Alianza para el ridículo
La sociedad entre John Turturro y Woody Allen en Casi un gigoló da como resultado una comedia fallida sobre el sexo, la religión y la amistad.
Alguien debería haberle sugerido a John Turturro que el argumento de su Casi un gigoló presentaba algunos problemas insalvables y ese alguien tendría que haber sido Woody Allen, un genio de las complicaciones. Pero como esa sugerencia crítica se disipó en un mundo imposible, las cosas llegaron demasiado lejos, mucho más allá de las fronteras del rídiculo.
Si bien en los borradores las películas no son buenas ni malas, hay ciertas ideas que se denuncian a sí mismas como escasamente recomendables para invertir en ellas los millones de dólares que requiere una producción cinematográfica.
¿Cómo se puede suponer que la historia inverosímil de un pobre viejo judío (Allen) que prostituye a su amigo florista (Turturro) es combinable, por un lado, con la historia cómica de dos bellas millonarias (nada menos que Sharon Stone y Sofía Vergara) dispuestas a pagar por un trío sexual y, por otro lado, con la historia romántica de una viuda judío-ortodoxa (¡Vanessa Paradis!) que descubre los síntomas del amor en su cuerpo.
Esa salsa étnica y génerica es condimentada con una profusión altamente tóxica de lugares comunes musicales, humorísticos, raciales y eróticos. Por ejemplo: en el primer encuentro entre los personajes de Turturro y Sofía Vergara, la lid amorosa se resuelve bailando un tango. Sí, da vergüenza ajena.
Ni Casanova, ni Don Juan, este gigoló por accidente, experto en idiomas, en botánica y en libros antiguos, sufre una especie de melancolía constante, que es lo que mejor cuadra con la cara de Turturro. En paralelo, Allen se resigna a ser la versión anciana del eterno Woody: charlatán, neurótico y sabio a pesar de sí mismo. Ese contraste, en vez de potenciar a ambos personajes, los coloca en hemisferios opuestos, como si estuvieran en películas diferentes.
Hay más, y peor: entre todas las cosas que pretende ser Casi un gigoló, no faltan la sátira religiosa y la crítica sexista, aunque no sale beneficiada en ninguna de esas incursiones por los parques temáticos de la buena conciencia.
Por suerte, en contra de lo que dice el refrán, del ridículo también se vuelve. Turturro casi lo logra al final, mediante un sutil pase de magia. De pronto, de forma inesperada, en la última escena, saca de su roída galera algo distinto, tan artificial como todo lo anterior, pero aún vivo y latente. Y justo ahí, la película termina.