De tipos y estereotipos
Para ser una película de premisa, Casi un gigoló hace bien una cosa: no pasan más de cinco minutos de comenzada que el asunto ya se pone en evidencia. No sin cierta simpatía y gracia, Woody Allen le propone a John Turturro prostituirse para ganar dinero. Digamos, si uno de entrada sabe -porque las sinopsis lo repiten hasta el hartazgo- que ese será el tema para qué demorarse más. Puede ser un poco desprolijo y hasta escasamente desarrollado, pero no deja de ser atractivo que con tanta economía de recursos el director y guionista exponga las cosas sin dilaciones. Aunque, también, puede ser un encendido de alarma ante una película que no tratará sobre eso si no que se meterá con otros asuntos atravesada su primera media hora. Y ahí, en esos “otros asuntos”, es donde Casi un gigoló se pierde en el más absoluto de los tedios, cuando decididamente pende de estereotipos gruesísimos para poder avanzar y la gracia del comienzo desaparece por completo.
En un principio, Casi un gigoló parece una de esas películas pequeñas y amables que Allen viene desarrollando desde hace unos 15 años. Pero esta es, en definitiva, una de Turturro imitando a Allen. Y más allá de la liviandad para copiar al maestro en su etapa menos inspirada, el actor, director y guionista tiene ciertas pretensiones como para que, digamos, su película sea tomada un poco más en serio. La apuesta le sale mal, porque Casi un gigoló comienza a confundirse precisamente cuando se pone seria, cuando una judía ortodoxa y viuda entra en la vida del gigoló y el amor hace lo suyo. El mayor problema es de cohesión: la buena química inicial entre los coprotagonistas es dejada de lado, y el film parece contener caminos que no logran unirse nunca, por un lado el judío Allen burlándose de su propio grupo y por el otro el amante Turturro gozando o sufriendo de acuerdo a la chica que tiene enfrente.
En ese panorama, la presencia de Woody es igual a la de la ardilla de La era del hielo, metiendo chistes cada tanto para que no se caiga la endeble estructura narrativa y para descomprimir la otra intrascendente y débil subtrama.
Más allá de estos asuntos, el inconveniente mayor de Casi un gigoló tiene que ver con esas mujeres que contratan los servicios del taxy-boy Fioravante. Tenemos la neoyorquina deprimida de la alta sociedad (Stone), la latina zafada (Vergara) y la judía reprimida (Paradise). A esto sumémosle a la matrona afro que convive con Allen y a cierto policía judío ortodoxo. Todo parte de estereotipos que ni siquiera se desarrollan, que ni siquiera son graciosos aún en su propio lugar común. Así, a la progresiva confusión del relato (¿es una sátira sobre el judaísmo?, ¿una comedia social sobre el desempleo en el primer mundo?, ¿una comedia romántica algo bobalicona?, ¿un drama existencialista con el sexo y los cuerpos como moneda de cambio?) se le van incorporando algunos apuntes que hacen dudar un poco de la buena fe del guión para con las mujeres, exclusivos objetos hasta el plano final. A la confusión general llega una última secuencia inexplicable, donde surge un conflicto que hasta el momento nadie había mencionado. Todo se resuelve, claro, sin rigor y con mucha autoindulgencia. Como si todo fuera una excusa, un poco cara y que le roba demasiado tiempo al espectador.