el retrato que Huston logra con la (gran) actriz, que serán los espectadores quienes deban completar esas fisuras emocionales, que el trato entre los personajes perfilan.
Es ese mismo lugar incómodo donde se atreve Casa propia, y lo hace desde la asunción de matices que serán, también, desdeñables: el comportamiento de Alejandro es algunas veces reprochable, algún arrebato violento sobresale, pero también hay una angustia que le habita. Dado el caso, es para destacar la tarea de Gustavo Almada, alto y algo desgarbado, de andar cansino, cuya misma camisa determina el momento quieto que vive, su gestualidad es siempre justa, y la articula a la par de comentarios filosos.
En cuanto a los momentos más duros, allí cuando la violencia se entrometa y exceda lo verbal, el montaje elige la elipsis, y hace que la acción deposite la atención en el después, con los hechos consumados. En otro orden, es curioso, o no, que el único acto sexual que la película deja ver, lo muestre a Alejandro en una situación algo insatisfecha. Como si la consumación conjunta estuviese impedida, algo que tendrá correlato inmediato con la discusión posterior. En este sentido, no dejará de ser similar el encuentro fortuito, también sexual, con la compañera de trabajo, pero aquí las piezas del drama –y del acto sexual- se invertirán, como gesto simétrico.
Es por todo esto que Casa propia exhibe una rigurosidad, en su elección y puesta en escena de los recursos fílmicos, que la vuelve todo un disfrute. Una película que, a la luz seminal de esa obra casi desbordada y notable que es De caravana, toca ahora una proximidad mentirosamente calma. Lo que persiste es la desazón de personajes desajustados, cuya situación de vida no deja de ser consecuencia de decisiones tomadas pero también de un contexto que inevitablemente condiciona. A propósito, allí cuando sea posible ver a Alejandro visitar otro departamento, con una camisa diferente, en presencia de la misma dueña (¡sin inmobiliaria!), ¿se estará en el mismo tren del relato, en su misma temporalidad?, ¿o será la consecuencia de un sentir afiebrado, de un sueño mentirosamente reparador? La ilusión, a recordar, ya estaba presente en la ventanita de la maqueta.